Entendiendo a través de Wifredo (y sus herencias)
8/7/2019
A Wifredo Lam una vez le sugirieron que para ganar 20 mil dólares solo tenía que pintar los retratos de algunas señoras de “alto copete”. No aceptó, según el pintor “los burgueses son demasiado débiles de espíritu para comprender el arte verdadero”*. Al decir débiles de espíritu se estaba refiriendo a su intrínseca mediocridad. Esa descripción hace paralelos con lo que sentían los artistas de la decadencia de finales del siglo XIX y principios del XX, ellos también sentían desdén por el burgués gris incapaz de escapar del utilitarismo más pueril. Aquellos creadores, víctimas del repliegue pesimista luego de la ola revolucionaria en Europa, sintieron que de algún modo habían quedado desamparados. La revolución prometida de los proletarios no ocurría, y los aristócratas ya no estaban allí para cuidar de ellos. La consecuencia del desarraigo fue escandalizar el orden prevaleciente que los agobiaba, y acuñar aquello de que la moralidad no importaba, solo la belleza. Munch le gritaba al mundo su desencanto no resuelto, Gauguin se refugiaba en una primitivez exótica, Ibsen desnudaba la clase que no podía derrotar, Van Gogh… ya saben. Pero por más que frases parecidas fueran dichas, Lam no pertenecía al pesimismo de esa generación, la suya se gestó en la próxima ola de anhelos transformadores.
Ya se ha escrito bastante de la influencia mutua de los maestros de la vanguardia europeos y la obra de Wifredo Lam. Una excelente antología de trabajos, recopilados por José Manuel Noceda, tiene material suficiente para entender muchas cosas. La vanguardia nació como una respuesta distinta a la de los decadentes, en ellos tuvo inspiración e influencia, pero, dada su juventud, no había experimentado el desencanto de las rebeliones frustradas y por tanto no compartía como generación su pesimismo. Dice Mario De Micheli que la vanguardia también fue una generación desarraigada, pero en este caso, es un desarraigo distinto al del decadentismo al llevar dentro de sí un espíritu revolucionario irreductible “cada vez que un verdadero artista de la vanguardia encuentra con sus raíces un terreno histórico nuevamente favorable; o sea, un terreno capaz de devolverle la seguridad de que la única salvación consiste en la presencia activa dentro de la sociedad, y no en la evasión”[1]. Eso fue lo que Lam encontró al regresar a Cuba en 1941.
Si se desea entender la Cuba de antaño más allá de los libros de historia hay que ir a buscar el testimonio de los que viviéndola, supieron reflejarla de manera magistral. Fueron esenciales esos testimonios y todos pintaron un cuadro similar: “un pueblo explotado, una sociedad que aplastaba y humillaba a sus esclavos”, decía Lam; una sociedad de tal manera alienada que lo hizo exclamar: “Nunca he visto un país más alejado de su propia realidad que el mío”. Pero a pesar de ello, el pintor cubano encontró también los reductos de una resistencia con la capacidad potencial de tornarse contraofensiva. Estamos necesitados de más biografías, muchas más, la de Lam es una de ellas.
La Jungla fue descrita por John Yau como una pintura dividida horizontalmente a partes iguales: en la parte superior cuatro rostros con extremidades gigantes que invaden la mitad inferior. Los rostros con mirada frontal “evocan un momento específico; han detenido lo que estaban haciendo para contemplarlos”. En la esquina inferior izquierda una quinta figura completa los personajes de la obra, todos inmersos en una manigua de vegetación. Los descomunales pies de las figuras parecen cerrarle el paso hacia la selva al espectador-observado. Lo que Yau no dice es que de las cuatro figuras de pie, las tres a la izquierda posan en geometrías que señalan a sendas figuras de Les demoiselles d’Avignon: la primera con un brazo extendido a lo alto y recostado sobre una superficie sólida, en Picasso una pared, en Lam una caña; la segunda con un brazo doblado encima de la cabeza mostrando el codo, en La Jungla no tan alto quedando a mitad del rostro; y la tercera con los dos brazos levantados, para la obra del español por encima de la cabeza y la más alta de las tres, en el cubano esta tercera tiene la línea de los ojos más baja y sus brazos también se levantan de manera asimétrica pero con las alturas invertidas respecto al del malagueño. Y luego está la cuarta figura con el rostro en la sección superior del cuadro, la del rostro lunar que evoca la figura sentada en el extremo derecho del cuadro de Picasso, en ambos casos las más violenta, la más distorsionada. Para el español, la luna la hace la mano que sostiene el rostro, para el cubano el rostro es la luna que hace perder la mano izquierda. Las señoritas de Avignon también han sido atrapadas en miradas frontales, detenidas en el instante en que fueron reflejadas. Pero hay cosas que le faltan a la extraordinaria Les demoiselles d’Avignon y La Jungla tiene. El contexto de sábanas que envuelven a las señoritas no puede compararse, aun si es evocado, con la exuberancia del contexto tropical en la obra de Lam. Está el título: Picasso llamó en realidad a su obra El burdel de Avignon refiriéndose a un prostíbulo de una calle de Barcelona, título que fue cambiado por André Salmon. Para Lam, la obra no era sobre los personajes, era sobre el contexto del que los personajes formaban parte. En Picasso, influido por el Oviri de Gauguin, hay determinado escape inconsciente en el uso de lo africano que no llega a la alienación del español, pero se alimenta de un mismo instinto. En Lam, por el contrario, hay un regreso a las raíces. El cubano no escapaba, como el español, de la civilización a un primitivismo ajeno, regresaba de la exótica Europa a las fuentes de su cultura. Si para ambos cuadros los personajes no son observados por el espectador, ellas son las que nos observan, en el del cubano, la ventana en la que se convierten nuestros ojos es por donde el cuadro mira nuestra realidad, como si esta fuera lo onírico y lo real, lo que la pintura describe. Ese dramatismo está insinuado en la obra de Picasso con las damas observando el escandalizado mundo, pero lo onírico está ausente. Y claro está, en el de Lam, esas tijeras sostenidas por una mano cuyo cuerpo está oculto en el cuadro, esas tijeras para dar, como confesaría Lam, “un corte necesario contra toda imposición extranjera en Cuba, contra todo coloniaje”. Según Aimé Césaire, la obra del pintor cubano “arrastra borde con borde su carga de rebelión”.
Si Les demoiselles d’Avignon anuncia en el arte europeo y abre el camino, según Timothy Hilton, a la revolución formal más importante desde el renacimiento: el cubismo; para Alain Jouffroy, La Jungla es el primer manifiesto plástico del Tercer Mundo. Dice Hemingway que el entendió el cubismo cuando observó desde un avión las geometrías planas de los campos cultivados, lo que en realidad demuestra que no entendió para nada al cubismo.
Los gritos ocultos en las obras de Lam no tienen nada que ver con un grito munchiano, son alaridos también contra la burguesía pero con el implícito sentido de la posibilidad emancipatoria, o como dijera “revancha que se impone un pequeño país del Caribe, Cuba, contra los colonizadores”.
En el cuadro del español aún hay, dentro de la ruptura formal, una apropiación fascinada de lo periférico visto desde la metrópoli. Es antiburgués en cuanto destroza la representación de la realidad como una lectura desde la conformidad. Es conocido cómo incluso Matisse se sintió profundamente ofendido por el cuadro. Como bien señala Graziella Pogolotti, la vanguardia europea, aun cuando asimile la escultura africana, lo hace “como elementos expresivos liberados de su sustancia original”. En cambio, el cuadro de Lam es antihegemónico, toma lo periférico como centralidad y en ese sentido, anuncia en la plástica una visión del mundo desde las colonias, donde el observador no es el delegado local del colonizador, sino los actores sociales que en definitiva están llamados a revertir el orden de las cosas.
Ese regreso a la semilla donde la realidad es de tal naturaleza que evita la necesidad de buscar lo maravilloso con “trucos de prestidigitación”, como dijera Carpentier antes de reconocer en Lam al pintor que fue capaz de enseñarnos “la magia de la vegetación tropical, la desenfrenada Creación de Formas de nuestra naturaleza”.
Como La Odisea, es también una metáfora del regreso desde la pretendida centralidad a la Ítaca periférica, como recorrido necesario para revertir el punto de fuga. Aquellos urgidos de regresar a la isla para hallar una nueva perspectiva pero, a la vez, la necesidad de haber hecho primero el recorrido inverso para entender al otro y apoderarse de sus instrumentos con los que le dará batalla. Es el oprimido que le recuerda al opresor que habiendo aprendido su idioma ahora está en condiciones de maldecirlo. Podrá haber otros viajes de ida y vuelta, pero ya ha quedado el escenario dispuesto con la geometría que Calibán decidió y Próspero tendrá que acostumbrarse a ello.
El recurrente mito del regreso no es único para Lam.
Nadine Meisner una vez describió a Carlos Acosta como un “bailarín que corta a través del espacio más rápido que ningún otro, que lacera el aire con figuras tan claras y definidas que parecen lanzar destellos”[2] y ella hablaba de un joven negro que recién había llegado al Royal Ballet de Londres. En las actuaciones de despedida de Acosta, cuando este llegó a los 42 años, Zoë Anderson reconocía que “la gravedad aún no había logrado alcanzarlo”[3]. Hay en el regreso de Carlos Acosta a la isla donde nació un paralelo demasiado poderoso con el retorno de Lam para ser ignorado. He aquí otro grito de contenido emancipatorio. Dice el bailarín que su compañía fue hecha para desde Cuba darles a los jóvenes la posibilidad que él tuvo que hallar en otras geografías. Esa compañía bien pudiera llegar a ser la jungla de Acosta.
Lo mismo puede ser válido para el deportista, para el científico, para el escritor, para cualquiera que decida consciente el retorno como partida. A diferencia de Lam, ahora el regreso es a un país tan sumergido en su realidad que se puede ahogar si no halla formas de regenerar sus fertilizaciones. Y ese camino de vuelta será exitoso en la misma medida que, abriendo sus gigantescos pies que cierran el paso al coloniaje, la jungla deje entrar a todos los danzantes dispuestos a domar las tempestades.
Hay caminos sumergidos de la tempestad a la jungla, es decir, de Calibán a la utopía, y viceversa. ¿Acaso la jungla no anuncia la tempestad? Es la realidad desde los ojos de nuestros hijos, violentos y en contorsión, que miran curiosos, como protagonistas, el mundo agotado que hay detrás del colonizador o su amanuense, estos últimos ahora desde la posición del periférico, que contemplan un cuadro que no logran entender. Y esa mirada de quienes se han detenido un instante en la faena de parir eras, es la mirada más incómoda posible para el observado. Entre estos dos no hay diálogo posible si no es confrontativo.
¿No es precisamente una tempestad, en El reino de este mundo, la que anuncia con sus truenos sobre el Morne Rouge la reunión de Bois Caiman donde los negros concertaban su próxima rebeldía? ¿No ocurre el congreso de las sombras en medio de la jungla? Bouckman el jamaiquino convocó a destruir el dios de los blancos y seguir el llamado de los propios que pedían venganza, mientras Ti Noel sentía, a propósito del calado y la manigua, que una alegría lo inundaba para terminar logrando que oliera a sol. ¡Quieren ustedes simbiosis más poderosa que la de la jungla bendecida por la tormenta!
Es tan atrevida la propuesta de Lam que Yau denuncia cómo la reacción al cuadro, que no podía ser ignorado, fue ubicarlo, inicialmente, en el pasillo que conducía al ropero del Metropolitan Museum of Modern Art: geográficamente apartado en contraste con la centralidad que el propio museo dio a las obras de la vanguardia europeas: oculto, detrás de la soberbia, el pánico.
Todo gesto aislado de rebeldía sucumbe si no lo acompañan otros tantos gestos que hagan del levantamiento un acto colectivo. La Jungla fue también coro entre otros alaridos contemporáneos. Un año antes Guillén, otro retornado, había publicado Sóngoro Cosongo, que a su manera anunciaba el cuadro monumental que estaba por venir: “¡Aquí estamos!/ La palabra nos viene húmeda de los bosques,/ y un sol enérgico nos amanece entre las venas, (…) En el ojo profundo duermen palmeras exorbitantes./ El grito se nos sale como una gota de oro virgen./Nuestro pie,/ duro y ancho,/ aplasta el polvo en los caminos abandonados y estrechos para nuestra filas”[4].
La posverdad es el intento desesperado del colonizador de quitarse de encima la mirada insostenible de los explotados. El intento de revertir la geometría que imponen las junglas para regresar a la visión de los vencedores anterior a las vanguardias. Disfrazado de novedad discursiva y tecnológica, su suerte, sin embargo, está echada desde La Comuna de París. A pesar del pataleo, observa impotente cómo cada nueva arma que forja es irremediablemente asimilada como instrumental por el otro, reeditándose las verdades contenidas en El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Como mismo Cuba tuvo que inventarse en el siglo XVIII y XIX en el imaginario colectivo de sus hijos, el siglo XX trajo la necesidad de reinventarnos en la suma de todos los que la rescataron de la ignominia y la volvieron a dibujar, no solo como lo aspirable sino también como lo posible. En ese sentido, la obra de Lam fue preámbulo y continuidad de un alarido de liberación colectiva que llegaría una década y media después y hoy continúa. En este escenario contemporáneo, como el de antaño, de lo que se trata es de conjurar las fuerzas creadoras, de tal manera, que saliendo de la isla y sacudiendo al hemisferio se proyecte al planeta, como ese toque de tambor que llena la noche y va de montaña en montaña, de playa en playa, haciendo del mundo una jungla para contrariedad de los burgueses y que, a pesar de los agoreros del final, siga percutiendo de pie, anunciando una tempestad que no acaba.