En los noventa de Alfredo Sosabravo
22/10/2020
Tampoco es hombre de teorías,
sino de síntesis evidenciada en hechos artísticos,
calmada sapiencia, oficio conquistado.
Reynaldo González
El maestro Alfredo Sosabravo arriba trabajando a sus noventa abriles, tal y como en sus años más fecundos, que muy bien pueden ser estos que corren en su longevidad maravillosa. He estado en contacto con él y con René Palenzuela durante los siete meses de la pandemia del nuevo coronavirus, y estoy al tanto de que durante este período Sosabravo ha pintado sistemáticamente, con una fuerza renovada. Así ha sido toda su vida, desde que muy joven comenzó a gestar formas y objetos tridimensionales. Hasta hoy.
Su trabajo es impresionante. En el libro que reúne buena parte de su obra sobre papel y que se presentó el pasado año en el Museo Nacional de Bellas Artes, escribí:
De la mano de Alfredo Sosabravo la infancia se transmuta y se convierte, visualmente, en la vida entera. Él está más cerca que ningún otro artista cubano de todo lo que olvidamos al hacernos mayores o adultos. Aquella lejana época en que mirábamos con azoro cuanto nos rodeaba o, como dijo el poeta, cuando imperaban la sonrisa y el llanto, los juegos y las pedradas y nos creíamos gigantes, es una estación para todos. Su obra es un viaje al centro de la llamada Edad de Oro, esa zona ignota en la que crecimos alguna vez y que, cuando pensábamos que ya era un lugar cómodo para residir, nos vimos arrastrados inexorablemente al vértigo de la juventud. Sin embargo, hay algunos elegidos que permanecen por siempre en esa dimensión temporal, Sosabravo es uno de ellos.
No puedo ahora más que suscribir esas palabras, hacerlo siempre. Es mi idea más sintetizada de lo que representa ese enorme y vasto imaginario creado por el maestro durante más de setenta intensos años en el panorama de las artes visuales del país.
Sobre este gran artífice de nuestro quehacer simbólico existe unanimidad de criterios por parte de los especialistas. Cuando se lee la voluminosa literatura crítica acerca de su inconmensurable obra plástica, encontramos que Sosabravo es original, versátil, riguroso, imaginativo, de una gran maestría técnica, dueño de un estilo propio, entre una enorme cantidad de adjetivos elogiosos de los que indudablemente es merecedor.
Hay tres rasgos que se me antojan centrales en la obra de Sosabravo y que están presentes tanto en el soporte papel —ya sea grabado, pintura o dibujo—, como en la generalidad de su trabajo tridimensional. Me refiero a su condición babélica, la exuberancia de su colorismo y la naturaleza onírica, muy vinculante con la cosmovisión infantil ya mencionada.
Cuando el artista es dueño de una fina y exquisita sensibilidad, como es el caso, lo denominado ingenuo o naif (al inicio eran llamados pintores primitivos) no es más que la capacidad de asombro ante la realidad. Sosabravo es un visionario dueño de una mirada muy poco contaminada por las iniquidades y perversiones de la vida; una mirada límpida, sin dobleces, sin malicia (aunque ya veremos una zona de su trabajo que toca el erotismo y los misterios del cuerpo, donde es inevitable leer lo que está implícito en el sexo). Se trata de una forma de ver el mundo plena de candor, con el humor y la ironía suficientes para desbrozar la maleza interpuesta.
La obra sobre papel de Sosabravo es de altos valores antropológicos y, al mismo tiempo, es capaz de plasmar lo trascendente de la belleza, la alegría de la vida, lo carnavalesco en su estado más natural. El milagro de vivir, aunque pase de lo sombrío a lo alegre —y viceversa, porque la vida es así de azarosa—, siempre estará lleno de matices, colores y de energía positiva, según su estética personal.
Colorista pleno, Sosabravo inunda sus cuadros y nuestra mirada con ese arcoíris refuncionalizado que son sus telas y papeles. En el caso del artista, tanto la imaginación como el sueño conforman un universo pleno de colores, un mosaico de miles de tonos, un diorama de matices infinitos en los que, probablemente, aparezca de vez en cuando un tono de color totalmente desconocido. Su obra es una de las más claras plasmaciones del colorista puro; en ella el color es una realidad, no un apoyo o aditamento, sino una forma de hacer arte. Cuando la figuración se distiende o disimula en la abstracción, el color refulge y se convierte en protagonista absoluto.
Los personajes sosabravianos, salvo raras excepciones, están gestados desde la alegría plena del color. Sus cabelleras, espejuelos, sombreros, vestuarios, toda su fisonomía y sus accesorios, en el sabroso dramatismo de sus narrativas, están realizados desde la inmanente voluntad colorista del artista. Como dijo Valerio Adami, “el instrumento para leer el dibujo es el color, como la voz es el instrumento para leer la palabra escrita”. Es decir, el color es la voz de la pintura y el dibujo. Sin duda, una idea interesante.
El pintor de telas es quizá el más reconocido, aunque a estas alturas todo en su obra tiene un valor incalculable. Sus cuadros al óleo, sus dibujos y pinturas, sus grabados, cerámicas y cristales de Murano, debaten entre sí para alcanzar una predilección que el mercado y la crítica se han esmerado en equilibrar. Todo es arte de primer nivel, y sus piezas se han insertado en las colecciones más prestigiosas y exigentes del mundo.
El grabado fue uno de los inicios de nuestro artista. En 1960 participó en el Salón Nacional de Grabado y obtuvo el Premio de Adquisición. Poco más tarde ingresó en la Asociación de Grabadores de Cuba, presidida por el maestro Carmelo González. Su destreza en el grabado en madera lo llevó a convertirse inesperadamente en profesor de las Escuelas de Instructores de Arte recién creadas. Con el grabado su obra se diversificó en cuanto a los temas, y de lo cándido e ingenuo llegó a tocar lo social; incluso hubo un acercamiento a lo político, cosa que fue casi inevitable en la absorbente década de los sesenta. También fue un momento en que, de la madera, Sosabravo se pasó a la litografía para grabar. El trasunto del cómic, muy propio de la época del pop (aunque es de mayor edad), llenó muchos años de trabajo en los sesenta, e incluso después. La narrativa del cómic se ajustó a su poética como guante a la piel. Era un discurso humorístico acerca de los asuntos de la vida, y siempre —esto no es poco importante— desde una perspectiva distante, como de cronista social. Por otra parte, la morfología del cómic armonizaba muy bien con el tipo de personaje habitual en la iconografía de Sosabravo, esos seres a medio camino entre lo onírico y la realidad, entre la imaginación desbordada y las circunstancias, entre lo caricaturesco y lo pesadamente cierto de la anécdota.
La traducción sensible del mundo es una transmutación. En ese sentido, los animales que una vez sorprendieron al niño Sosabravo en su natal Sagua la Grande no lo abandonaron jamás, sino que se anclaron en su memoria y alimentaron su poderosa imaginación. Con el paso del tiempo la capacidad fabuladora del artista fue reconfigurando esos seres y nutrieron su imaginario. La fantasía hizo el resto. Aves, peces, caballitos, gatos, lagartos, caracolas, rinocerontes dieron paso a animales tricéfalos, unicornios, sirenas, animales con ruedas y otro grupo exuberante de seres de una fauna muy personal. Esa hibridación de personajes también ocurrió con las cosas y objetos. Así, las cafeteras, búcaros, lámparas, tijeras, pelotas, guitarras y aviones o pequeños trenes dieron lugar a torres de Babel, muñecos articulados, globos aerostáticos y otros felices engendros de la fabulación más desbocada. Igual sucede con los personajes antropomórficos; Sosabravo festeja cuando los crea, les da vida y los pone a actuar delante de nuestros ojos.
He mencionado varias veces en este texto el término ingenuidad, y es hora de hacernos una pregunta equilibrante: ¿Cuánto de ingenuidad puede haber en una mente capaz de crear todo un universo simbólico propio? Una interrogante que merece calmada reflexión. ¿Será que se trata de una ingenuidad tan auténtica que es capaz, desde su génesis, de crear un mundo propio sin hacer concesiones? Por lo pronto, pensemos en la gran presencia de las letras y las palabras en la obra sobre papel de Sosabravo. Un letrismo bien calculado que articula con las imágenes y con los títulos de las piezas. Elaboración mental que complementa lo simbólico puro. Los títulos de sus piezas son acertados y sugerentes. Sosabravo es un buen titulador, cosa que a veces, hasta entre los propios escritores, es difícil encontrar. Es el camino que las palabras, espoleadas por el artista, se labran dentro de la imagen. Detrás de la grafía dibujada aparece la grafía escrita; es una relación cerebral que nos aporta y complementa la idea de la pieza, su estructura de significados, su discurso integral. En esos globos rellenos con palabras y frases el artista nos envuelve con una imagen vinculada a la idea, la suya; una imagen que es texto. El artista provoca el hambre de significados del cuadro, a la vez que anima su espectáculo, su movimiento. El verbo no puede quedarse fuera de dicho universo, es parte inextricable del mismo.
Sosabravo traza sus signos mágicos y nos recuerda una sentencia de Octavio Paz que merece se cite al final de este trabajo: los artistas son los que le ponen los signos de puntuación al mundo. Es cierto, el poeta mexicano dio en el blanco: Sosabravo nos aporta los acentos, las comas, los signos de admiración y de interrogación. Su mitología personal nos sigue acompañando en este mundo austero, a veces amargo y hostil, pero siempre abierto a los placeres y las alegrías.
Sosabravo es desde hace buen tiempo el patriarca indiscutible de nuestro panorama artístico visual o, si se quiere emplear otra denominación al uso, el presidente de nuestra república de las imágenes visuales, de nuestra visualidad. Y esa posición la alcanzó no solo por el dominio técnico (al que llegan muchos), o por la longevidad (a la que lamentablemente arriban pocos), sino por su inalienable y singular manera de ver el mundo con los ojos de niño y trasladarlo magistralmente a sus piezas.
¡Felicidades, maestro! Nos alegra sobremanera ver su imagen presidiendo la Jornada por la Cultura Cubana, al lado de otras figuras relevantes como Alicia Alonso, Omara Portuondo y Juan Padrón, todos excelsos maestros en sus respectivas disciplinas artísticas. ¡Felicidades una y noventa veces!
Nuestros mejores deseos de que su exquisita y fecunda longevidad nos siga deparando la extensión de una obra que pertenece, desde hace mucho, a lo más sobresaliente del arte cubano. Y que nos permita, al mismo tiempo, seguir disfrutando de su buen carácter y afabilidad. ¡Salud y larga vida!