Fascismo y neofascismo
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Hollywood representa el fascismo como pandilla de malencarados en uniforme que agitan estandartes y gritan órdenes. La realidad es más perversa. Según Franz Leopold Neuman en Behemoth: The Structure & Practice of National Socialism, 1933-1944, el fascismo es la complicidad absoluta entre el gran capital y el Estado. Donde los intereses del gran capital pasan a ser los de la política, anda cerca el fascismo. No es casual que surja como respuesta a la Revolución comunista de la Unión Soviética.
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El fascismo es la clase media sin expectativas. En su inteligente novela Un borgese piccolo, piccolo (1976), Mario Vivaldi narra la peripecia de un insignificante burócrata cuya única esperanza es que su hijo pueda “comenzar donde él terminó”. Cuando va al concurso de admisión, el retoño muere en un tiroteo protagonizado por delincuentes o terroristas. El manso burócrata se convierte en fiera que localiza, secuestra, tortura y finalmente mata al asesino, pero que termina también persiguiendo a quienes tienen un remoto parecido con este. La sobria adaptación cinematográfica de Mario Monicelli (1977) supera en poder explicativo las aparatosas epopeyas sobre el fascismo de Luchino Visconti y Wolker Schlondorf. Las crisis del capitalismo empujan bajo el nivel de la subsistencia y dejan sin futuro vastas clases medias; el miedo a la proletarización facilita que los demagogos fascistas las inciten a la violencia contra las izquierdas y supuestos enemigos externos.
“La crisis económica, hija del capitalismo, es a su vez la madre del fascismo”.
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El fascismo priva de derechos a los trabajadores. Elimina los sindicatos, acepta sólo los dirigidos por fascistas y en Italia los integra con los de los patronos en un “Estado Corporativo” en el cual preponderan los intereses empresariales. Según denuncia Francisco Bernal García, “el corporativismo fascista fue producto del pacto entre el régimen fascista y los grandes grupos industriales para la supresión del conflicto social y, al mismo tiempo, para la consecución de unas relaciones laborales estables y predecibles. Para obtener el consentimiento de los industriales, el fascismo hubo de relegar a un segundo plano su componente sindical, el cual despertaba recelos por parte de aquellos” (Bernal García, 2017, p. 48. “Las ideas del corporativismo surgieron durante la primera mitad del siglo XIX como una reacción contra las revoluciones liberales”).
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El fascismo niega la lucha de clases, pero es el brazo armado del capital en ella. Aterroriza a la baja clase media y la marginalidad con el pavor a la crisis económica, a la izquierda y la proletarización y las enrola como paramilitares para reducir por la fuerza bruta a socialistas, sindicalistas, obreros y movimientos sociales. Mussolini fue subvencionado por la fábrica de armas Ansaldo y el Servicio Secreto inglés; Hitler financiado por las industrias armamentistas del Ruhr; Franco y Oliveira Salazar, apoyados por terratenientes e industriales, Pinochet por Estados Unidos y la oligarquía chilena.
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La crisis económica, hija del capitalismo, es a su vez la madre del fascismo. A pesar de estar en el bando vencedor en la Primera Guerra Mundial, Italia sale de ella tan destruida que la clase media se arruina y participa masivamente en la Marcha sobre Roma de Mussolini. En la elección de mayo de 1924, Hitler obtuvo sólo el 6,5 por ciento de los votos. En las de diciembre de ese año, sólo el 3,0 por ciento. En las de 1928, cuando revienta la gran crisis capitalista, obtiene 2,6 por ciento, en 1930 gana 18,3 por ciento, y en 1932, 37,2 por ciento, con lo cual accede al poder y lo utiliza para anular a los restantes partidos. Pero el fascismo no remedia la crisis: la empeora. Durante Mussolini el costo de la vida se triplicó sin ninguna compensación salarial ni social. Hitler empleó a los parados en fabricar armamentos que condujeron a la Segunda Guerra Mundial, la cual devastó Europa y causó sesenta millones de muertos. Franco inicia una Guerra Civil que cuesta más de un millón de muertos y varias décadas de ruina; los fascistas argentinos eliminan unos treinta mil compatriotas, Pinochet asesina unos tres mil chilenos. Tan malo es el remedio como la enfermedad.
“Pero el fascismo no remedia la crisis: la empeora”.
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El fascismo convoca a las masas, pero es elitista. Corteja y sirve a las aristocracias, sus dirigencias vienen de las clases altas e instauran sistemas jerárquicos y autoritarios. El historiador Charles Maier recalca que hacia 1927, el 75 por ciento de los miembros del partido fascista italiano venía de la clase media y media baja; sólo 15 por ciento era obrero, y un 10 por ciento procedía de las élites, los cuales sin embargo ocupaban las altas posiciones y eran quienes en definitiva fijaban sus objetivos y políticas. Hitler establece el “Fuhrer-Prinzip”: cada funcionario usa a sus subordinados como le parece para alcanzar la meta, y responde sólo ante el superior. El Caudillo falangista responde sólo ante Dios y la Historia, vale decir, ante nadie.
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El fascismo es racista. Hitler postuló la superioridad de la “raza” aria, Mussolini arrasó con libios y abisinios, y planeó el sacrificio de medio millón de eslavos “bárbaros e inferiores” a favor de 50.000 italianos superiores. El fascismo sacrifica a sus fines a los pueblos o culturas que desprecia. Los falangistas tomaron España con tropas moras de Melilla. Alber Speer, el ministro de Industrias de Hitler, alargó la Segunda Guerra Mundial de dos a tres años más con la producción armamentista activada por tres millones de esclavos de razas “inferiores”.
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Fascismo y capitalismo tienen rostros aborrecibles que necesitan máscaras. Los fascistas copian consignas y programas revolucionarios. Mussolini se decía socialista, el nazismo usurpó el nombre de socialismo y se proclamaba partido obrero (Arbeite); en su programa sostenía que no se debía tolerar otra renta que la del trabajo. Por su falta de creatividad, roban los símbolos de movimientos de signo opuesto. Los estandartes rojos comunistas y la cruz gamada, símbolo solar que en Oriente representa la vida y la buena fortuna, fueron confiscados por los nazis para su culto de la muerte.
“Fascismo y capitalismo tienen rostros aborrecibles que necesitan máscaras”.
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El fascismo es beato. Los curas apoyaron a los falangistas que salían a matar prójimos y fusilar poetas. El Papa bendijo las tropas que Mussolini mandó a la guerra; nunca denunció las tropelías de Hitler. Franco y Pinochet fueron idolatrados por la Iglesia.
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El fascismo es misógino. La misión de las mujeres se resume en Kirche, Kuchen, Kinder, vale decir, iglesia, cocina, niños. Nunca figuró públicamente una compañera al lado de sus líderes; quienes las tuvieron, las escondieron o relegaron minuciosamente. Nunca aceptaron que una mujer ascendiera por propio mérito o iniciativa. Hitler las encerró en granjas de crianza para parir arios; Mussolini les asignó el papel de vientres para incrementar la demografía italiana, Franco, Oliveira Salazar y Pinochet las confinaron en la iglesia y la sala de partos. Apenas como excepción aceptaron los nazis a la documentalista Leni Riefenstahl, a la aviadora Anna Reich, que se atrevió a pilotar una bomba V-1 para detectar sus fallas de estabilidad.
“El fascismo es racista”.
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El fascismo es anti intelectual. Todas las vanguardias del siglo pasado fueron progresistas: la relatividad, el expresionismo, el dadaísmo, el surrealismo, el constructivismo, el cubismo, el existencialismo, la nueva figuración. A todas, salvo al futurismo, el fascismo las trató como “Arte Degenerado”. El fascismo no inventa, recicla. Sólo cree en el ayer, un pasado imaginario que nunca existió. El fascismo asesinó a Matteotti, encarceló a Gramsci, fusiló a García Lorca e hizo morir en la cárcel a José Hernández. Pinochet asesinó a Víctor Jara. Cuando oigo hablar de cultura, saco mi pistola, decía Goering. Cuando oigamos hablar de fascismo, saquemos nuestra cultura.
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El capitalismo finge cambiar para poder seguir siendo lo mismo, y el fascismo también. Tras haber causado el desastre de la Segunda Guerra Mundial e innumerables otras hecatombes, en el Viejo y el Nuevo Mundo resurgen movimientos fascistas bajo oportunos maquillajes para ponerlos al día. Los fascistas clásicos apoyaban la intervención estatal en la economía; los neofascistas se proclaman neoliberales (o viceversa) y denigran del Estado, a pesar de que éste mantiene la maquinaria del complejo militar-industrial, auxilia a los capitalistas para salvarlos de las crisis que ellos mismos provocan, y en los países desarrollados consume más del 40 por ciento del PIB. Los fascismos clásicos alemán e italiano eran antihebreos: gran parte de los modernos, incluidos algunos latinoamericanos, son sionistas y apoyan al Estado de Israel y sus prácticas. Los fascismos clásicos eran antisemitas, y los nuevos también: la categoría de “semita” no tiene ningún valor científico ni antropológico, pero se aplica a todas las variedades de los míticos descendientes de Sem, los pueblos árabes e islámicos, a los cuales los neofascistas discriminan o exterminan. Los fascistas clásicos idolatran la violencia contra los menos fuertes, y los nuevos también. Los fascistas clásicos se decían nacionalistas: los actuales deliran por entregar sus países y economías al capital extranjero. Los clásicos eran antiestadounidenses, los neos idolatran al Imperio que aplastó a sus antecesores, luego los utilizó contra la izquierda y mediante la OTAN los mantiene en condición de países ocupados. Todo ello urge a los países socialistas o simplemente progresistas a un examen de sus estrategias y políticas, a fin de hacerlas invulnerables a las arremetidas del brazo armado del capital transnacional.