Enrique Núñez Rodríguez, el más célebre de los naturales de Quemado de Güines, donde nació hace un siglo, el 13 de mayo de 1923, escribió para la radio y la prensa desde finales del decenio del 40 del ya ido siglo XX. Muchos pormenores serios y humorísticos de su vida los resumió en un libro autobiográfico que devino bestseller (no sé si a él le gustaría la palabra) y que recoge su paso como redactor del semanario Zig-Zag y otras revistas (incluida Carteles) que hicieron época. En verdad, colaboró en infinidad de publicaciones y nunca se aburrió de hacerlo con un estilo desenfadado, de suma sencillez, pulcro y cubanísimo, como él.
Sin embargo, Enrique fue mucho más: nombre imprescindible del teatro cubano, de la televisión y de la radio, lo fue asimismo del periodismo y de la cultura nacional, lo cual es bastante decir.
El estilo de Enrique Núñez Rodríguez era desenfadado, de suma sencillez, pulcro y cubanísimo, como él.
De su andar por el teatro, como libretista, es difícil encontrar un cubano que peine canas que no escuchara comentar de su comedia Dios te salve, comisario, que llevó la música del también inolvidable maestro Enrique Jorrín, y que su amigo, el historiador y autor teatral Eduardo Robreño, ha citado como ejemplo de crítica satírica del dogmatismo. Pero cuidado: también caben en la enumeración de sus obras otros textos como Gracias, doctor, El bravo, Voy abajo y muchas piezas más de las carteleras del Martí y otros teatros.
Su condición de libretista (o guionista, según prefiera el lector), fue un sello de éxito. Los de más acá en el tiempo lo recordamos por su columna semanal en el diario Juventud Rebelde y sus numerosos encuentros con jóvenes y no jóvenes, en los que su palabra se escuchaba con deleite, porque además era un excelente comunicador.
Aunque se trató de un humorista notable, cuando Enrique se propuso escribir historias serias lo hizo con la suficiente maestría como para dejar su impronta: el serial televisivo Finlay, dedicado al sabio cubano, es, al cabo de muchos años de filmado, uno de los materiales más logrados artísticamente por nuestra televisión.
Su producción literaria incluye bestsellers, hoy desaparecidos de las estanterías y, en ocasiones, hasta de las bibliotecas públicas. Ahí se citan: Sube, Felipe, sube, Yo vendí mi bicicleta, Gente que yo quise, Mi vida al desnudo, El vecino de lo bajos, ¡A Guasa a garsín!… Siempre a partir de una intención en mayor o menor grado autobiográfica, Enrique no sólo nos da una visión de la vida sino también de su sensible humanidad, de su profundo respeto al prójimo y de su conocimiento del ser humano.
¿A quién no ha despertado en horas inoportunas el claxon impertinente de un chofer inconsciente? Enrique “tipifica” el delito en este cuadro de costumbres (o de malas costumbres) que pervive porque “El claxon” en sí y por sí no tiene la culpa, sino quien lo oprime:
En la gasolinera de la esquina echó cuarenta litros de gasolina especial y entregó un bono estatal y una propina de un peso.
Colocó un casete de Julio Iglesias en la casetera del auto y echó a andar por la calle Calzada, a unos ochenta kilómetros por hora.
En Calzada y Paseo tuvo que detenerse veinte segundos (lo chequeó por su Seiko digital), para darle paso a un grupo de pioneritos que marchaban alegres hacia la escuela cercana. Ahí fue donde se colmó su paciencia, y exclamó convencido.
—¡Qué va… en este país nos está comiendo el subdesarrollo!
E hizo sonar el claxon con furia.
Escritor de éxito, dijo de sí: “Nací bajo el signo de Morse. Un signo que no figura en los horóscopos, ni forma parte del Zodíaco”, afirma en alusión a su condición de hijo de un telegrafista.
“Enrique poseyó una cultura que le permitió jugar inteligentemente con las palabras y hacer un humor de saludable sencillez con una pizca de reflexión”.
Esta condición de hijo humilde de vecino le mantuvo en todo momento vinculado a la realidad de su tierra, enraizado a sus problemas, comprometido en el mejoramiento humano.
Sus últimos años, que fueron de apreciable fecundidad literaria, lo vieron convertirse en funcionario del secretariado de la Uneac y figura pública. Pero seguía siendo el mismo, el sempiterno amante del béisbol, el conversador inagotable, el escritor que asumía su responsabilidad como un servicio a los demás.
Recibió el Premio Nacional de Periodismo “José Martí”, el Premio Nacional de Humorismo y el de la Radio. Murió el 28 de diciembre de 2002, a los 79 años. Enrique poseyó una cultura que le permitió jugar inteligentemente con las palabras y hacer un humor de saludable sencillez con una pizca de reflexión. Hombre de rostro franco y sonrisa fácil, de niño grande e ingenioso, todavía se le extraña, y su recuerdo siempre nos aflora con una sonrisa.