Evocación para un epistolario
Caía la tarde del sábado 23 de agosto del año 1969, cuando María Benítez puso en mis manos el centón epistolario de Emilito. Solo ella y los más allegados lo llamaban así. Para mí entonces, y por muchos años, sería el doctor Roig, el hombre que me abrió sus manos —amplia y generosamente— cuando llegué a visitarlo por primera vez en septiembre de 1959.
Al tener en mi poder tan precioso legado, obtenía la más alta prueba de confianza de una mujer que, joven aún, conservaba todo el vigor del carácter y la fortaleza de espíritu que se puso a prueba en los meses finales de la vida de aquel a quien había amado por sobre todas las cosas.
Junto a las cartas, en una pequeña arquilla, estaban los objetos más personales y entrañables: el sello de marfil con dos manos entrelazadas que perteneció a los padres del Historiador: Emilio y Mercedes; a más de la cucharita y el vaso de plata del niño que vino al mundo el 23 de agosto de 1889, a las diez de la noche, en la casa de la calle Acosta, número 40.
Estaban también las fotos; de las primeras, la más singular para mí: aquella en la que aparece con la severa chaqueta de los alumnos del Real Colegio de Belén, luciendo la Cruz de Honor y otras imágenes de sus años iniciales.
A partir de aquel día, María y yo nos encontramos muchas veces. Su protección y amistad fueron como un legado angélico. Severa preceptora de mi propio destino, contribuyó decisivamente a mi formación, evocando alguna que otra vez aquellos días en que estuvo ante ella un joven sin haber cumplido aún 17 años, ávido de conocimientos. Mucho antes de su deceso —ocurrido el 14 de febrero de 2003—, María me confesaría que yo era como el hijo que no habían tenido.
Ese día al que me referí al comenzar esta introducción —necesariamente breve— se había producido la reunión de los amigos en el espacio donde se fundara el Museo de la Ciudad de La Habana en octubre de 1942. Cada 23 de agosto, para celebrar el cumpleaños de Emilito, a ese lugar acudirían: Ángel Augier, Salvador Massip, Sara Isalgué, Pedro Cañas Abril, José Luciano Franco, Enrique Gay Calbó, Hortensia Pichardo, Fernando Portuondo… Luego, vendrían otros: Juan Marinello y Pepilla, Carlos Rafael Rodríguez, Conchita Fernández, Raquel Catalá…
Al título de Historiador de la Ciudad, Emilito uniría siempre con orgullo el de esa otra obra no menos significativa, la cual —gracias al trabajo paciente y dedicado de las compiladoras— podrá ser ahora conocida. A lo largo de estas páginas aparecen las pequeñas batallas cotidianas que el doctor Roig libró para lograr una u otra pieza de museo, comenzando con el humilde ladrillo calcinado por el fuego que enviara un devoto desde la heroica ciudad de Bayamo, hasta su reclamo a la antigua Audiencia de muebles históricos que se hallaban arrumbados, cubiertos de polvo y olvido; o la gratitud a un alcalde benefactor que cede el lujoso quitrín de sus antepasados, con sus sillas de montar ricamente guarnecidas de plata…
El hilo conductor de este epistolario ve crecer al hombre en las múltiples facetas de su carácter, a pesar de haber hecho suyas las frases admonitorias del Apóstol: “Ahora, cuando los hombres nacen, están en pie junto a su cama, con grandes y fuertes vendas preparadas en las manos, todas las filosofías, las religiones, los sistemas políticos. Y lo atan, y lo enfajan —y el hombre es ya, por toda su vida en la tierra, un caballo embridado. Yo soy caballo sin silla”.
“El hilo conductor de este epistolario ve crecer al hombre en las múltiples facetas de su carácter”.
Supo ser bueno y generoso con todos los semejantes, reconociendo el valor de cada cual, respetando su integridad y singularidad. Las graves advertencias de su padre, contenidas en la carta más antigua que se conserva, quedaron además en su memoria. Los lectores han de encontrarla entre las primeras, al igual que el tierno amor materno o la vocación mística de su hermana Graziella, religiosa confesa. Entre el uno y la otra se conservó una relación admirable: ella profesó la fe redentora y, a la vez, el amor hacia el hermano agnóstico, rebelde ante la educación confesional y la militancia en partidos políticos, reacio a las formalidades académicas, inclaudicable batallador por el conocimiento de la historia patria, que supo abordar los temas más complejos de las relaciones de Cuba con los Estados Unidos de Norteamérica, subrayando el insoslayable papel que amigos generosos y fieles a Cuba desempeñaron en horas críticas, sin jamás abandonar al pueblo magnánimo y noble que supo ofrendarlo todo por la liberad.
Periodista disciplinado, sus contribuciones a los más prestigiosos periódicos y revistas de Cuba y de otras latitudes fueron cuidadosamente coleccionadas por María y por el escaso número de colaboradores, entre ellos su valiosísimo referencista, Alfredo Zayas Méndez, o Gladys Monteagudo Soler, por solo citar a los que conocí y luego me acompañaron en la etapa nueva, azarosa e incierta que comenzó tras el deceso de Roig el 8 de agosto de 1964. Agradezco sinceramente a la doctora Violeta Serrano, quien me apoyó en mis propósitos. Gracias a ella y a otros amigos se comenzó a rearmar el espacio material.
Todas las mañanas, María Benítez ocupaba la mesa que rescatamos entre otros muebles dispersos en el Instituto de Historia, el Archivo Nacional y otras dependencias de la Academia de Ciencias adonde fueron destinados. Ella aparecía como en la imagen que se reproduce en el libro, y al alcance de su mano, siempre estaban la colección facticia, los libros publicados y el pequeño armario en que se guardaban las cartas. Solo María y yo poseíamos la llave.
Ahora que han pasado tantos años, acudo al jardín del Convento de San Francisco de Asís, adonde llevé los restos de mi maestro y años después las cenizas de María. Nacida en Bahía Honda, en la provincia de Pinar del Río, el 8 de diciembre de 1915, cuidamos de ella hasta el final de sus días cumpliendo un secreto mandato.
Esos son los fundamentos de nuestra obra: la memoria asistida hoy, y siempre, por la gratitud. Solo el amor salva.
Tomado del libro Legado y memoria, de Eusebio Leal Spengler