Un día de 2013, en medio de una gira, me llegó la noticia de su muerte. Supuse que su cuerpo se había cansado de su ya nonagenaria y notable beligerancia; que lo había abandonado en medio de alguna discusión medular, en uno de esos intercambios verbales en los que ponía “alma, corazón y vida”, como entonara Adrián Flores en su inmortal canción.
Sí, César Portillo de la Luz se había marchado de esta dimensión, había cambiado a modo recuerdo. Aquel jabao que había adornado a base de boleros y canciones la vida de millones de personas del planeta Tierra; el de “negra bonita de ojos de estrellas”; el que amenazó con “incendiar el aire con su canción”; el que no se conformó con la luz de su apellido y predijo que su canción sería la luz que lo alumbraría “en el silencio de las sombras”, cuando faltaran su guitarra y su voz.
Tuve el placer de verlo celebrar su boda en mi casa de los años 60. Era amigo de mis padres desde que compartieran el barrio de Cayo Hueso en los 50. Sus pasos lo llevaron a la vida de Beba Gómez, que era para Lidia la Vallée y Miguelito Muñiz (los padres antes mencionados) una hermana. Así lo vi por primera vez, y aunque el matrimonio no duró mucho tiempo quedó para siempre en la memoria familiar. Muchos años después me comentó a propósito de aquellas nupcias: “Fue un choque de trenes”. Pasaron unos cuantos años y lo encontré enamorado de una de mis grandes amigas, la inolvidable América Guardia. Creo que fueron felices, así los recuerdo siempre: sonrientes entre café y cigarrillos, cerca de la calle 9na. de Miramar, en La Habana.
Nunca me llamó por mi nombre, me inventó un sobrenombre que siempre repitió con sorna y que no reflejo aquí por aquello de que “los nombretes se quedan”. Tuvimos una amistad distendida y alegre, increíblemente no recuerdo haber discutido con él sobre ningún tópico. Lo que nos unía, la simpatía mutua y la música, nos mantuvo al margen de su lado contestatario.
Hace apenas un mes componía “Feeling bones”, un cuarteto de trombones dedicado a él. A través de la música traté de describir su mundo sonoro, las audiciones que lo llevaron a componer temas eternos como Tú, mi delirio, Contigo en la distancia y Canción para un Festival. Para que esas maravillas ocurrieran, para que tanto amor se hiciera música, tuvieron que acceder al pabellón de sus oídos Ravel y Debussy, Arsenio, Corona y Sindo, Gershwin y Sinatra, Lara, Manzanero, Gardel y Tchaikovski, su inseparable José A. Méndez; mucho jazz, mucho son y mucha buena música. Desde luego, somos lo que escuchamos.
“¡Oh, César de los boleros, los que vamos a vivir en tus canciones, te saludan!”
A 100 años de su nacimiento, no he querido hacer una apología de su vida, de ello se encargarán por siempre sus obras, que seguirán vibrando en otras guitarras trovadoras y sonando en otras voces.
Hoy quisiera decir: ¡Oh, César de los boleros, los que vamos a vivir en tus canciones, te saludan!