Encima de una fugacidad descubrir lo que la tradición tiene de constructivo
La única forma literaria que resguarda con mayor intensidad el misterio de lo indecible es la poesía. Esta idea de Liliane Wouters ha sido retomada por Daniel Duarte de la Vega en su poemario Las transiciones,[1] que obtuvo el Premio Calendario en 2019. Semejante aserto es uno de los objetos de sus páginas junto al flujo indetenible y el carácter fugitivo del universo, como señal indeleble sobre todos los elementos que conforman nuestra existencia, y la propensión del universo a la imagen:
bajo la cabellera negra y espiral de una isla
todas las plataformas insulares,
el paisaje rezuma la intensidad del sol y la madera,
ciertos pájaros tejen catedrales estrechas.
nada de lo que allí suceda podrá ser evitado
(ni el amor a las plantas será el amor ridículo a la tierra);
la ironía del pájaro en esa extraña forma
de representaciones níveas.
pero el paisaje emprende hacia lo primitivo
su camino de vuelta: “excrecencia o ribera
que no abraza ni anuncia y que posee algo de ambas cosas”.
descubrí la belleza así (su real – inconcluso);
fui descubriendo entonces los paisajes más simples.
(p. 10)
si el agua inesperada se derrama en las hojas
no se derramará otra vez, ni se bifurcará el aljibe
si acudimos al mar, quise decir “al ciclo”.
quizás fuimos testigos de ese instinto febril,
ese desplazamiento leve sobre el cual presumíamos.
¡sea mejor así!, pues cuando se diluya
su identidad borrosa podrá sobarse al pez
que ya fue digerido, y conversar con él y merecerlo.
el agua inesperada se derrama en las hojas,
como quien ha venido a despedirse. (p. 44)
“El poeta canta aquí los dramas, los abismos y los misterios de la belleza, que importan porque nos implican”.
Donde se nos muestra la belleza como parte de ese mundo fugitivo que no se detiene, y que siempre está sucediendo con la naturalidad de lo ya dicho, y que se sigue diciendo, en un libro que hace de la minúscula un vehículo del leve vibrar, en una disposición unida y fragmentada al mismo tiempo. Los poemas mantienen su independencia y a la vez su unidad en la manera en que han sido dispuestos, con un blanco intermedio y minúsculo, y un afán enlazado. El poema aquí tiene el límite de la página y la extensión del libro y del mundo. Y se nos muestra también, sin negar lo anterior, una filosofía o poética de la isla, del ser de isla, una metafísica del país y del paisaje, un retrato de dicho ser en un sitio donde “nada de lo que allí suceda podrá ser evitado”, donde hallamos “excrecencia o ribera que no abraza ni anuncia”, pero que permite hallar lo real inconcluso de la belleza. Ese pasaje de isla también, a su manera, es parte de una especial metafísica, el movimiento incesante de todo cuanto existe “adaptado” a la naturaleza de la isla, el movimiento del agua, el hedonismo y la condición airada del isleño, en la que “el placer infinito” pudiera ser “la única ley” para “criaturas endebles de una naturaleza hostil.” Porque este, como su libro anterior, Telar, es un libro lleno de preocupaciones metafísicas: el ser, el absoluto, el mundo, el alma, propiedades, fundamentos, condiciones y causas primeras de la realidad, así como su sentido y finalidad. Donde el fundamento del mundo no se separa del misterio y la fe, y muestra su carácter incognoscible como una constante. Aquí también estamos ante “un acercamiento metafísico que procura describir o entender los mecanismos de la realidad que muchas veces te superan o transgreden tu capacidad de entendimiento”[2]. Es así que este nuevo libro pretende hacer ver los infinitos caminos entre la pasión y el misterio. Porque la variedad del universo se define encima de la fugacidad, en viajes concéntricos y tenaces de la semilla al fruto, y viceversa. Y aquí surge el legado y la imagen de José Lezama Lima y su peso sobre esta escritura, que, como afirmó Char alguna vez de algún contemporáneo, “respeta a su manera lo que una tradición tiene de constructivo”. Véase el poema “no el sol bajo tus cejas sino un campo desierto” (p.12).
“(…) es un libro lleno de preocupaciones metafísicas: el ser, el absoluto, el mundo, el alma, propiedades, fundamentos, condiciones y causas primeras de la realidad, así como su sentido y finalidad”.
Es la fugacidad de la imagen y del ser que escapa cuando había alcanzado su definición mejor, e incursiona en unos giros y unos lances que conducen a la imagen, los que, por su claridad, elegancia y misterio me recuerdan vivamente los de la poesía de Ismael González Castañer y Rito Ramón Aroche. Véanse los poemas “detrás del aire astuto toda una ciudadela” (p. 38) y “en lo que va menguando del candil, en la fuerza” (p. 46).
En Las transiciones —acción y efecto de pasar de un modo de ser o estar a otro distinto— el carácter fugaz y precario del universo va dando como la nota a todas nuestras vivencias, en las que todo forma parte de una égloga donde figuran de igual manera la condición humana, el ser, la isla, el ensueño de nuestra naturaleza y nuestra literatura a la que preside nuestra gran poesía. Seduce en las obras de este autor su gran dominio, como ya dije, de la tradición poética y su cultivo del tema de la imagen poética como centro de sus preocupaciones, sin desdorar para nada los ángulos de novedad y eficacia de su escritura:
no se aferraba el ave febrilmente a la rosa
ni a través de los ojos pudo desentrañarse el nexo,
la embriaguez del lenguaje, todo se consumió enseguida
cómo todo se clava tan profundo en el aire
o en la proximidad fastuosa de una imagen común.
no obstante a eso me dije: “pudimos ver de lejos
lo que se derramaba dentro y nos incorporaba”
_ rastros de ese lugar que anhelas_:
una celebración genuina y turbulenta.
(p. 27)
Véanse igualmente los poemas “la noche, segregada por la literatura,” (p.20), “quien se desea libre ya imaginó esa cuerda” (p. 24), y “el sonido en nosotros hasta que sea una imagen” (p. 39). Porque la noche no es ya la propicia, sino grava inerte, desarraigo, pero, al fin y al cabo, imagen. El poeta se afana en descifrar los hilos con los que está tejido el mundo, el devenir, la víspera, lo que se hará potencia en la intuición, y se entrega al instinto escritural, a la inspiración, donde atisbamos el sonido como imagen: del sonido al sentido, del sentido al sonido, y de este definitivamente al sentir. En esta poesía se respira una búsqueda y la “llamada del deseoso”. Porque el ser humano es contemplado como parte del universo natural, y el universo inanimado es también parte esencial del mundo humano, con la grandeza y cualidad irrepetible del suceso, mezclados permanentemente al carácter incognoscible de la realidad, y al modo indestructible de lo trascendente. El poeta canta aquí los dramas, los abismos y los misterios de la belleza, que importan porque nos implican. Es de la fugacidad y permanencia de la imagen de lo que se nos habla, de la cualidad y autenticidad de la flor, y por extensión de la imagen, la belleza, la bondad, fragilidad y fugacidad de la vida: hermosa, pero efímera. Véase el poema “pudo haber sido falsa la embriaguez: la desidia”. (p.28) El carácter efímero de la existencia permea también nuestra mirada, nuestra percepción, que siempre está viajando hacia el hecho de ser cierta, pero no se detiene. Porque se abordan las relaciones secretas entre misterio y descubrimiento en las vertientes de la comunicación, donde siempre hay que ir a la caza de algo más profundo; los poderes secretos del ser, y la belleza de la naturaleza personificada en las maneras disímiles y equivalentes a un tiempo de la rosa y el ave. Véase el poema “la rosa donde el ave se diluye o esparce” (p.31). En este libro hallamos diagramas de una poética sobre lo dialéctico del universo o el poder de lo efímero, con la consiguiente opacidad y resistencia del texto a su entrega y el poder de la lectura, reproduciendo así cualidades esenciales de la naturaleza. El duro arte de la comunicación vive en territorios del misterio —propensión del universo a la imagen—, y la imagen también tiene que hallar su sitio en la trascendencia: en esto consiste la búsqueda, la sed interminable del poeta, porque la imagen existe, pero la imagen huye —es el poder de la fugacidad y la fugacidad como una de las cualidades primordiales de la imagen—, y todo hecho es a la vez trunco y nuevo. Entonces queda la inextinguible e insaciable búsqueda de la imagen por el escritor donde el que mira es imagen, y lo visto también puede ser ojo, “porque eres una cámara grabando reflejos que no podías profundizar”.[3] Véase el poema “uno piensa en el vidrio, toca lo que no toca aún” (p. 47). En la opacidad, en el misterio, en la fugacidad es donde ocurren los hallazgos, las imágenes y los símbolos. Donde el símbolo se crea y se destruye está la existencia, y entran en relación la imagen poética y el misterio. Es así que nos hallamos en territorios donde asistimos a la preeminencia del misterio y atisbamos la cualidad de lo efímero definiendo y “adornando todos nuestros actos:
porque nos bautizaban y crecíamos dentro
de cualquier madriguera.
lidiar con la opulencia nunca fue cosa fácil,
pero que la opulencia también fuese una estafa,
“eso nos comenzaba a interrogar”.
días en los que se conoce el territorio
cuál papel arraigado y otros días que no:
¡caricaturas! , leyes a las que uno accede
pero definitivamente leyes, contagiosas al fin.
éramos bautizados y crecíamos dentro
de cualquier madriguera; amantes de la fuerza
y de la combustión.
(p. 52)
Aquí se concibe a la naturaleza como un sitio de opacidad, resistencia y misterio que, como tal, ofrece estos dones a los hombres y de manera especial a la poesía, aquí las cosas significan preguntas, y la materia está todo el tiempo en guardia.[4]
Notas:
[1] Daniel Duarte de la Vega. Las transiciones. Editorial Abril, La Habana, 2020. No todas las obras plásticas sirven para conformar la portada de un libro. En este caso el dibujo escogido, dada la sobriedad del diseño de la colección, conspira contra la estética de la cubierta, por lo abigarrado y poco complementario con el contenido del poemario.
[2] Caridad Atencio. “La precisión del monje contra la superficie plana de su cabeza”. La Letra del escriba, n. 160, La Habana, p. 12.
[3] Ted Hudgues.
[4] Con placer he unido aquí una aseveración de Rocío Wittib y otra de Wislawa Szimborska.