En los cincuenta de aquella Brigada Hermanos Saíz
A la memoria de Sigifredo Álvarez Conesa
En octubre de este aciago y pandémico 2021 se cumplirán cincuenta años de que me sumara a aquel grupo de jóvenes, todos ellos aspirantes a escritores, que se reunían en un saloncito ubicado al fondo de la Uneac. Podía decirse que muchachos en su gran mayoría con la voluntad y la vocación inicial de ser poetas, un candoroso padecimiento propio de la edad. De ahí surgieron, no obstante, junto a poetas, algunos narradores, ensayistas, dramaturgos, críticos, periodistas, promotores destacados que han marcado el transcurrir de la cultura cubana en las décadas subsiguientes. Aquella cofradía era portadora del brío original de esa perturbadora inquietud que tiene cualquier adolescente, cualquier joven, de volcar sus irreverencias en la escritura. Indiscutiblemente la convocatoria de reconocernos allí fue un evento importante que hizo que alguien de apenas veinte años como yo se decidiera a asumir como algo natural, a resultas de otra “educación sentimental”, el ejercicio de la literatura.
Esta experiencia tiene su antecedente seminal unos años antes, cuando inicialmente se crea lo que se dio en llamar un “grupo”, según da testimonio La Gaceta de Cuba en fecha tan temprana como el 15 de mayo de 1962, nota de la que compartimos un fragmento:
La Unión de Escritores y Artistas de Cuba se halla organizando el Grupo Hermanos Saíz, en cuyas realizaciones tiene fundadas esperanzas. Trátase de una organización colateral de la Uneac que será integrada por aquellos escritores y artistas que, por su juventud o por causas diversas (…), no han podido todavía desarrollar una profesionalidad literaria o artística (…). Integrarán pues este Grupo, en cierta forma, candidatos a miembros de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. No se trata, por lo tanto, de un organismo necesariamente juvenil, como ha sido interpretado por algunos: en él deben encontrarse cuantos, aun sin una obra suficientemente madura como para ya ser miembros de la Uneac, han dado pruebas de cierta calidad en su trabajo.
El poeta y periodista Félix Contreras, apostando a la memoria después de más de medio siglo, a partir de una pregunta que le hice sobre aquella experiencia pionera, recuerda a varios contertulios de aquel conjunto inicial al que pertenecía: “En ese momento fundacional estábamos Rafael Escobar Linares (cuentista y nuestro primer presidente), Sigifredo Álvarez Conesa, Rolen Hernández, Iván Gerardo Campanioni, Froilán Escobar, Guillermo Rodríguez Rivera, Wichy Nogueras, Helio Orovio, Manolito Ballagas. Éramos muchos más, pero el tiempo, la memoria, los huracanes, los han borrado”.
Cierto que pudieran haber sido varias las ausencias, sobre todo de jóvenes que radicaban en provincias y tenían una relación más intermitente, aunque no menos legítima, con la organización. Ediciones Unión publicó por esos años una antología con veintiocho poetas, entonces punto menos que inéditos, en la que se pueden encontrar los nombres de algunos de los fundadores que Félix menciona.
“A partir de octubre de 1971 nos empezamos a reunir sábado tras sábado tras sábado, con una sistematicidad ejemplar durante casi una década”.
En septiembre de 1971 fue retomada esa iniciativa con sus presupuestos básicos, antes mencionados, pero se cambió su nombre a Brigada Hermanos Saíz, siempre en homenaje a aquellos muchachos de San Juan y Martínez que, plenos de inquietudes intelectuales y ciudadanas, se consagraran en un temprano martirologio. A solicitud de Nicolás Guillén, el joven poeta y director de teatro Sigifredo Álvarez Conesa, partícipe de aquella primera iniciativa, se desempeñó como especie de coordinador, organizando el núcleo inicial junto a otros colegas, núcleo que iría creciendo y ampliando sus intereses en semanas y meses sucesivos. A partir de octubre de 1971 nos empezamos a reunir sábado tras sábado tras sábado, con una sistematicidad ejemplar durante casi una década, digna de la mejor causa, como la que nos identificaba en aquellos encuentros. Allí nos descubríamos como dedicados aficionados a la literatura, y aunque no era obligatorio ser miembro para asistir, en cuanto fue tomando cuerpo el proyecto los integrantes de la naciente brigada eran seleccionados a partir de la valoración de los textos que presentaban, y en algunos casos de los primeros reconocimientos literarios merecidos en diferentes concursos.
Unos meses después se organizaría la filial de artes plásticas de la brigada, promovida por el grabador Carmelo González —por esas fechas presidente de la sección de esa manifestación en la Uneac—, y que tuvo su primer responsable en el pintor Pablo Toscano, a quien recuerdo por su cordialidad y sentido del humor, y con el que alguna vez trabajé. Conformando junto a nosotros —aunque totalmente independientes unos de otros—, y antes de incorporarse otras manifestaciones artísticas y extenderse al resto del país, lo que sería aquella primera brigada de escritores y artistas noveles.
“Los miembros de la brigada realizaban actividades de extensión, con lecturas y charlas, en centros de estudio, trabajo, y otros talleres literarios”.
Las reuniones de los entonces bisoños literatos tenían como animador principal al entusiasta Álvarez Conesa, noble amigo fallecido hace unos años. Y junto con él, en la promoción de esa convocatoria literaria estaban, entre otros, el entonces conocido poeta, también ya fallecido, Adolfo Suárez, y alguien que se iniciaba en esas lides, Osvaldo Fundora, cuya dedicación en esta etapa inicial me consta. De una entrevista que Fundora le hiciera a Sigifredo, rememoramos esos momentos iniciáticos: “Desde su fundación, la Brigada Hermanos Saíz de Literatura ha pasado por varias etapas. No es hasta el mes de octubre de 1971, aproximadamente, cuando reinicia sus labores (…). En los talleres cada autor lee una selección de su obra, la cual es discutida por los asistentes. Hay que aclarar que a estas reuniones de trabajo asisten no solo los miembros de nuestra organización, sino todos los interesados (…)”,[1] lecturas donde casi siempre un escritor de la Uneac actuaba como comentarista y moderador. Los miembros de la brigada realizaban actividades de extensión, con lecturas y charlas, en centros de estudio, trabajo, y otros talleres literarios. Integrada en su mayoría por estudiantes, provenientes de la universidad y de los últimos años del instituto, por trabajadores —algunos afines al sector de la cultura y la educación—, o de otras procedencias, como era mi caso, a la sazón obrero de imprenta.
Ahora bien, ¿cuál era el contexto? Todo esto ocurría en medio de lo que se ha dado en llamar el “quinquenio gris”, que muchos, con razón, han dicho que más que un “quinquenio gris” fue un “decenio negro”. Reproduzco fragmentos de la valoración del crítico y periodista Pedro de la Hoz, uno de mis colegas de aquellos tempranos 70, que cito en extenso por su sintaxis de “escribidor” experimentado y su precisión como testigo de aquella época:
[…] Los jóvenes que entonces llegamos a pertenecer a la Brigada, lo hicimos en medio de los rescoldos todavía ígneos de un proceso traumático: la secuela del caso Padilla, los contraproducentes resultados del Congreso Nacional de Educación y Cultura, el anquilosamiento del Consejo Nacional de Cultura, una nueva ola de depuraciones en los predios de la universidad habanera y las arremetidas de El Caimán Barbudo contra todo lo que consideraba “diversionismo ideológico”, en la que lo mismo clasificaba el volumen de cuentos del Chino Heras, Los pasos sobre la hierba, que las indagaciones martianas de Iván Schulman y Manuel Pedro González.
Esos encuentros fueron sin embargo, en mi experiencia, una convocatoria dinámica que permitió una forma más inclusiva para identificarnos y darnos a conocer frente a las reticencias de entonces, y el espacio natural donde leí mis primeros textos, y conocí los de mis compañeros de generación en lecturas iniciáticas. Asistíamos además a talleres inolvidables protagonizados por maestros relevantes como Onelio Jorge Cardoso, muy espontáneo en su trato con todos nosotros; o Eliseo Diego, cuyo conocimiento y amistad fue para mí tan significativo como su poesía, y una evocación que siempre me acompaña. Tal vez el más importante, por su duración, riqueza —que incluyó la circulación de libros de su biblioteca personal— fue el seminario de poesía que nos impartió el poeta chileno Gonzalo Rojas, que con provocadora transparencia incluía filias y fobias. Entre las primeras, los surrealistas y el inmortal Rubén Darío. El admirado escritor, que se desempeñaba como consejero cultural de la embajada de su país, tenía además una rica experiencia como docente. Veinticinco años después, Gonzalo y yo evocaríamos, en la lluviosa Bogotá, cómo permanecieron en la nostalgia estas tertulias, donde quedaron amigos, lecturas y libros compartidos. Aún me parece oír la semicadencia de su acento característico al leernos sus poemas favoritos, como los de Darío: “Dichoso el árbol /que es apenas sensitivo”, o los versos que recientemente había escrito, como el que dedicara a Guillén: “Pobre tú /pobre yo /y la palabra /pobre”.
Aquellas tertulias de los sábados en la casona de H y 17 ―que podían prolongarse por salones, jardines, portales, o la mínima cafetería―, y las que frecuenté ininterrumpidamente desde las primeras sesiones hasta finales de esa década de los 70, me permitieron conocer, y en muchos casos establecer una amistad perdurable con toda una galería de autores en ciernes o de figuras ya establecidas de nuestras letras como Eliseo Diego, Félix Pita Rodríguez, Onelio Jorge Cardoso, Roberto Branly, Miguel Collazo, Gustavo Eguren, Roberto Fernández Retamar, Fayad Jamís, Marcelino Arozarena, Luís Marré —uno de los más asiduos—, los hermanos Francisco y Pedro de Oraá —quien me acompañara en mi primera lectura “programada”—, entre otros, que en mayor o menor medida conforman en el presente el corpus literario de la nación.
“En septiembre de 1971 (…) se cambió su nombre a Brigada Hermanos Saíz, siempre en homenaje a aquellos muchachos de San Juan y Martínez que, plenos de inquietudes intelectuales y ciudadanas, se consagraran en un temprano martirologio”.
Así recuerda Arturo Arango —que deviniera en destacado narrador, guionista de cine y editor de su generación— esos días en su evocación del entrañable Bladimir Zamora Céspedes, y cómo fue su acercamiento a aquellas reuniones sabatinas, como parte de una segunda hornada de brigadistas, y lo cardinal de la trama amistosa que tejimos: “Fue a fines de 1972. Él terminaba sus estudios de preuniversitario en el Carlos Marx y yo comenzaba el segundo año. Yo trataba de escribir poemas y él había ganado un premio que le permitió matricular en la Escuela de Letras y de Artes. De inmediato iniciamos una amistad que transformó mi vida. Así de simple. Gracias a él (y a Pedro de la Hoz, condiscípulo nuestro) me acerqué a las sesiones de la Brigada Hermanos Saíz, en la Uneac, donde conocí entre muchos otros a Alex Fleites y a Norberto Codina, imprescindibles desde entonces en mis afectos”.
De las amistades de entonces que allí se fomentaron, literalmente emborronando cuartillas, quisiera evocar en representación de todos —o para ser justo, de todos los que quiero recordar—, a los que ya físicamente no nos acompañan. Todos muy queridos para mí en el recuerdo, como el argentino Imar Miguel Lamonega, desaparecido por la dictadura militar al regresar a su patria; el colombiano Armando Orozco, quien cerrara los ojos en su casa de Bogotá, a la que bautizara como Alegría de Pío; el dramaturgo Freddy Artiles, incansable en su quehacer profesional; Ramón Vidal Chirino, ingeniero de profesión, quien tenía un particular sentido del humor; o Bladimir, de memoria indeleble para todos los que lo conocimos. Los dos últimos serían mis compañeros en lo que representó “mi primer viaje y con mi primera licencia laboral en calidad de escritor”, cuando en agosto de 1972 fuimos invitados a Pinar del Río, para asistir a las jornadas de homenaje a los hermanos Luís y Sergio Saíz Montes de Oca.
Y en este panteón de la memoria afectiva no podía faltar el inefable Sigifredo Álvarez Conesa, Fito para sus amigos de siempre.