Siempre temí volver a estos caminos. Son otros y son los mismos, son muchos los fantasmas. He vuelto cuarenta años después.
No sé cómo puedo llegar a la curva y que asomen a un costado, al otro, las casas ancestrales. Cómo cruzar la cañada con tres piedras para salvar el hilo de agua. Cómo mirar el mamoncillo, sin que un sabor inconfundible suba a mis labios. Cómo tocar en el recodo, la flor aterciopelada de la carolina, cual si fuera abril.
Más allá, la pequeña escuela, aquella donde mi madre se estrenara. La maesta que llegó del asfalto, la que hundió sus zapatos altos en el surco humedecido. En algún sitio ha de andar el labrador —silbando su canción favorita―, el que a la vuelta será mi padre. Aquí comenzaron a soñarme.
“Aquí comenzaron a soñarme”.
Abro el portalón, después de los corrales sigo el trillo hasta la nueva casa. La naturaleza en esplendor. La palma solitaria erguida en la llanura. Allá, en el declive, como un trazo magistral, los caballos pastan.
Volver es renacer.
Mi prima Adelaida también ha vuelto, desde el otro lado del Océano, desde la torre Eiffel hasta Vegabotada, San Luis adentro, Oriente adentro. El que hunde su raíz en la savia familiar, jamás se pierde. Ella ha logrado reunirnos, reconstruirnos, rearmarnos. Ella nos ha sentado frente a frente.
Por un instante se hace el milagro: los teléfonos móviles ceden a la contada. La vida salta de la pantalla.
Y entonces, los años rasgan su tupido velo, el poeta saca la lira. Nombro a mis tíos patriarcas, a los primos de mi generación, uno por uno. La memoria se tensa. Sus dolores son los míos. La carne que ha mordido el tiempo es mi propia carne. Tiendo mi mano, guardo mi desconcierto, saco el pecho para las nuevas ramas.
A un costado, el cerdo gira en la púa. Los ojos se prenden a la piel dorada. Crepita la madera. La mesa pierde una astilla cuando dejan caer la ficha del dominó: estoy aquí, anuncia el doble seis… y eso, por supuesto, tiene su sonido.
“El que hunde su raíz en la savia familiar, jamás se pierde”.
El machete cae sobre el coco hasta que el agua escapa de la tierna masa. La yuca y el ñame dejan de ser insulto en las tarimas, el exotismo, la histeria. Ahora son las delicias que entran al tenedor, que se deshacen al primer contacto. Por sobre los olores, por entre los sabores, es Cuba la que flota. Es la paz.
Cuando pregunto el nombre de la pequeña, de la hija de José, me dice que es Marina, como su madre. ¡Qué bautismo de amor, qué esfuerzo por no rendirse! ¡Qué olas rompiendo siempre entre lo que se va y lo que comienza! Con sus ojillos clavados en los míos, regreso.
He vuelto cuarenta años después. Voy en reversa, voy en vilo, voy niño. Estos caminos todo lo pueden.