Escolios para dos orillas

Rafael de Águila
19/8/2020

Un fin puro demanda medios puros

Mahatma Gandhi

 

Schollium No. 1. Viajé a Miami un 25 de agosto, hace poco menos de un año. En 1936 mi padre había viajado allí como primer becario gratuito de procedencia latinoamericana del Toccoa Falls College, en Georgia. Uno de mis anhelos era visitar ese sitio. En mi equipaje llevaba fotos de la presencia de mi padre allí, su figura ―entonces juvenil― en los claustros del College, en mitad de bosques de coníferas, en una suerte de balneario, lo que parecía ser un lago, una biblioteca, bellas cabañas de madera, todo muy estilo farmer, una imponente cascada. Antes, desde La Habana, localicé el correo electrónico del actual Toccoa Falls Institute. Les escribí. Jamás me contestaron. De seguro no tendría yo los medios necesarios, como finalmente ocurrió, para viajar a Georgia. Era mi primer viaje a Miami. A USA. El país mítico de mi infancia: mítico desde los relatos de mi padre, fallecido infortunadamente cuando apenas sumaba yo 14 años. A la salida del enorme y muy moderno aeropuerto alguien me preguntó algo, en inglés. Su acento lo delataba. Y el rostro. Las maneras. En el mismo idioma le hice saber que podía hablarme en español: soy cubano. ¿Cubano de Cuba o de Miami?, quiso saber. Todos los cubanos somos de Cuba, le dije, todos somos lo mismo, llevamos lo mismo dentro, Martí y las palmas. Dije aquello y, lo confieso, los ojos me brillaron, acuosos. El hombre se detuvo. Me miró, muy serio. Sus ojos replicaron el brillo de los míos, quizá me engañe, pero los suyos brillaron más. Yo también soy cubano, carajo, dijo. A modo de presentación pronunció nombre y apellidos, yo los míos, él me apretó duro un hombro: vivo aquí hace más de 30 años, y claro que somos lo mismo. Miró al suelo, movió a un lado y otro la cabeza: Martí, carajo…, y las palmas, a ver, deme un abrazo, hermano. Y nos abrazamos, emocionados.

Schollium No. 2. Palestinos y hebreos compartieron la misma tierra por miles de años. Desde 1949, no obstante, unos y otros se matan. Urge reconocer que no poco se mataron antes. El colonialismo inglés incentivó ―y se aprovechó― de eso. Transcurridas siete décadas, pocas familias, sean palestinas o hebreas, no evocan antepasados a los que la muerte, las heridas, la prisión o el golpe no llegaran desde las acciones del otro. Las autoridades de un día ―y a lo alto deben elevarse todas las plegarias― en rapto de sacro valor y honorable cierre de página alcanzarán a firmar la paz. Será necesario, sin embargo, firmar la paz, la verdadera, en el corazón de cada familia, de cada hogar, de cada ser. Será necesario el abrazo de todos. Mancomunado. Sanante. El perdón. Será necesario aquello que Mohandas Karamchand Gandhi, el Mahatma, como le llamara Tagore, pregonó en función de unir a hindúes y musulmanes. Ello no fue posible, sin embargo: aún hoy India y Pakistán, hermanos ancestrales, se asedian amurallados detrás de una frontera ―absurda― trazada sobre la tierra. Será necesario la grandeza de alma de Nelson Mandela quien, pudiendo dividir a millones desde el odio y la venganza, los unió en la armonía y la hermandad. El odio étnico, el racial, el religioso, el ideológico desunen. Dividen. Enemistan. Destrozan. Lanzan a hermanos a desgarrar y a odiar a hermanos. El odio, cualquiera de ellos, trasuda y penetra desde el fundamentalismo, esa desatinada plaga de nuestros días. Todo fundamentalismo odia y todo odio es fundamentalista. En tanto humanos hemos sido, somos y seremos, por naturaleza, diferentes. Los genes que nos saltan en el cuerpo y las curvas que se dibujan sobre nuestros dedos lo corroboran. Los humanos, todos, llegamos de un mismo tronco. Un mismo brote. Los cubanos compartimos historia, idioma, origen, idiosincrasia, vicisitudes. Todos somos algo negros, algo blancos, algo chinos, algo taínos. Unos más, unos menos. Unos veneramos el Viejo y el Nuevo Testamento, otros solo uno de ellos, otros adoramos orishas, otros somos ateos. Todos iguales. Unos concurrimos a la izquierda, otros a la derecha. Otros somos apolíticos. Todos iguales. Así ha sido, así es hoy, y así será siempre el homo sapiens. Diverso. Diversos y, sin embargo, lo mismo. Atizar enconos es atizar el fundamentalismo. Atizar odios. Todos, como escribiera Shakespeare, estamos hechos a la justa medida de nuestros sueños. Todos de la misma sustancia: polvo de estrellas. Y todos los cubanos exhibiendo lo mismo al centro del pecho: Martí y las palmas.

Schollium No. 3. Nací en Cuba, en La Habana. En La Habana he vivido por más de 58 años. La Habana: capital de todos los cubanos. Así lo sostiene el slogan. Emociona ese slogan. Es en extremo martiano: ¡todos los cubanos! No de aquellos que lucen la piel oscura, o de los mulatos, o de los blancos, o de los indios, o de los descendientes de chinos, o de los católicos, o de los protestantes, o de los yorubas, o de aquellos que concurren a la izquierda, a la derecha, al centro, o aún de los apolíticos. Todos los cubanos. No valen fundamentalismos. No vale el odio. Diversos y solo uno. Árboles todos de un mismo bosque. Ramas de un mismo tronco. Podremos unos y otros ser yorubas o descendientes de españoles, tainos o protestantes, católicos o de piel oscura, de izquierda o de derecha, sustentar ―pacíficamente― odios excluidos, que los problemas se resuelvan desde este credo o desde aquel otro: siempre seremos cubanos. Hermanos que dialogan. Nunca hermanos que se matan. O se odian. O se excluyen. Para eso debemos perseverar. Respetar al otro no obstante las naturales y siempre eternas diferencias. Vivir en armonía es respetar la diversidad. La unanimidad es un mito. La uniformidad una farsa. La heterogeneidad y el pluralismo, cualquiera de ellos, sexual, racial, religioso, ideológico… es concomitante al homo sapiens. El homo sapiens solo debe excluir lo que al homo sapiens resulte lesivo. El fascismo, el nazismo, el apartheid, el genocidio, la esclavitud, la tortura, por ejemplo. En Miami caminé, brevemente, por la calle 8. Brevemente porque me anegó una tristeza enorme. No regresé otra vez a aquel sitio. Como millones de cubanos visité en Key West una enorme boya roja: marca el punto más septentrional de USA, el más cercano a Cuba. Recordé la frase, rotundamente poemática de Virgilio Piñera, como la he recordado en tantos sitios de Cuba: el Turquino, la sacra casita de la calle Paula, Bariay, Santa Ifigenia, Bayamo, El Cobre: La isla en peso. Un peso que todos llevamos dentro como se lleva un altar. Como se carga una estrella. Y como en cada uno de esos sitios, allí, en Key West, junto a aquella boya roja, mirando al sur, a la patria, los ojos se me llenaron de lágrimas.

Schollium No. 4. En Miami encontré mucho fundamentalismo. También ―he de decirlo, con absoluta claridad― lo he encontrado en La Habana. En Miami encontré a cubanos, por ejemplo, muchos cubanos, familia, incluso, que sostenían que los demócratas, todos los demócratas, eran comunistas. Que el Washington Post era comunista. Que el New York Times era comunista. Que Barack Obama era comunista. Que la CNN era comunista. Que los negros no deberían tomar cervezas en el mismo bar al que acudían los blancos. Que a los gays o lesbianas habría que recluirlos en una isla desierta, que vivieran allí, solo ellos. Que tener un sistema universal de seguro médico o acceso universal a la salud era comunismo. Que limitar el acceso a la compra de armas de fuego, armas catalogadas como de combate ―léase fusiles de asalto M16, M4, o AR15― era comunismo. En esta casa solo se reciben noticias de la Fox News, escuché no pocas veces. A todos los comunistas habría que fusilarlos, me dijo alguien. Me asombró encontrar a muchos cubanos adorando a Donald Trump, así, literalmente, como se adora a Dios padre: saldremos a defenderlo con las armas en la mano, se me dijo aludiendo a la posibilidad de que el Presidente fuera destituido por el impeachment. No mando dinero a mi familia, se me explicó, porque no quiero alimentar al régimen. Recordé al Generalísimo, aquel, su muy certero juicio: el cubano o no llega o se pasa. Duele ese pasarse, de un lado o del otro. Me asombró constatar la muy vasta teleaudiencia de cierto programa televisivo. Chanchullo, del peor. Pedestre. Bajo. Rezumaba odio, además. Más que polarización: odio. Me afilié, sin embargo, al programa de Jaime Bayly, el novelista y comentarista peruano, por dos horas analizaba los más variados e intrincados sucesos políticos de la región latinoamericana, con inteligencia y sagacidad. Podían compartirse o no sus postulados, mas la madeja navegaba desde lo estrictamente racional, lo culto, lo inteligente, no faltaban ironías o sarcasmos, mas era atendible. Respetable. Un intelectual. No un ser pedestre. Me temo que aquel que asume lo pedestre en realidad lo simula: sabe exactamente lo que hace y por qué lo hace. Dinero. Bussiness. Teleaudiencia. Son las rules del game. Los odiantes demandan odio. El odio y lo pedestre pagan bien. Devienen industria. Garantía de aceptación y/o trabajo. Lo señalé allí a quienes me recibieron. Lo expliqué a los amigos. A la reducida familia. En la Edad Media, de la mano del fundamentalismo religioso, se solía excomulgar. Ex communicatio. Hoy ―y no poco― el fundamentalismo ideológico incurre en ello. Para no ser excomulgado se adopta esa otra práctica ancestral: la simulación. Se simula para ser incluido en bussinnes; tener ganancias, tener audiencia. Se simula para ser aceptado institucionalmente. Un hombre que no dice lo que piensa no es un hombre honrado, nos legó el Apóstol. El fundamentalismo y el odio generan exclusión: el temor a la exclusión ―en los negocios o en la vida institucional― engendra al simulador. La cultura, el respeto a las diferencias, en suma, el ethos deviene escudo contra todo fundamentalismo. El odio es su fuente y acíbar. El respeto su cura y lenitivo.

Schollium No. 5. Soy un hombre de izquierda. Tengo amigos a la izquierda y amigos a la derecha. Y amigos a los que una y otra posición nada dicen. Solo desean vivir: ser felices. Prosperar. Respeto y escucho a cada uno. Mi lema es el de Voltaire: aborrezco lo que dices mas haría cuanto estuviera en mis manos para que disfrutes el derecho a decir lo que dices. Cuando descreo de lo que alguno defiende, armoniosamente, sostengo: no pienso como tú, pero respeto lo que dices. Y juntos compartimos té verde o cerveza, y juntos sonreímos al ver pasar la bella chica. Uno de los principios de las artes marciales resulta no odiar al oponente. Corazón limpio. Ser hoy de izquierda, como lo entiendo, es ser estrictamente democrático, humanista, respetuoso de todos los derechos, honesto, sincero, virtuoso, defensor de la verdad, martiano: con todos y para el bien de todos. No despreciar por razones étnicas, de género, raciales, sexuales, religiosas o ideológicas. No excluir. No odiar. A uno de esos amigos, ideológicamente de derecha, colega escritor, comenté que de hallar el marco, me gustaría participar en Miami en algún foro, como creador, como intelectual. No, fue su respuesta, en Miami es un error, es imposible la menor defección ideológica, no lo hagas. Le agradecí. Mucho agradezco a ese amigo. Mucho a otros, a sus antípodas ideológicas. En el 2008 viajé a Kuala Lumpur, auspiciado por el maravilloso Malaysia Trainning Course Programme (MTCP). Cierta noche visité un hotel de esa ciudad, compartíamos el elevador cierto número de seres. Uno de ellos, desde su inconfundible manera de moverse, de estar de pie, de mirar, de introducirse simplemente las manos en los bolsillos se me antojó cubano. Tú eres cubano, le espeté, sin alcanzar a contenerme, en español. El hombre, asombrado ―Malasia se levanta al otro lado del mundo― me dijo: sí, coño, de Camagüey, ¿y tú? De La Habana, dije. No faltó el abrazo. La risa. Llevaba yo una botella de ron, Havana Club, comprada en Cuba. Una botella en plan de obsequio para otra persona. La compartí con el compatriota. Hace cinco años emigré a México, contó, soy entrenador de remo, la política no me interesa, quiero vivir mejor, tener un carro, una buena casa, viajar por el mundo…, en México no me fue bien, y acá estoy…, entrenador de una Universidad. Por unas horas fuimos allí, en Kuala Lumpur, lo que seremos siempre. Hermanos. Dos cubanos que se encontraron en las antípodas del terruño. No importó si gay, si yoruba, si de piel oscura, si de derecha, si apolítico. En Miami encontré a amigos, que jamás protestaron por algo mientras vivieron en Cuba, instando a todo visitante que llegaba de la Isla, incluso a mí, a protestar. A no pocos intelectuales, músicos, escritores y artistas se les insta a eso. Se les conmina a declaraciones. Se les promete ventajas, trabajos, contratos. Las posiciones se compran. Y muchas veces, presumo que muy a pesar de quien se deja comprar, se venden. A un amigo escritor ―colega que vive acá en la Isla, cuyo pensamiento no es en modo alguno oficialista―, el hijo de un muy admirado poeta cubano no dudó en el estrafalario despropósito de retarlo a duelo: eso ocurrió allí, en Miami, por motivos ideológicos, hace tan solo unos dos años. Pudo ser una catástrofe. El odio entre hermanos la hubiera guiado.

Schollium No. 6. Acá, en La Habana, excluí recientemente de mis contactos en Facebook a una muy bella chica. Se ufanó en esa red social de la baja mortalidad en Cuba a consecuencias de la pandemia, esa que a todo el planeta ataca, asesina, enferma, recluye, hambrea, duele y entristece. La chica comparaba la reducida mortalidad de nuestro sistema de salud con la mortalidad ―infortunada y triste― resultante de la enfermedad en USA. Lo hacía como si se tratara de una medalla de oro disputada y ganada en una Olimpiada, no de la muerte de seres humanos. A un extremo de su post una figurilla, socarrona, exhibía la lengua. Censuré a la bella chica esa conducta. Si Ud. supiera, me escribió, cuantos en esta red social, solo por defender mis ideas, han llegado a desearme hasta la muerte de mi pequeño hijo. Ah, debemos estar alertas: el odio engendra odio. Se necesita la grandeza de Martí, de Gandhi, de Mandela en función de anular al segundo no obstante la execrable presencia del primero. No hablo desde credos religiosos: quien esto escribe es absolutamente ateo. Sustentar ideas: sí. Hacerlo con humana limpieza de alma y de armas: imprescindible. Penoso que a resultas de lo anterior muchos me atizaran en esa red social. Cierto profesor universitario inquirió: ¿desde dónde le llega a Ud. ese humanismo? Presumía, de seguro, alguna inexistente raíz de origen místico, un postulado bíblico. De Martí, le dije, de mi abuelo paterno, matancero, coronel mambí. Un error, escribió, con el enemigo no es posible ser humanista. Muy triste eso. ¿Desde dónde llegó semejante concepción? ¿No es el enemigo humano? El fundamentalismo bulle y el odio excluye. La ideología o el credo político no pueden deshumanizar. Nada puede alcanzar a hacerlo. Si el enemigo olvida humanidad y asume esa condición desde las armas ―matar y herir para triunfar― llegará, desde luego, el carácter defensivo de mis armas. Y aun así: sin odios. Caballero aun contra tunantes. Bondadoso aun contra malvados. Presto a asistir al contrincante si es herido, a respetar su integridad ―física y moral― si rinde las armas. Verbo y credos pacíficos: ah, cada uno tiene derecho al suyo. El oponente ideológico es solo un humano que piensa diferente. En noviembre de 1997 asistí en Ciudad México a un seminario internacional. Participaban especialistas de Europa, USA y toda la América Latina, también el Caribe hispanoparlante. La última noche tuvo lugar una cena de despedida. Una vez terminado el convite, uno de los conferenciantes ―quien lo hizo no era precisamente latinoamericano―, se puso de pie, demandó silencio y extendió su copa. Brindo, dijo, por Cuba, y lo hago porque hoy ha muerto uno de sus enemigos, quiero invitar al colega cubano acá presente, y a todos ustedes, a que brindemos hoy por la muerte de un enemigo de Cuba. Yo no había escuchado ese día noticia alguna. No sabía quién podría haber tristemente fallecido. Tristemente porque se trataba de un ser humano. Inquirí acerca del nombre del infortunado difunto. Infortunado. Fuera quien fuera. Todos los ojos fueron sobre mí. Me puse en pie: a los cubanos, dije, muy serio, José Martí nos inculcó la idea de la fraternidad humana, el dolor de un solo ser es el dolor de todos, con esa idea hemos sido educados, lamento profundamente la muerte de cualquier ser humano, por ello no me es posible aceptar su brindis, propongo a todos expresar nuestro común pesar por ese fallecimiento, y brindar, eso sí, por la hermandad de todas las naciones acá presentes. Todos aplaudieron, de pie. Quien propusiera el brindis sonrió y bajó, quiero pensar que apenado, la cabeza. Horas antes había fallecido en Miami un muy connotado líder del exilio, un adversario ideológico, un… ser humano.

Schollium No. 7. Existe una industria del odio. No admitamos ser materia prima para esa industria. Como ethos. Como profesión de fe. No importa el sitio sobre el que se levante nuestro hogar, nos ganemos el pan o caminen nuestros pies: todos somos cubanos. Hermanos. Seamos dignos de eso. Respetemos eso. Digamos no al odio. No permitamos se nos coloque ventajas en las manos para que lo refundemos y lo alcemos como estandarte. O dinero para que devengamos sus defensores. No se es meretriz solo desde el ejercicio del sexo. Es penoso ver a un presentador televisivo ―cubano y hermano― atizarlo. Es penoso ver a artistas, escritores, intelectuales, músicos ―cubanos y hermanos― incitarlo. Es penoso ver a alguien ―quien sea, donde sea, detente la responsabilidad que detente, viejo o joven, negro o blanco, de izquierda o de derecha, mujer u hombre, ateo o religioso, gay o heterosexual― erigirse paladín del odio. El lodo enloda. Los valores democráticos en este siglo XXI suponen no solo el acatamiento de la voluntad de las mayorías, sino el respeto irrestricto a los derechos inalienables de las minorías. Todas las minorías. Las ideologías podrán ser diferentes. Las razas. Los géneros. Las religiones. Las preferencias sexuales. El sitio en el que vivimos. Todos, sin embargo, estamos hechos de la misma maravillosa y respetable sustancia. Y todos los cubanos llevamos al centro del pecho, rutilante, como se lleva una medalla, un altar, una estrella, como latente se lleva el corazón cierta sacra idéntica dualidad: Martí y las palmas. Que el respeto a las naturales diferencias enaltezca. Que desde esas diferencias no emane ―furibunda y enajenante― esa pareja falaz: el odio y el fundamentalismo. Diferentes e iguales. Sobre todo, en las adversidades. A mayor infortunio mayor hermandad. Eso. Y en el pecho, puro, limpio, digno: Martí. Sí. Martí y las palmas.

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