En las entrañas del monstruo (fragmentos)
26/12/2016
Debo admitir que estoy emocionado y muy satisfecho. Aquí culmina un vínculo con vuestra isla que empezó en 1946 en Buenos Aires, en el café Rex, donde el escritor polaco Witold Gombrowicz solía reunirse con sus amigos para traducir Ferdydurke, una novela que ha significado mucho en mi vida. En sus memorias, Gombrowicz recuerda sobre todo a dos de aquellos amigos, su fantasía y empatía creativa a la hora de trasladar al castellano las excentricidades y las paradojas lingüísticas de su libro. Los dos eran cubanos, y se llamaban Virgilio Piñera y Humberto Rodríguez Torneu. De esta forma, Cuba entró en mi vida: a través de la solidaridad de artistas desterrados.
Fue en 1963 que conocí por primera vez a un cubano. Era el jovencísimo director del Teatro Nacional de La Habana. Durante un congreso de teatro en Varsovia, tomó la palabra y expresó su emoción por un espectáculo que había visto fuera de la programación oficial: Akrópolis, de Grotowski, que en aquel entonces estaba marginado por el régimen socialista. Recuerdo el trastorno que la intervención de Eduardo Manet —representante de una Cuba socialista, tropical y atrevida— creó en el ambiente ortodoxo del Partido y del teatro polaco. Su discurso contribuyó a legitimar el trabajo de Grotowski, permitiéndole extenderse fuera de Polonia como una provocación y un estímulo incesante para todos nosotros.
Más de 20 años después, en la pequeña ciudad danesa de Holstebro, un actor sueco de un grupo de teatro político llamó a la puerta del Odin Teatret. Acompañaba a un joven cubano que quería visitarnos. Era Helmo Hernández, todavía hoy muy activo en vuestra vida cultural. En aquella época los vientos del teatro político soplaban vigorosamente sobre Europa. El Odin era acusado constantemente por su manera de tomar posición, por su “formalismo”, por su decisión elitista de limitar el número de espectadores. También en Cuba, cuando el nombre del Odin aparecía en los debates o en las publicaciones, el escepticismo y la desconfianza eran más que evidentes. La visita de Helmo Hernández me hizo redescubrir la curiosidad intelectual y el deseo de diálogo profesional de los pocos cubanos que había conocido. Lo invité a la cuarta sesión de la ISTA (International School of Theatre Anthropology), que tuvo lugar en septiembre de 1986, en Holstebro. Algunos meses después, de camino a Uruguay por una gira del Odin, decidí aterrizar en La Habana y visitarlo. Permanecí unos pocos días y, a pesar de que mi visita no era oficial, Helmo organizó encuentros y conferencias. Así nacieron algunas amistades tenaces con Flora Lauten, Marianela Boán, Víctor Varela, Magaly Muguercia, Rosa Ileana Boudet, Vivian Martínez Tabares. Helmo me llevó al Teatro Escambray, que conocía a través de mis lecturas y al que admiraba. Nos acompañó Vicente Revuelta. En mi memoria permanece imborrable el lago del Hanabanilla, sus aguas cobalto y esmeralda, las montañas alrededor cubiertas de palmas reales, una pequeña barca con Helmo a los remos, y Vicente Revuelta y yo discutiendo, como dos niños crédulos, de fantasmas y sirenas, de dragones, ogros y ángeles; es decir, de teatro y política.
La aceptación del herético Odin Teatret tuvo lugar en 1989. Alentada por el director peruano Miguel Rubio, esta vez fue Raquel Carrió el sagaz caballo de Troya que introdujo oficialmente el Odin en Cuba con Judith, el espectáculo unipersonal de Roberta Carreri, y un curso mío en vuestra sede, el ISA. También participamos en la primera sesión de la Escuela Internacional de Teatro de la América Latina y el Caribe (EITALC), en Machurrucutu. Aquí se originó el fuerte vínculo con Osvaldo Dragún, uno de los artistas más puros y comprometidos que he conocido, uno de los habitantes más queridos de mi patria profesional.
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La danza de lo grande y lo pequeño
Esta lista de nombres y de hechos son anécdotas privadas, pero también hechos históricos. ¿Qué veo cuando pienso en la historia? Veo la danza de lo Grande y lo Pequeño. Su ritmo grotesco, tierno, al final siempre cruel, impide que el tiempo fluya de manera uniforme, y en cambio, lo araña y sacude, llenando nuestras vidas de esencia y sustancia, de perfumes y pasiones.
En esta danza hay momentos en que somos arrastrados y momentos en que somos nosotros los que influimos sobre el curso del tiempo. Entonces, parece que nuestras manos conducen nuestro destino. Muchos piensan que esta posibilidad de modelar el propio destino es una mera ilusión. En realidad, es la ilusión de una ilusión.
Existe la Gran Historia que nos arrastra y nos sumerge, y sobre la cual muy a menudo sentimos que no podemos intervenir. Ni siquiera podemos conocerla. No podemos entender en qué direcciones se mueve, mientras se está moviendo, y nosotros con ella. Solo observándola a distancia, una vez que ha pasado el tiempo, sus vueltas y vuelcos nos parecen claros. La Gran Historia no nos concede ninguna libertad. Procede inexorablemente sin que sepamos adónde va ni por qué. A menudo la explicamos con cuentos de hadas que hablan de Esperanza o Desesperación, todos igual de insensatos, a pesar de que, a veces, su insensatez enciende una débil luz en la oscuridad que nos envuelve.
Sin embargo, en la Gran Historia es posible recortar pequeñas islas, minúsculos jardines donde nuestras manos pueden ser eficaces, donde podemos vivir nuestra Pequeña Historia.
La Pequeña Historia, tejida con rechazos y “supersticiones”, es la de nuestra vida, la de nuestro hogar y de nuestra familia, la de los malentendidos, encuentros y coincidencias que nos han conducido al oficio y al ambiente a los cuales hemos decidido pertenecer.
Es evidente que la Gran Historia y las Pequeñas Historias no son independientes. Pero las Pequeñas Historias no son simples porciones de la Grande.
Los niños que construyen un pequeño dique en los márgenes de la corriente de un gran río para hacer una pequeña piscina donde bañarse y chapotear, no juegan en la impetuosa corriente. Pero tampoco están en un agua distinta de la que fluye en medio del río. Las Pequeñas Historias pueden crear pausas y hábitats imprevistos en los márgenes de la Gran Historia, y transmitir al futuro las huellas de su diferencia.
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El teatro es un intento de estar en el agua del río sin dejarse arrastrar por la corriente. Esto es la historia del teatro: pequeños jardines, charcos de agua al amparo del ímpetu de la corriente, a veces inundados por ella.
La otra cara de la continuidad
Detengámonos un momento sobre la expresión “Historia del teatro”. Para que algo tenga una historia tiene que haber una cierta continuidad entre su pasado y su presente. ¿En qué consiste la continuidad del teatro?
Existe una categoría de teatros que son como casas que sobreviven a sus habitantes y mantienen una identidad propia pasando de mano en mano. Luego existe otra categoría de teatros que no están hechos de piedras y ladrillos, cuya consistencia reside en el grupo vulnerable de personas que los componen. Desaparecen con estas personas. No pueden ser ni heredados ni rellenados de nuevos contenidos.
La vida del teatro es una danza de continuidad y discontinuidad. Las historias de los teatros vulnerables a menudo interfieren con las historias de las casas del teatro, pero se mueven basándose en diseños independientes. Su forma, su manera de organizarse, su manera de entrar en contacto con los espectadores y con la realidad social circundante, no se adapta a los modelos de los teatros duraderos. Deriva de necesidades personales y del grado de distancia con los valores de las prácticas reconocidas y consolidadas.
Es la historia subterránea de teatros sin nombre y sin fama. Es un terreno oscuro y turbulento, donde surgen y desaparecen valores imprevisibles y experiencias imprevistas. El teatro aquí se renueva y trasciende. Se trata de una trascendencia concreta que consiste en la superación de los límites que tradicionalmente distinguen lo que es teatro de lo que no lo es, que infringe las fronteras entre el trabajo sobre el personaje y el trabajo del individuo sobre sí mismo, entre la práctica artística y la intervención política o social.
Al comienzo del nuevo milenio, la energía de la vida teatral surge de la tensión entre las luces fijas del firmamento teatral y las turbulencias de los teatros vulnerables, entre las casas del teatro y los teatros que exploran los desiertos, entre la estabilidad y la inquietud.
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Hoy el teatro puede ayudarnos a proteger nuestra diferencia. Entonces se convierte en la práctica de una disidencia.
Un modo particular de moverse
Los años me han enseñado lo importante que es redefinir para mí mismo los términos habituales de trabajo para destilar nuevas imágenes, sabores y fragancias. Es como si el oficio teatral me ahogase. La única manera de respirar un poco de oxígeno es explicándome a mí mismo qué es el teatro; por qué continúo haciéndolo; cómo alcanzar un conocimiento que contiene su opuesto, es decir, cómo huir de la acumulación de la experiencia que se cristaliza en una identidad y se convierte involuntariamente en una limitación; dónde hacer estallar con mis compañeros del Odin estas décadas de prestigio, de soledad y de orgullo. En qué prisión, castillo, ghetto o isla lejana establecer aún un trueque, un momento efímero e ilusorio de reciprocidad y paridad.
Si hoy, queridos amigos cubanos, me preguntaran qué es el teatro, respondería: es un modo particular de moverse. Este “modo particular” es un ethos, un comportamiento que manifiesta un saber artesanal incorporado, y al mismo tiempo es un nudo convulso de “supersticiones” y fantasmas personales, lo que llamamos valores, nuestra brújula de la vida. Para un actor y un director, moverse significa someterse con coherencia y disciplina durante años a una práctica mental y somática, que nos desarraiga de los lugares comunes y de los prejuicios de nuestra cultura de origen, y nos impulsa hacia los territorios escabrosos de la “otredad”. Esta otredad tiene dos caras. Es el otro en nosotros mismos, aquella parte de nosotros que vive en exilio, en la profundidad más profunda de nuestro ser; y es el otro ser humano, separado y distante de nosotros por el temperamento, la cultura o el sexo. El teatro no puede ser un encuentro filantrópico donde se busca comprender, explicar o aceptar lo diferente. El teatro es una lucha incruenta, es nuestra necesidad de apropiarnos del otro —los autores, los colegas de trabajo, los espectadores, los muertos—, de fundirnos con él, de devorarlo, utilizando todo nuestro metabolismo para absorber lo esencial y expulsar lo superfluo. La confrontación con el otro es un rito de transmisión que renueva el reconocimiento de fuerzas y cualidades recíprocas e inexplicables.
El teatro nos mueve de la realidad inferior a la realidad de la existencia profunda. Desde la superficie nos proyecta hacia la corriente opaca de las energías que actúan ocultas. Basta recordar a Marx, Freud, Niels Bohr y los fundamentos sobre los cuales nos movemos, el universo subatómico que niega las evidencias de la física de Newton y escarnece las relaciones de causa y efecto, de tiempo y espacio, de pasado y futuro.
El teatro mueve nuestro universo interior hacia el mundo de los eventos concretos e impulsa nuestra Pequeña Historia a bailar con la Gran Historia. Nuestra rabia, nuestras exaltaciones y nuestros extravíos se enfrentan a la disciplina del artesanado teatral. Emociones, sensibilidades e impulsos se someten a un proceso de ficción, transformándose en acción perceptible que acaricia o araña los sentidos y la Pequeña Historia del espectador.
El teatro nos eleva o nos hace descender socialmente, nos hace ser aceptados, reconocidos y reconocibles, o bien rechazados, a veces perseguidos. El teatro europeo es la historia de un oficio discriminado, con numerosos ejemplos de actores que abatieron las barreras sociales gracias a un consenso de admiración. Rachel, Adelaide Ristori, Jenny Lind, Eleonora Duse, Johanne Louise Heiberg, y tantos otros, procedían de ambientes despreciados y rechazados, judíos, gitanos, hijos ilegítimos o hijos de humildes cómicos de la lengua.
El teatro nos mueve literalmente, nos hace viajar, es la materialización de una geografía que atravesamos física y mentalmente, para visitar lugares y ambientes lejanos, para encontrar temperamentos y temperaturas que sorprenden. El teatro es un vaivén de relaciones, un nomadismo arraigado en un ethos, un artesanado incorporado.
Afirmo que el teatro es una manera particular de moverse. Sin embargo, esta definición vale desde el punto de vista de quien lo practica. Moverse es un verbo reflexivo que se refiere al sujeto, una serpiente que se muerde la cola. Cualquier definición de teatro debe tener en cuenta que el espectáculo crea un fajo de relaciones con distintas realidades y siempre en un tiempo/espacio social. El teatro es una manera particular de mover al espectador.
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Es el triunfo de la presencia absoluta, el compromiso total del individuo-actor que realiza sus acciones hic et nunc, aquí y ahora, frente a los espectadores, en el centro de su época y su sociedad. Pero el actor crea la realidad de la ficción para poder estar en “otra parte”. El teatro es el arte de la ubicuidad: toma posición frente a las circunstancias en que nuestro destino personal y la Gran Historia nos han arrojado, y al mismo tiempo nos transporta a la Utopía, a una cotidianidad ideal. El teatro permite vivir dentro de las entrañas del monstruo y, al mismo tiempo, en una isla de libertad.
¿Dónde está esta “otra parte”? ¿En qué lugar físico, geográfico, afectivo y mental se encuentra?
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Un granillo de arena
El concepto de Utopía está estrechamente conectado al de isla. La isla no está aislada, es una realidad en el mar, que es el medio de comunicación por excelencia. La isla está conectada con el mundo alrededor y es distante. No está separada.
Recordemos los grandes relatos que nos ha legado el pasado. Recordemos los mitos de los jardines. Todo jardín sereno tiene su insidia. Siempre hay el veneno de una serpiente que se esconde en la hierba del Paraíso.
¿Cuál es la serpiente que se esconde en la isla de libertad del teatro?
Cuando empezamos nuestra profesión, nuestro sueño más grande es poder echar amarras en la tierra del oficio, cultivar sus árboles del Conocimiento, encontrar en una lucha-abrazo sus espíritus familiares y aquellos espíritus que la invaden desde los puntos remotos de la tierra.
Cuando empezamos, tenemos una llama entre las manos para iluminar una voz lejana: nuestra vocación. Con los años, nuestras manos estrechan cenizas, y toda nuestra energía y nuestro saber se tienden en el esfuerzo de mantener en vida las brasas que todavía arden.
No hemos desembarcado en la isla de la libertad, nos hemos precipitado en las entrañas del monstruo.
El teatro es un monstruo que ahoga tramposamente nuestra necesidad originaria con la costumbre, la repetición, las coartadas y la triste fatiga. El teatro se convierte simplemente en un trabajo, una familiaridad con un oficio que ha perdido su magia, su ethos, sus ideales. A la hora de cenar, nos sentamos a la mesa. A la hora de dormir, bostezamos. Cuando vemos un árbol, recogemos su fruto. El teatro sobrevive y nos hace sobrevivir envueltos en un sano fatalismo de indiferencia y tibieza.
Solo la revuelta nos puede proteger, una rebelión contra nosotros mismos, contra nuestros pequeños compromisos, contra nuestro impulso natural a escoger las soluciones conocidas y seguir el camino menos arduo. Lo que transforma el monstruo en una isla de libertad es el camino del rechazo, el trabajo anónimo e incorruptible, cada día, por años, años y años.
No debemos nutrir aspiraciones ambiciosas. Debemos ser conscientes de que somos solo un granillo de arena en las entrañas del monstruo.
Debemos ser arena, no aceite, en la máquina del mundo.
Traducción del italiano, Lluís Masgrau.
Nota: Publicado en Conjunto n. 124, enero-abril 2002, pp. 3-13 (dossier “Odin Teatret en Cuba”).