No sabemos si el centenario del natalicio del escritor camagüeyano Rolando Escardó será objeto o no de alguna celebración. Ojalá así sea, porque bien lo merece. Nosotros, desde las páginas digitales de La Jiribilla, intentaremos un sucinto acercamiento a su vida y obra.
No fue Rolando, en modo alguno, un autor que pasara inadvertido. Muy pocos días después de su muerte, José Lezama Lima escribía este comentario:
“Su verso nos da la sensación de algo que se sujeta trágicamente con las dos manos, mientras un rumor parece invadir el amargo sembradío de cactáceas, como el sombrero aguantado con los dientes por los ganaderos de reses bravas”.

Y para nuestro amigo el ensayista Enrique Saínz, fallecido tres años atrás, Rolando es un “poeta conversacional y mucho más, de una intimidad que él sabía suficiente para comprender y comprenderse, poeta del diario vivir en sus acciones más simples y al mismo tiempo más misteriosas, y poeta asimismo de experiencias que se confunden con el hambre, el insomnio, la sed, el miedo, de tan entrañables e imprescindibles y desconocidas”.
Démosle ahora a Escardó la oportunidad de expresarse:
Desde hace tiempo,
meses, semanas, no sé,
tiempo angustioso y lento,
solo puedo pensar y pensar y pensar.
(“Rostro del tiempo”)
Escardó vivió 35 años. Y su muerte en accidente automovilístico en las cercanías de la ciudad de Matanzas, el 16 de octubre de 1960, truncó la vida de un poeta que no llegó a ver publicado su primer libro, pero sí dejó recuerdos y obra suficientes para que todavía hoy se le lea y estudie con ese interés que siempre despiertan los autores “elegidos”.
“Su verso nos da la sensación de algo que se sujeta trágicamente con las dos manos, mientras un rumor parece invadir el amargo sembradío de cactáceas, como el sombrero aguantado con los dientes por los ganaderos de reses bravas”.
Nació en Camagüey un siglo atrás, exactamente el 7 de marzo de 1925. En la natal ciudad transcurrieron los años de juventud y formación básicamente autodidacta, marcada por su apego a la poesía de José Martí, de quien llegó a editar una selección de versos en 1951.
Estos años de la década del 50 del pasado siglo XX los vivió inmerso en las actividades revolucionarias clandestinas. Fue encarcelado, se le persiguió y por último, en 1958, emigró hacia México, donde se hallaba al triunfo de la Revolución.
Entonces, al regreso, ocupó responsabilidades diversas, fuera ya en el nuevo desarrollo agrario del país o en la organización de cooperativas de carboneros en la Ciénaga de Zapata. También realizó trabajos de espeleología y, por supuesto, hizo notar su presencia en las letras a través de las páginas de Lunes de Revolución y otras publicaciones. Organizaba el Primer Encuentro de Poetas Cubanos, que se celebraría en Camagüey, cuando el citado accidente segó su vida.
“Y para nuestro amigo el ensayista Enrique Saínz (…) Rolando es un ‘poeta conversacional y mucho más, de una intimidad que él sabía suficiente para comprender y comprenderse, poeta del diario vivir en sus acciones más simples y al mismo tiempo más misteriosas’ (…)”.
Al lector que desee adentrarse en su obra le proponemos consultar Libro de Rolando, con prólogo de Virgilio Piñera, de 1961; Las ráfagas, prologado por Samuel Feijóo, también de 1961; Antología mínima, prologada por Félix Pita Rodríguez, de 1975; Órbita de Rolando Escardó, con prólogo de Luis Suardíaz, y Obra poética, cuya selección y anotaciones corrieron por Enrique Saínz.
Quienes lo conocieron aseguran que poseyó Rolando una personalidad con rasgos marcadamente propios, muy apasionado por el quehacer cotidiano, capaz de explotar el zumo contenido en cada jornada. También debió tener bastante de soñador y tal vez algo de romántico, porque quiérase o no la lectura de algunos de sus versos nos revela la interioridad del individuo de intensa fantasía y lirismo.
“Quienes lo conocieron aseguran que poseyó Rolando una personalidad con rasgos marcadamente propios, muy apasionado por el quehacer cotidiano, capaz de explotar el zumo contenido en cada jornada (…)”.
Uno de los poemas suyos que por largo tiempo permanecieron inéditos, el titulado “La noche cae en mi alma”, recoge su autorretrato:
Rolando en la ciudad de años
confuso, amianto, sí, amianto
son mis carnes,
mi cuello y brazos largos.
Y mi alargado rostro de mamey,
la nariz como un pico sobre el labio
que ostenta un bigote de azafrán,
cuelga.
La obra de Rolando Escardó, al igual que su vida, conserva intacto el interés de los estudiosos y lectores de poesía. Y eso es algo que el bardo de “bigote de azafrán” consiguió con talento y empeño. Dos virtudes que no pueden faltar en un poeta que cumple su centenario con buena salud.