Fe de cartas. Julián del Casal, quien nos continúa sucediendo[1]
9/12/2019
Merecidamente acaba de obtener el Premio de la Crítica Literaria el volumen Julián del Casal. Epistolario, con transcripción, compilación y notas del ensayista y profesor Leonardo Sarría y publicado por la Editorial UH en el 2018. En 450 páginas se recoge un compendio de la correspondencia oculta o poco conocida de uno de nuestros autores imprescindibles, fruto del acucioso trabajo indagatorio que, con total pertenencia y lucidez, ha desarrollado durante años el joven doctor e investigador. El creador de Hojas al viento integra lo más granado de nuestro canon: estadio por demás tan polémico como uno de sus principales estudiosos, Harold Bloom, quien en La angustia de las influencias[2] le pide a un poema tres cosas: “esplendor estético, poder cognitivo y sabiduría”, virtudes que a mi “inmodesto” entender reúne el arte poético casaliana, signada por su angustia existencial como amalgama de esas integridades en sus versos, a la par que en su prosa, incluyendo la epistolar que ahora comentamos.
Las cartas aquí reunidas nos brindan un legítimo retrato del escritor y su época; algunas parecen escritas hoy, pues son portadoras de las motivaciones universales que siempre nos acompañan, incluyendo las vivencias sociales y nacionales. Las misivas a su gran amiga Magdalena Peñarredonda, que adelantáramos en un recordado dosier en La Gaceta de Cuba,[3] constituyen sin dudas uno de los fragmentos más importantes de este libro, tanto por lo que dicen como por ser ella tan próxima a Casal, “mi buena, activa y batalladora amiga”[4], en clara alusión, no exenta de admiración, a su intensa actividad patriótica. Nacida en Artemisa, donde desde hace décadas se recuerda su memoria con un modesto busto, era coterránea y pariente de su madre María del Carmen de la Lastra, y gran amiga de la familia. Como señala Sarría en la nota de presentación de aquella selección, “lo cierto es que hubo entre ambos un vínculo entrañable y fluido que solo la muerte del autor interrumpió”;[5] a ella confesaría, entre diversos temas existenciales que marcaban su día a día, “su deslumbramiento ante el general Antonio Maceo o su malograda idea de marcharse a vivir a Nueva York”. Su admiración por el general es tal que él, un hombre pacífico por naturaleza, reconoce que la guerra por la independencia que se prepara “es necesaria e inevitable. Creo que dentro de un año estaremos en la manigua”.[6] Es de destacar cómo asume como propia la venidera contienda. Pero paradójicamente en unas líneas antes, de forma absoluta y desgarradora, declara que no resiste a sus compatriotas.
En otros momentos a su íntima le pide cosas tan disímiles como un retrato de Poe, uno de sus dioses literarios según declara, o noticias de los seres queridos.
Que entre sus más cercanos estuvieran nombres decididamente vinculados a la causa independentista como la Peñarredonda, Eduardo Rosell, Manuel de la Cruz, Bonifacio Byrne, o Enrique José Varona, niega ese otro prejuicio anti-casaliano de que estuviera desvinculado de los destinos de su país. Como escribiera José Antonio Portuondo, la experiencia generacional del modernismo fue el naciente imperialismo norteamericano, al que denunciara Mark Twain en su momento. Cinco años después de la muerte del poeta la guerra de independencia que presintió como ineludible devendría con la intervención de Estados Unidos en una de las primeras de carácter imperialista —reconocidas así por Lenin—, lo cual otro adelantado que tanto admiró a su tocayo como José Julián Martí supo avizorar desde la experiencia que le tocó vivir.
Por estas páginas desfilan pasajes y personajes imprescindibles en el parteaguas de dos siglos que definieron la Cuba futura. Y se franquean en sus muchas angustias y pocas alegrías las claves muy personales de su existencia. En diciembre del 90 en carta a su hermana Carmela vaticina: “Temo perder el destino de La Caricatura que es casi más seguro que el de El País. Este quiebra el día menos pensando, porque el Partido Autonomista tiene pronto que morir y aquel periódico sube cada días más”.[7] Pronosticar el fin del autonomismo como baza de la metrópoli para preservar solapado el estatus colonial, habla una vez más de su lucidez ciudadana. Y en otro ejemplo abunda en sus penurias económicas y de realización como escritor, cuando en la primavera de 1892 se refiere a la venta de Nieve: “Solo he vendido treinta y un ejemplares y creo que todo este mes no llegaré a los cien, con cuyo importe cubriré la edición”.[8]
La visita en 1893 de la Infanta Eulalia de Borbón, recreada más de un siglo después en una reconocida novela de Reinaldo Montero, es comentada por el poeta —deslizando su aprensión— en misiva a su hermana, quien reside junto a su esposo e hijos en Yaguajay: “Como verás por los periódicos, La Habana está revuelta, con motivo de la llegada de los infantes. Yo no he ido a ninguna parte, porque cada día tengo menos ganas de divertirme, pero ya estoy fatigado de oír hablar tanto de ellos”.[9]
La divisa de Rimbaud, “es necesario ser absolutamente moderno”, es válida para esta generación. Más allá del modernismo, está la modernidad a la que por momentos parecía negarse Casal, por “el cultivo de una melancolía innata”, pero fue visceralmente citadino, rechazando toda paz bucólica: “Tengo el impuro amor de las ciudades, / Y a este sol que ilumina las edades / Prefiero yo del gas las claridades”.
En líneas a alguien que en parte ha sido su confesora, le expresa en forma demoledora: “cuando más pienso, se me arraiga la convicción de que el campo se hizo para los animales”.[10] Tal vez por eso su rechazo, pese a la cariñosa insistencia de su hermana y cuñado, de vivir con ellos en Yaguajay, en aquel entonces un pueblo pequeño, pero donde tenían una holgada existencia. Peñarredonda le escribe poniendo debajo del destinatario, con un circunspecto “Sr. Dn. Julián del Casal”, un Yaguajay entre cuatro signos de admiración, y en el segundo párrafo bromea con su visita a esos lares: “¡Cómo le va por Yaguajay! Qué mangos tan sabrosos debe haber por allá. Estoy segura que ya no dirá Ud. con aquel acento compungido ‘¡Mire Ud. que dos días de viaje para ir a dar a Yaguajay!’”. Y más adelante retoma el tema de la visita a la hermana, “cuénteme de Carmela y de la vida de Yaguajay”.[11]
Encontramos en el testimonio de su amistad con Rubén Darío ecos de sus incertidumbres y agobios. El gran nicaragüense comparte sus recelos del mundillo literario, que son tan afines entre ambos, cuando le escribe al cubano “…Ud. Debe estar sufriendo por más de un motivo […] Busque sus amigos en la aristocracia literaria. ¡Cuídese de las medianías!”.[12] O la confesión familiar no exenta de humor —“pronto me convertiré en padre y muy señor mío”[13]—, o sus avatares del día a día, como las inundaciones “de agua y lodo, por causa de lluvias que han acrecentado un río”[14], que padece en su estancia costarricense, fenómeno natural que azota a ese país hasta los tiempos que corren. En una misiva fechada en junio del 93, la última que se conserva enviada por Darío a unas semanas del fallecimiento de su destinatario, le hace llegar estas emotivas palabras, motivadas por un afecto y una admiración entrañables: “Escríbeme y no te olvides que soy tu amigo, ¡mi pobre y terrible enfermo! ¿Ves lo que dijo de tu libro Verlaine? Lo que yo te decía: cree, cree, cree”.[15]
Arturo Arango, en su introducción a la selección que hizo de cuentos del habanero,[16] resume ese contexto existencial, “Casal fue la voz más dolida (y más dolorosa) de una Cuba colonial que, a la vez que necesitaba el lujo de una intelectualidad culta y refinada, la destinada a los usos instrumentales de la política, o la confinada a los márgenes del aderezo, de la frivolidad”.
De su entrañable amigo Eduardo Rosell y Malpica se compilan setenta páginas, siendo con mucho el más representado de sus remitentes. Rosell da fe de una amistad ejemplar, en una escritura cuidadosa que va acompañada de atinados comentarios en largas y sustanciosas misivas. Teniente coronel mambí muerto en combate en 1897, dejó dos diarios de campaña publicados medio siglo después por el médico, historiador y biógrafo de Máximo Gómez, Benigno Souza. En más de una ocasión Rosell comparte con Julián, presente igual en Martí —aunque este desde una lectura más aguda y cuestionadora—, su admiración por la obra de Oscar Wilde. En una de esas menciones desliza un error cuando se interesa por El retrato de John Gray, en vez de Dorian Gray, la celebrada novela del para la época controversial autor. Ese Wilde que en su agonía le confesó al doctor: “estoy muriendo por encima de mis posibilidades” o nos legó una frase que sirve como testamento de su existencia: “La vida es demasiado importante como para tomársela en serio”. Vasos comunicantes con el poeta caribeño.
Entre los más mencionados en esta copiosa correspondencia se encuentran, junto al propio Rosell, su hermana Carmela, Hernández Miyares, Darío, Manuel de la Cruz (llama la atención cómo varios de sus destinatarios –cubanos y sobre todos extranjeros, entre otros Darío o el venezolano Picón Febres– le preguntan con señalada insistencia por de la Cruz y sus Cromitos cubanos), Domingo Malpica y Labarca, o su cuñado Manuel Peláez y su querida Magdalena Peñarredonda. De las cartas de que es receptor vale la pena destacar las de “su buen amigo del alma” Bonifacio Byrne, por cierto, como él, amante del beisbol: “Yo he hablado mucho de Ud. y de sus hermosos versos en esta provincia ‘abrumadora como todas’”,[17] citando una línea de un artículo de Casal donde este ironiza con una sentencia implacable sobre el sobrenombre de “La Atenas de Cuba”, “sin haberse mostrado atenienses en ninguna ocasión”.[18] Me queda como deuda muy personal de esta apasionante lectura la curiosidad de saber sobre un tal Codina, citado en las páginas 295 y 297, y donde, por cierto, el posible pariente no sale muy bien parado. Despejar esa interrogante tan particular se la dejo de amistosa tarea al compilador.
Una sección que mucho se agradece de este volumen es la que reúne una serie de cartas a raíz de su muerte dirigidas a su hermana y cuñado, de personas que tanto lo quisieron, como Magdalena, Hernández Miyares, entre otros. El 13 de octubre, a unos días de su muerte, se recoge la que tal vez sea la última epístola a su queridísima Carmela. Firma como Julito, como era conocido por familiares y amigos cercanos, y le pide en la última línea, que sirve de posdata, que le escriba a Compostela 69, donde radica La Habana Elegante, publicación significativa en su trayectoria intelectual. Muere con apenas treinta años el 29 de octubre de 1893. No conoció a su sobrina Amelia Peláez del Casal, nacida en el 96.
Quiero terminar esta agradecida lectura, que no me cansaré de celebrar, citando nuevamente a Bloom[19], pues considero que estas palabras resumen el espíritu de mi valoración, expresado en este libro en lo de angustia, originalidad y contingencia “de estar en otra parte”: “La literatura no es simplemente lenguaje; es también voluntad de figuración, el objetivo de la metáfora que Nietzsche una vez definió como el deseo de ser diferente, el deseo de estar en otra parte. Esto significa en parte ser distinto de uno mismo, pero principalmente, creo, ser distinto de las metáforas e imágenes de las obras contingentes que son el patrimonio de uno: el deseo de hacer una gran obra es el deseo de estar en otra parte, en un tiempo y un lugar propios, en una originalidad que debe combinarse con la herencia, con la angustia de las influencias”.