Entrando en la fiesta
11/5/2017
Grande es el poder de la poesía, porque ella es también una fe: una extraña fe en la belleza y en la justicia, en la mirada del individuo sobre la complejidad de su propio destino, en la lucidez de la angustia y la claridad de la esperanza.
La poesía lo junta todo, porque mientras más rica es emocionalmente, más razón tiene en todo lo que dice; porque en la medida en que individualiza con mayor penetración, más colectiva resulta en el ardor de sus médulas profundas.
Foto: Nelia B. Moreno
La poesía es una locura que sana, una demasía que armoniza, una paradoja que se verifica a cada segundo, un acuerdo en la soledad, una tregua en la pulsión, un pragmatismo de lo gratuito, un canto de cisne y una alondra olímpica.
La poesía si se escribe es bueno, si se improvisa también, si se canta en la basílica o en el callejón, de igual modo; si se pinta adquiere energía y color, pero es mucho mejor aún, si se vivencia solo o con los demás como un acto sublime o una virtud.
De cuando en cuando, para tornar vegetativa el alma, es muy bueno que los individuos y los pueblos se junten bajo el árbol de la fraternidad e intercambien sus ritmos y sentimientos, como quien multiplica los panes y los peces.
En los panes de la poesía brillan en silencio los ojos de los peces, y hay tal naturalidad en el milagro que todos los que concurren crecen de pronto unos palmos de espíritu, trazan una incandescencia verde en los pechos unidos.
Vámonos de romería, que no hay mayor festejo que el de la hermosura y la amistad, andando tras la poesía, que es la madre de la memoria y la ilusión, la hermanita del pobre y del triste, la compañera de todos los que sueñan.
No hay pueblo en el mundo para irse de romería, de brazos de los versos, como el bello Holguín, que parece, cuando se atavía para la fiesta, un colorido manojo de mangos en el gajo, y vibra como una campana llena de orquestas íntimas.