Llega mi cumpleaños, y, como se supone que cuente algo, o al menos responda la pregunta retórica “¿Cómo te sientes?”, me dispongo a confesar lo que quizás no interese a muchos, pero basta con abrirme el pecho, porque de cierto modo debo justificar esta especie de micromemoria que mi edad reclama. Empiezo por lo obvio: soy hija de dos famosos, lo cual implica muchas cosas buenas y no tan buenas, algunas son freno y otras son impulso, aunque hace mucho tiempo que asumo esta condición como una terquedad de la vida, contra la cual no puedo luchar.
Mi madre, férrea, sabia y lúcida como el agua (verso de mi padre), era la persona menos tradicional que conocí en la vida. Exceptuando el voluntario segundo plano que ocupaba cuando estaba con mi padre en público, en el resto de las actividades cotidianas fue rotundamente iconoclasta. Eran su magisterio y su ojo crítico y experto para las artes visuales los bastiones que le dieron justa fama, siendo en lo demás, verdaderamente peculiar.
Le importaba un comino cumplir con el canon femenino, lo que se traduce en que si bien coloreaba de carmín sus labios, no maquillaba su rostro, no depilaba sus cejas, no permitía que le arreglaran las uñas, ni su ropa era de moda, ni sus zapatos cumplían el modelo de una dama, aunque admito que en su juventud, cuando ostentaba una bellísima figura (practicó el ballet clásico que luego detestó, porque admiraba todo lo nuevo, lo que irrumpía con fuerza, como la danza contemporánea), en esa época, repito, usaba unos tacones puntifinos que realzaban la belleza de sus piernas, pero más adelante, en la medida en que el implacable fue desplegando sus alas siniestras, mi madre optó por la comodidad que le exigían las múltiples fracturas que su esqueleto fue sufriendo. “Pero no me compres nunca zapatos que parezcan de vieja búlgara”, me dijo al recuperarse de una operación del tobillo izquierdo.
En otra ocasión, le dijo a quien era su alumna en los años setenta, Luz Merino (quien me lo contó cuando mi madre ya había fallecido): “Me encanta esta revolución, porque una puede salir a la calle en bata de casa y nadie te mira mal”. Tampoco tenía particular interés en su ropero. A los sesenta años decidió que tenía vestidos suficientes hasta que muriera, y que le bastaba usar una única cartera negra para todos los actos públicos. Su cabello dejó de ser lustroso más o menos a la edad en que contempló sus perchas de vestidos y las consideró suficientes, y se lo recogía hacia atrás, negándose a teñirlo. Sus únicas exigencias en cuanto a atuendos femeninos eran el perfume (primero, “Aires del tiempo”, y más tarde “Agua de Kenzo”) y usar joyas de plata legítima.
Como ama de casa, era más allá de descuidada. No por pose de liberación feminista, sino porque decía que el polvo le otorgaba aristocracia a los adornos, a los cuadros, a los espejos y a los muebles, y que frente a la tesitura de escoger entre dedicarse a sus libros o a las telarañas del techo, ella prefería lo primero. Jamás aprendió a cocinar, siendo su acción favorita frente a un fogón preparar huevos hervidos. Leía con la voracidad de la niña solitaria que fue. Devoraba libros en inglés (su lengua materna), en francés y en castellano, no solo de su materia, sino, sobre todo, novelas policíacas, de suspense, de intriga.
Cuando era pequeña, su madre la obligaba a tomar clases de piano, y ella escondía libros británicos entre las partituras, para leerlos mientras tecleaba las mismas notas. Una vez en medio de una conversación acerca del insomnio, dijo frente a mi padre, que se quedó atónito: “Nada como un buen crimen para conciliar el sueño”. Trabajaba con un ímpetu que resultó indetenible, desde que se iniciara como maestra de música a los dieciséis años, hasta que a sus ochenta y seis impartió su último taller en el departamento de Historia del Arte.
“Leía con la voracidad de la niña solitaria que fue”.
Entre nosotras existía una complicidad muy particular, quizás porque llevábamos el mismo nombre, o porque ambas idolatrábamos a mi padre hasta el delirio, o porque yo disfrutaba enormemente de su sarcasmo más inglés que cubano, o porque yo nací en un momento complicado, del cual hablaré a continuación, o quizás porque estudié Medicina, carrera que había sido su primera vocación, o por todos estos motivos juntos, quién sabe.
Fui engendrada en París, de manera que mis padres regresaron a la isla hermosa del ardiente sol conmigo en la panza de ella, una vez concluida la labor de mi padre en Europa Occidental. Corría el año 1961. En el mes de abril, mi madre fue a la tienda habanera Fin de Siglo para comprar pañales, sabiendo que se aproximaba el parto (Ya El Encanto había sido devorado por el fuego días antes, en un sabotaje monstruoso). Justo en el momento en que se disponía a pagar la mercancía, por los altavoces de la tienda anunciaron la invasión por playa Girón. Todos los presentes se paralizaron, y mi madre, que jamás militó en ningún partido político, que no era muy bien vista dada su condición de hija de una belga ciudadana de Estados Unidos, que despertaba suspicacia entre los mediocres porque hablaba varios idiomas, ella misma comenzó a cantar el himno nacional cubano, y todos en la tienda, absolutamente todos (dependientas, clientes, porteros), se cuadraron y la acompañaron en ese canto que más que una melodía era una proclama de libertad, un acto voluntario que apoyaba a la patria en aquel instante terrible.
Estoy más que segura de que era una socialista convencida, con la misma tenacidad con la cual rechazaba militar oficialmente en alguna organización política. Sacrificó muchísimos años y enormes esfuerzos en tareas comunitarias, se entregó en cuerpo y alma a la Universidad de La Habana, llevó a cabo incontables actividades sin recibir remuneración ninguna, pero jamás portó un carnet que diera fe de su consagración. No lo necesitaba. Una vez le pregunté si era comunista. Su respuesta, rápida y aguda, fue como una bofetada: “Lo necesario”, me dijo. Esa simple frase encierra todo su credo, todo su rechazo a fanatismos, y, a la vez, su adhesión ideológica.
“Sacrificó muchísimos años y enormes esfuerzos en tareas comunitarias, se entregó en cuerpo y alma a la Universidad de La Habana”.
En algún momento de la década de los ochenta, mis padres fueron invitados a recorrer las más importantes universidades de Estados Unidos, donde ofrecieron conferencias de diversa índole. En una de ellas, mi madre habló del genocidio que representa el bloqueo norteamericano a nuestro país, y una provocadora del público le dijo: “Yo prefiero que mis hijos mueran de hambre antes de someterse a un régimen comunista”. Se hizo un silencio aterrador en la sala, mi padre quiso reaccionar airadamente, pero mi madre se le adelantó, y en su exquisito inglés ripostó: “Señora, eso que usted ha dicho demuestra que no es madre. Usted parió, según parece, pero, madre, lo que se dice madre, no es”, y todos los asistentes la ovacionaron.
En cuanto a mí, debo decir que su afecto no era físico. Ya dije que no era tradicional en casi nada, por lo que no era de besuqueos ni de abrazos. Sin embargo, me consta cuánto me quería, cuánto sufrió con mis desdichas, y cuánto disfrutó de mis éxitos. Siendo yo pequeña, con ocho o nueve años, sin ton ni son me llamó a su dormitorio. Me pidió que me sentara a su lado, y pronunció esta frase desconcertante: “Si algún día tú asesinas a alguien, sea a quien sea, yo te apoyaré”.
En lo literario, era ella y no mi padre la primera lectora de cuanto escribí mientras la tuve a mi lado. Eran tan válidas sus observaciones, que yo confiaba ciegamente en sus críticas. Pondré un ejemplo al azar. En mi cuento “Tiempo de rosas”, yo decía que un domingo la mujer del cuento iba al correo a recoger un paquete que enviaba el padre de sus hijos, y continuaba la historia. Mi madre solía escucharme con los ojos cerrados, quizás para imaginarse las escenas que yo describía. De pronto, los abrió y casi en un grito, me señaló que en ninguna parte del planeta estaría abierta una oficina de correos un domingo, que por favor, arreglara ese disparate.
“Mi madre solía escucharme con los ojos cerrados, quizás para imaginarse las escenas que yo describía”.
Fiel a su lealtad siciliana (“No conozco a nadie más leal que Adelaida”, dijo mi padre en una ocasión), retiraba el saludo a los jurados que me negaban algún premio, por más que mi padre y yo le explicáramos que no era justa ni correcta esa actitud. Y en cuanto a mi práctica médica, desde que me gradué, no permitió que ningún galeno, excepto yo, le cuidara la salud. Modestamente le solicitaba que se dejara examinar por profesores míos, aunque solo fuera para corroborar la impresión diagnóstica que yo intuía, pero nunca lo logré. “Contigo me basta y me sobra”, decía, y fue así como asumí la enorme responsabilidad de ser su médica de cabecera hasta el día en que dejó de respirar. Concluyo esta evocación a mi madre precisamente en la noche que antecedió a su muerte. No se sentía bien, pero en lugar de solicitarme algún remedio, me dijo: “Laidi, ya esto no es vida. Por favor, cuéntame un chiste que sea bueno”. Lógicamente, la complací y reímos juntas. Después, ella, que fue radicalmente atea (no agnóstica sino atea), pidió al más allá no despertarse a la mañana siguiente. Los dioses, benevolentes, perdonaron su ateísmo férreo, complacieron su petición, y sin hacer ruido, mi madre no volvió a abrir sus ojos.
Mi padre era otra cosa bien distinta en cuanto a tradiciones, a cultura popular, a cubanía clásica, y a todo el bullicio que nos tipifica, entre otras muchas razones, debido al hecho de haber nacido en una casa llena de parientes, con una madre que cocinaba como los ángeles, y que albergaba a cuanto ser pasara por el hogar, a diferencia de mi madre, hija única y sin familiares cubanos. Mi padre ejercía su rol de cabeza de familia con majestuosidad y ternura inusuales. No tomaba decisiones sin antes consultar a mi madre, pero al cabo, era la suya la última palabra, casi siempre salomónica.
En nuestra casa era común hacer reuniones cuando debíamos decidir algún asunto importante, y a estas acudían también mi tío Manolo (el hermano favorito de mi padre), y tía María Lastayo (la mejor amiga de mi madre). Salíamos de dichos encuentros dispuestos no solo a cumplir lo acordado, sino, sobre todo, a sabiendas de que no debíamos revelar cuanto habíamos discutido.
“Mi padre ejercía su rol de cabeza de familia con majestuosidad y ternura inusuales”.
Guardo silencio, por respeto elemental, aunque haré una excepción porque me atañe directamente. Yo, que me había becado a los doce años sin pedir permiso a nadie, tuve a bien explicarle a mi familia que iría a cumplir misión internacionalista como médica. “¿Adónde piensas irte ahora, querida?”, preguntó mi madre, y acto seguido encendió el cigarro con el cual rompería su promesa de no volver a fumar, y que llevaba cumpliendo desde siete años antes. “Adonde me manden”, dije yo, con la ingenuidad, la inocencia y el fervor de la época. “Oh my god”, dijo ella, y exhaló una voluminosa columna de humo. Mi padre y mis tíos guardaron silencio, se limitaron a recomendarme cuidado, y me imploraron que les escribiera en cuanto fuera posible. De esa misión hablaré en otro momento. Ahora sigo con mi padre.
Mucho se ha escrito acerca de él, y no voy a repetir lo que yo misma he contado ya, me limito a su condición de papá amoroso. Cargo con cuatro nombres, de los cuales solo uno es el oficial: Adelaida, pero tengo otros tres, y el más lindo es el mote con el cual me llamaba mi padre. Soy Laidi como escritora y para los íntimos, era Lily para mi madre, y para él, Poupée, que significa muñeca en francés, de forma que muy tempranamente me convertí en la Poupée de papá, aunque mucho más adelante, él añadiría un nuevo mote para llamarme: Bella voce.
Durante los seis años que duró mi período de becada (secundaria y pre universitario), más los dos años de mi misión, recibí periódicamente cartas de mis padres, en las cuales sobresale a la perfección el carácter de cada uno de ellos. La pedagogía sin ínfulas de él, su sentido del humor criollo, las descripciones detalladas de cuanto hacía en su trabajo, en sus viajes, en sus compromisos, sus recomendaciones vitales para mi existencia, las sugerencias de qué debía leer, cómo huir de la perfidia humana, como encontrar felicidad en la vida, todo está escrito ahí, salvaguardado de la ponzoña del tiempo en el magnífico y voluminoso epistolario que me dejaron, y también aparece ahí la añoranza y el cariño dulce y discreto de mi madre. Dichas cartas constituyen uno de mis más grandes tesoros desde todo punto de vista. No recuerdo a mi padre regañándome, ni mucho menos usando violencia física. Era un rey apacible, cariñosísimo y comprensivo que solía preguntarme “¿Puedo hacer algo por ti, mi amor?, si me notaba taciturna. Era esa su inquietud permanente, hacer algo, lo que fuera. No solo por mí, sino también por mis hijos, a quienes amó profundamente. Fue él quien les enseñó a jugar ajedrez, a nadar, a leer, y a calcular distancias, velocidades y pesos.
En cuanto a mis años africanos, no quiero extenderme demasiado. Ya he escrito más de un libro de aquellos largos meses, y lo que me queda por contar no debe ser revelado de inmediato. Cada tema tiene su tempo, y no es éste el de África. Sin embargo, ya que estoy hablando de mí misma, y siguiendo mi hábito de no dejar títere con cabeza, debo decir que fue una experiencia invaluable en términos humanos, tanto por la bondad y el ancestral sufrimiento de los enfermos nativos, como por el descubrimiento espantoso de hasta dónde puede llegar la maldad de mis compatriotas.
En versión breve: Quien fungía como jefe de la brigada, me acusó ante el personal diplomático cubano de consumir marihuana y de ser informante del enemigo, casi nada. Fue la única vez que valoré el beneficio de la muerte de alguien, y lo confieso con vergüenza, aunque sé que mi madre me hubiera apoyado tal como me prometió veinte años antes de dicho impulso mío, y a sabiendas que dicho personaje maligno abandonó nuestro país poco tiempo después del regreso de la misión. Ignoro si mi nombre quedó reivindicado luego de acusaciones tan graves, pero nunca me he preocupado por ese detalle. Más vergonzoso debe ser el insólito hecho de que tuve que batallar contra la burocracia médica durante quince años consecutivos para que me dieran la medalla de internacionalista que me correspondía. En el primer lustro de esa reclamación, aduje que quería mostrar dicha medalla a mis hijos. En el segundo, que la anhelaba para mis nietos, y en los últimos cinco años que duró mi gestión, harta ya, grité a todo pulmón que exigía la condecoración simplemente porque la quería para mí, aunque solo fuera por pura satisfacción personal.
Por fin me la otorgaron, en un acto totalmente oficialesco y desangelado que se llevó a cabo en un parque, y solo la recibimos dos integrantes del grupo que había trabajado en Zambia: el hijo del doctor Orfilio Peláez, y yo. Del resto de mi brigada, muchos habían emigrado para ese entonces, y a unos pocos no les interesaba recordar aquella durísima experiencia, por lo cual rechazaron ser identificados, y por tanto, reconocidos.
Más tarde, el tiempo corrió a velocidad de relámpago entre consultas y libros, entre escaseces, crisis, amenazas y privaciones, entre viajes y regresos, hasta que de pronto me vi, como ahora mismo, huérfana de padres, de hijos, de antiguas amistades, en una isla tan amada como sufriente, empujando la misma carreta de mis antepasados, y habitando el mismo espacio donde mis famosos progenitores crearon sus fabulosos textos, que quedan para la historia cultural de este país.
En vísperas de cumplir 63 años, puedo asegurar que no me arrepiento de nada de cuanto hice, y que, dado el caso, repetiría las mismas locuras, los mismos descalabros, y depositaría en mis acciones la misma pasión que mi juventud me compulsó a derrochar cuando éramos felices y creíamos que era fácil tocar el cielo. Tampoco reniego de haber abandonado la práctica médica para dedicarme a contar cómo somos los cubanos y cubanas, cuáles nuestros sueños, nuestras frustraciones, y cuáles los preceptos que no estamos dispuestos a abandonar. Desde hace más de un cuarto de siglo, me acompaña Valladares, quien en la práctica fue el hijo de mis padres y el padre de mis hijos. Imposible no mencionar su nombre, porque él, testigo, cómplice y siempre a mi lado, es quien me devuelve a la realidad cuando mi espíritu, tan lastimado como crédulo, intenta levantar vuelo hacia los imposibles, ya sea a las alturas del firmamento, o en las turbias y cenagosas aguas de una tristeza infinita. De cierta manera, puedo decir que soy una persona feliz, y solo espero que me perdonen los muertos y los ausentes, que, de todas formas, me acompañarán hasta el fin de los fines.
Bellos recuerdos narrados con amor. A veces aflora una tristeza lejana, terca y resistente, innecesaria pero, útil para cruzar la vida, describirla, y salir indemne, más fuerte y contagiarnos con una grandeza que enaltece y humedece la mirada de quien se conmueve con la lectura de sus evocaciones