Como casi todos mis coetáneos, soy fan de la orquesta Aragón. En mi juventud pude asistir, creo que en el carnaval santaclareño de 1967, a una presentación suya donde Felo Bacallao, Rafael Lay y Pepe Olmos me prestaron buen auxilio en mis desastrosos revoloteos tras las sombras de las muchachas en flor. Soy pésimo bailando, pero algunos pasillos del chachachá los pude aprender de niño, y también –más suaves– los de muchos boleros-cha como “Canta lo sentimental”, “Nosotros” y “Canta corazón”.
Tras la muerte de Lay pensé que esa orquesta nunca sería la misma. Pero sí lo fue. Sin ninguno de los ya mencionados, pero también sin Richard Egües, el sonido Aragón se salvó gracias a la astucia e inteligencia de Lay hijo, porque ganó para el proyecto a los vocalistas adecuados, entre ellos, Sixto Lorente, el Indio, quien lamentablemente acaba de fallecer.
Pero mis días de más movidos recuerdos relacionados con este excepcional intérprete los sitúo en la época en que él integraba la villaclareña orquesta Aliamén, allá por los 80 del siglo pasado. En mano a mano de improvisaciones con Tony Guzmán, a las que alguien –tal vez uno de ellos– bautizó como “No quiero balacera”, ambos sentaron cátedra y nos dejaron sin aliento, bañados en sudor y con la adrenalina a todo tren.
Hombre elegante, con don de gente y voz y afinación bordadas a mano para las orquestas charangas, el Indio se paseó por muchos años, en su bicicleta montañesa, por la calles de Santa Clara, repartiendo saludos, afabilidad, buen humor, cubanía. Nunca lo vi en otra actitud que no fueran de decencia y caballerosidad. De aquellas memorables jornadas en la plataforma del estadio Sandino atesoro en el recuerdo, como números que marcaron mi preferencia: “La olla dice”, “Ay, Mamá” y “Tembló la calle”.
“Me despido del gran cantante parafraseando un bolero y diciéndole que me hubiera gustado ser su amigo”.
Los aspirantes a poetas que éramos entonces llegábamos a donde estaba marcada su actuación, comprábamos un cubo de cerveza, a sesenta centavos la unidad, y muchas veces hasta abandonábamos la persecución de gacelas (nuestra preferencia por las de mulatez esplendente) porque nos interesaba más oír que bailar o conquistar. Oír aquello era como asistir a la ópera. El baile quedaba para ellos, los músicos, que lo hacían mucho mejor que nosotros con sus coreografías escénicas. Y las conquistas también, por supuesto. Entre mis escasos triunfos donjuanescos de aquellas jornadas hay uno al que mi ego regresa con frecuencia: fui novio efímero –puede que por carambola– de una mulata esplendente que antes lo había sido del Indio.
Sixto Llorente y yo no fuimos amigos, pero lo admiré en todo su recorrido artístico –también con Manolito Simonet– por su talento y elegancia. Y a esa admiración le sumo el respeto por su demostrado amor a la ciudad de Santa Clara, terruño de adopción adonde llegó procedente de Cruces. Su muerte física lo inscribe en la tristísima lista de creadores de estos predios que en el breve plazo de unos meses hemos visto decir adiós para siempre.
La última vez que estuvimos cerca fue en nuestra feria provincial del libro, en 2015, cuando vino con la Aragón para participar en el programa artístico colateral del evento y pidió cantar en el espectáculo de inauguración, frente a la biblioteca. Lo hizo, como siempre, con gracia y pasión.
Ante esta nueva pérdida para la cultura cubana, para ser coherente con su vida dedicada a la música, me despido del gran cantante parafraseando un bolero y diciéndole que me hubiera gustado ser su amigo, porque aunque “esta tristeza se niega al olvido, como la penumbra a la luz”, tengo la esperanza de que “quiera el destino que pueda volver”, aunque solo nos llegue, con su transparente voz, en un montón de audiovisuales y grabaciones.
Santa Clara, 12 de julio de 2021