Evocando a Félix Masud en el centenario de Minnie Miñoso
Con todo el cariño para María Masud,
su primera mitad.
“Cuando nacemos ya traemos nuestra muerte escondida”, le dice un vendedor de velas —para mayor simbolismo— al personaje de Macario en la película del mismo nombre protagonizada por ese gran actor, recientemente fallecido, que fue y es Ignacio López Tarso, y añade de manera sentenciosa: “También puede estar afuera sentada en algún árbol que todavía no crece”. Para los muchos que conocimos y quisimos al hombre bueno que fue y es Félix Masud-Piloto, quien tuvo siempre un pensamiento para su patria, su temprano deceso está marcado por ese trágico destino que inexorablemente nos acompaña desde el primer día como simples mortales; “golpes como del odio de Dios”, al decir de Vallejo, para quienes en su cercanía le sobreviven.
Hijo del popular masajista de igual nombre en los equipos de béisbol del Marianao habanero y el Magallanes venezolano de mi primera infancia, fue hasta el final un cubano del Cerro, donde naciera —con sangre libanesa y criolla— y donde trascurrieron sus primeros años a la sombra del Gran Estadio en que trabajaba su padre. Aunque desde temprana edad vivió en Estados Unidos, país en que se formó como académico, profesor universitario y transcurrió casi toda su vida, como bien nos destacó en su momento otro hermano, Nicolás Hernández Guillén, “ni el calor equívoco de la Florida ni los crudos inviernos de Chicago pudieron menguar su cubanía”. Sumado desde su juventud a las causas que consideró justas, lo evoca en un mensaje que me escribiera a tenor de su vocación solidaria —asociada a la memoria del reconocido poeta beat Lawrence Ferlinghetti—, en su experiencia de la Nicaragua de los 80:
No llegué a conocerlo, pero tuve el honor de ser citado por él en su libro Siete días en Nicaragua libre (City Lights Books, 1984). Mi ensayo es de 1983, durante mis días más radicales y militantes. Como él visité Nicaragua por primera vez en 1984 en una misión de ayuda médica para los damnificados de la guerra de sandinistas frente a “los contras”. En 1995 visité la librería City Lights y me sentí conmovido por lo que el lugar representa. Además, encontré Siete días en Nicaragua libre en la sección de poesía latinoamericana.
Volvería a Cuba en 1979, como miembro del contingente Carlos Muñiz Varela de la Brigada Antonio Maceo, como nos recuerda Nicolasito:
A pocos meses del asesinato de Carlos, víctima del terror contrarrevolucionario, que lo halló culpable de tender puentes entre cubanos, (…) vino a continuar tendiendo puentes. Reiniciaba así una entrañable relación con su patria, que le traería de regreso innumerables veces y fructificaría en una múltiple y sostenida colaboración con diversas instituciones cubanas y una amistad franca y fuerte con muchos intelectuales y académicos de la Isla.
Lo conocí en 1995, en uno de esos viajes sucesivos a sus natales, y por ese azar que nos brinda la alegría de vivir, coincidimos y establecimos amistad al año siguiente, en mi primera visita a Chicago. Entre muchos episodios compartidos, hay uno que siempre sobresalió en nuestras afinidades, pues gracias a él conocí personalmente a quien fue mi primera leyenda deportiva, alguien llamado Saturnino Orestes Armas Miñoso Arrieta, más conocido como Minnie. Masud padre, masajista de los Tigres de Marianao, fue muy cercano a Miñoso, al punto de que para este el junior fue siempre “Masusito”. A partir de ese primer encuentro con el ídolo de mi niñez, se estableció en la madurez una relación renovada durante años en sucesivas visitas a la “Ciudad de los Vientos”. En la memoria compartida del cometa cubano, lazo generacional de nuestras respectivas infancias, es donde encuentro la forma más consecuente y entrañable de rememorar la sincera hermandad que me unió con Félix.
Casi medio siglo después de haber admirado al Minnie en su juego, me vi compartiendo con él comidas (“Asere, ya está el arrocendo”), partidos de dominó —como buen criollo negado a perder— o de béisbol, en el café-restaurante Slugeers Club, frente al mítico terreno de los Cachorros, el Wrigley Field; café donde existe un mural que recuerda su impresionante historial deportivo: “Seis décadas. Esta pared está dedicada a un ídolo de la niñez, amigo de mucho tiempo, y leyenda de Chicago”. El letrero evoca el haber jugado, aunque fuera de forma intermitente, durante esas fechas.
Al Minnie, “un ídolo de mi niñez, amigo en la distancia y leyenda del béisbol de Chicago y de Cuba” —parafraseando lo escrito en aquella pared que le dedicaran en el Slugeers Club—, quiero recordarlo también fuera del terreno, jovial y cubano en los varios momentos que compartimos, evocando cómo en los 50 paseaba acompañado por sus amigas Celeste Mendoza o Moraima Secada, o en la foto donde la estrella criolla aparece firmándole una pelota a otro ícono de multitudes, Nat King Cole.
Siempre atesoraré, entre otras anécdotas, aquellos encuentros de dominó junto a las fotos que los registran, donde se le ve concentrado frente a su data como si fuera el cajón de bateo. Como buen cubano, nunca se quiso dar por vencido. Me parece oírlo rezongar, porque la suerte nos favorecía a Félix y a mí —sin duda, inferiores a él en el juego—, y al filo de la madrugada, cuando denodadamente se adelantó en el acumulado, poner las fichas sobre la mesa y dar por terminado el torneo con un “es muy tarde”, acompañado de una expresión de gozosa complicidad.
Cuando en diciembre de 2014 el Minnie fue designado integrante del Salón de la Fama de la pelota criolla, al darle la noticia el amigo común me escribió:
Acabo de tener una larga conversación con el Minnie. Se siente halagado y agradecido por su elección en el Salón de la Fama del Béisbol Cubano. Está en total disposición de viajar a Cuba para recibir la placa, si la “organización” le permite tener esos días libres. Le expliqué que, de no poder ir, alguien de su confianza podía recibir la placa en su nombre. De inmediato me dijo que me autorizaba a mí. Le explique que sería un honor, pero que no estaría en Cuba el 28 y que preguntaría si era posible que me dejaran traerle la placa a mi regreso a Chicago el 21 de diciembre. Quedamos que lo llamaría el viernes para ver si él podría viajar a Cuba o no. Me confesó que ya lo habían llamado con la noticia (desde Miami), pero que nadie le había explicado el asunto como yo. Me lo agradeció y me expresó repetidas veces su alegría por el nombramiento.
Por esas extrañas vueltas de la vida, Miñoso fue encontrado muerto en su auto pocas semanas después —en marzo de 2015—, a resultas de un accidente vascular, cerca de una gasolinera del barrio de Lakeview, por más coincidencias, en las proximidades de la casa de los Masud, donde varias veces disfrutamos con él de la hospitalidad de María. De los últimos intercambios que sostuve con Félix conservo el compromiso de que me mandara algunas líneas de sus recuerdos sobre el memorable miembro del Cooperstown —donde por ironías de la vida ingresó años después de muerto—, pues el 29 de noviembre de este año se cumple el centenario de su natalicio. Según me dijo, algo empezó a esbozar, y seguro se solapó en los laberintos de su computadora.
Entre varias virtudes públicas, fue un consecuente aglutinador de la Sección Cuba de Latin American Studies Association (LASA), como miembro activo y dirigente de la misma, involucrado en todo momento junto a otros colegas, tanto en la participación de los cubanos de ambas orillas —por lo que mucho hizo durante años en diferentes direcciones—, como en los reconocimientos que se le hicieran a intelectuales destacados, lo cual me consta en los casos de Roberto Fernández Retamar y Ambrosio Fornet, por quienes sintió un particular afecto. De ahí que fuera un acto de justicia cuando hace 15 años se le otorgó la Distinción por la Cultura Nacional, algo que recibió con el orgullo y la alegría del gran cubano que fue. En una foto que recoge el instante, se puede adivinar la complicidad entre él y alguien de su total afecto, Abel Prieto —por la fecha ministro de Cultura—, cuando este le impone la medalla.
“Un ser de los que llevan luz”.
“Carnal”, nos llamábamos. Junto a María, su compañera de medio siglo, fue una parte entrañable de mi familia. Un ser de los que llevan luz. Como el ser humano generoso que fue, preside cada gesto, cada momento en la memoria que le sobrevive. Estoy seguro de que, frente a esa muerte escondida que dolorosamente nos sorprendió, nos pide tener presente, junto al amor a su patria y a sus seres queridos, elideal de felicidad celebrado por su tocayo, el escritor bejucaleño Pita Rodríguez, con su complicidad desde “el más allá”, en ese Olimpo que seguro tenemos reservados los ateos, haciendo votos por “una suave, egoísta paz que nos permita soñar”, y recordarlo.