En las series que se desarrollan alrededor del tema médico, hay varios aspectos que despiertan mucho interés. Para empezar, en los hospitales hay de todo: camillas, sábanas, camilleros, camas disponibles todo el tiempo, sueros, mascarillas de oxígeno, electrocardiógrafos diminutos, equipos de ultrasonidos portátiles (incluso para hacer ecocardiogramas de urgencia) y a todos los pacientes les realizan resonancia magnética nuclear aunque hayan llegado por un uñero. Las laboratoristas no tienen descanso. Tienen que analizar cómo está el ácido láctico, la cifra de transaminansa glutámico pirúvica y los niveles de anticuerpos antinucleares a todos los pacientes, aunque estos solo refieran un ligero dolor de cabeza. Nadie menciona al humilde hemograma, ni a la modesta glicemia ni al cotidiano leucograma ni a la rutinaria cituria de toda la vida.
El personal médico y paramédico siempre está presente, dispuesto a realizar una craneotomía, una cesárea, una reparación de columna o un trasplante de corazón, o todo a la vez. La vida cotidiana de ellos transcurre dentro del recinto hospitalario, como si no existiera otra forma de existencia en la cual hay que limpiar, cocinar, salir de compras, pasear al perro, jugar con los niños o bañar al abuelo encamado. Ninguna de las enfermeras refiere apagones al llegar al trabajo, ni falta de agua, ni la carestía de los alimentos, y están adiestradas casi mejor que los médicos, y por eso ellas mismas realizan cateterismos cardíacos, punciones abdominales e interpretan las ondas de electroencefalogramas. Viven en otra galaxia. Los doctores se enamoran, se aman, se divorcian y cometen adulterios dentro de los límites del hospital, y siempre visten la misma ropa, casi siempre pijamas azules, holgados e impecables.
“Todo resulta atractivo en las series médicas. No importa tanto si el enfermo tiene una insuficiencia renal grado tres como el jolgorio, el optimismo, la buena evolución que, gracias a los doctores y las enfermeras, logra cada paciente”.
No todo es trabajo, lo reconozco. Disponen de cafeterías que sirven suculentas comidas, y de salones para descansar (donde, como es lógico, fornican enfermeras y doctores y luego se casan o se traicionan), y también hay amplios locales para hacer fiestas, adonde acuden los pacientes, ya sea caminando, en sillones de ruedas o en las camas donde agonizan o se recuperan de un bypass coronario, de un implante de cadera, o de una sustitución de la válvula tricúspide, da igual. Los niños y las niñas enfermas también se divierten en dichas fiestas, para lo cual los médicos y los camilleros hacen de payasos, de magos, cantan y bailan como si fuera la primavera.
Todo resulta atractivo en las series médicas. No importa tanto si el enfermo tiene una insuficiencia renal grado tres como el jolgorio, el optimismo, la buena evolución que, gracias a los doctores y las enfermeras, logra cada paciente. Casi nunca muere nadie, por muy complicada que sea la enfermedad. Y siempre se permite la presencia de un familiar acompañante, a quien le facilitan una tremenda cama para que descanse, y alimentos variados. Si no fuera por el detalle que contaré a continuación, darían ganas de enfermarse y de estar ingresado en un hospital de una serie médica. El detalle es que todas, absolutamente todas las personas que acuden a recibir atención médica en el cuerpo de guardia, terminan por ser llevadas al salón de operaciones. He prestado atención a esto. Porque es muy llamativo el arsenal de excusas que esgrimen los médicos de las series para convencer al enfermo y a su familia de que la única solución para su mal se encuentra en el quirófano.
El quirófano, por su parte, es un sitio que parece un cabaré placentero, donde todo sale bien, donde nada se complica, donde se escucha música particularmente proactiva según el deseo del cirujano, y donde todos sonríen a través de las mascarillas y se dicen elogios, se cuentan chistes, se piropean y se agradecen por la disciplina y la eficiencia. Lo de menos es la operación. Nunca se ve a los empleados de limpieza, ni a las instrumentistas, ni a los responsables de la anestesia, ni a los técnicos que garantizan que las luces, la mesa quirúrgica y los incontables equipos que emiten ruiditos típicos de pulsaciones, de tensión arterial, de saturación de oxígeno y de todo lo que muestra el estado del paciente a quien le están sacando el bazo o le implantan un nuevo hígado. Los protagonistas, los reyes, los importantes de la serie son los cirujanos.
“El quirófano, por su parte, es un sitio que parece un cabaré placentero, donde todo sale bien, donde nada se complica…”
Vuelvo a las indicaciones de la inminente necesidad de operar a un paciente en una serie médica. Pondré varios ejemplos. Un señor llega a urgencias porque le duele un codo. Olvídense de una radiografía. Va directo al equipo de resonancia, donde el codo es lo de menos. Como hallazgo casual, los médicos (que no son imagenólogos sino los propios cirujanos) encuentran un tumor en la hipófisis. Y ahí mismo se determina que urge una craneotomía para extirpar la masa, ya que de lo contrario, el enfermo al que le dolía un codo desarrollará una hidrocefalia mortal.
A una mujer a quien le cayó mal una hamburguesa, y acude al cuerpo de guardia porque tiene vómitos, le realizan ahí mismo, en la camilla, una ecografía abdominal y el médico (que tampoco es imagenólogo, sino que es un residente de cuidados primarios), descubre que la señora tiene un embarazo extrauterino, por lo cual debe ser conducida de inmediato al quirófano ya que tiene sangre en el peritoneo. Y él mismo se encarga de resolver el asunto en el salón de operaciones, a ritmo de los Bee Gees.
Un matrimonio recién llegado de unas vacaciones en el Caribe acude al hospital porque el hombre de la pareja tiene un poco de tos. Además de analizar todos los parámetros de enfermedades infecciosas (con asco pronuncian: “Venimos del Caribe”), lo llevan, como era de esperarse, al lugar de la resonancia magnética. Allí los médicos de urgencia observan fibrosis pulmonar avanzada, únicamente solucionable con un trasplante de pulmones. Pulmones que aparecen el mismo día, y con la compatibilidad requerida. Al margen de preguntarnos cómo ese hombre con fibrosis pulmonar avanzada soportó unas vacaciones en San Vicente y las Granadinas, nos llama la atención que luego de ser trasplantado a golpe de Barry White que escucharon los cirujanos (mismos residentes e internos que recibieron al paciente en primera instancia), aparece sentado en un mullido butacón, tomando helado. La esposa, sonriente y feliz a su lado, come una hamburguesa talla extra.
“Hablando en plata: qué preciosidad es una serie médica, que cuesta un huevo y la yema del otro. Así es la vaina, no hay de otra”.
Por último, comento la limpieza del orden de los hospitales de las series. No se ve ni un vómito, ni un poco de sangre, ni siquiera un papelito en todo el recorrido visual. Los pasillos brillan, las salas relucen, las entradas y salidas están muy pulcras. Ni un guante, ni una jeringuilla, ni una cajita de medicinas, nada se ve tampoco en el salón de espera, que por cierto, nunca está llena de individuos que esperan ser atendidos. En fin, una maravilla. Me pregunto dónde estarán los empleados de limpieza, dónde se guardan los desechos, cómo se cumplen los protocolos de bioseguridad, cómo se las arreglan los pobres limpiadores para no aparecer nunca en pantalla.
Obviamente, el mensaje es que un hospital de una serie viene siendo un hotel cinco estrellas adonde entras con artrosis de rodilla y sales con un riñón implantado. Y comiéndote un tiramisú, agradeces al alumno de quinto año que te salvó la vida. Eso sí: tienes que facturar antes de salir por la cafetería, y ahí sí es cuando la cosa se pone turbia, color de hormiga. Vaya, que casi tienes que donar el riñón que te queda para poder pagar el servicio médico que no pediste. Hablando en plata: qué preciosidad es una serie médica, que cuesta un huevo y la yema del otro. Así es la vaina, no hay de otra.