Aunque América no era tierra de rosas, Gastón Baquero —autor entrañable para Luis Yuseff y quien creyó haber visto y soñado todas las rosas— escribió que “en el principio fue la rosa”. Nuestro hombre originario no se preguntó —como hizo Walter De la Mare— “a qué siglos salvajes se remonta la rosa”, pues suyos fueron otros árboles y flores. Otras fragancias y formas tan enigmáticas y sugerentes como aquellas que portaban, desde tiempos inmemoriales, el arquetipo y la fascinación en otras tierras.

Tuvo que esperar el paisaje americano hasta mediados del siglo XVI, después de varios intentos, primero con plantones y finalmente con semillas, para ver florecer la primera rosa. La iniciática. Esa que germinó, propagándose en variedades y matices insospechados, en un nuevo clima y en las diferentes regiones de una geografía adoptiva que hizo rápidamente suya, similar a como se extendieron las flores en esa metáfora de los primeros tiempos que es el Paraíso; pues “la aparición del hombre —añadió Baquero, quien vio abrirse la más bella y enigmática de las rosas en Villalba— fue precedida por la irrupción de las flores”.

“El dolor tiene zonas por donde la palabra no puede avanzar (…) Y el verso se malogra. Y lo que pretendió ser un libro de poemas se transforma sin excusas en una jaula (…) Pero si a esa jaula se le coloca dentro una rosa (…) entonces la jaula y la rosa adquiere nuevas connotaciones. Solo así se puede abrir puerta a otro espacio”.

“En el principio fue la rosa”, parece reafirmarnos Luis Yuseff —quien estaba “viviendo el último año del Cristo” cuando escribió muchos de los versos de La rosa en su jaula, Premio José Manuel Poveda 2009— en la dedicatoria, hermosísima, que resume, como ars poetica, un libro que vuelve al lector, sumando las modulaciones de la voz del poeta en un audiolibro, con la misma fuerza con que sumó su impulso (su noche y sus heridas) al panorama de la poesía cubana:

“El dolor tiene zonas por donde la palabra no puede avanzar [aunque luego nos diga que ‘hay que aprender a saltar sobre las palabras-abismos’]. El dolor se resiste a veces a ser nombrado. Crispa la idea. Y el verso se malogra. Y lo que pretendió ser un libro de poemas se transforma sin excusas en una jaula. Y una jaula no es un poema (de ninguna manera), apenas un símbolo que por sí solo no constituye un acercamiento al hecho trascendente de la Poesía. Pero si a esa jaula se le coloca dentro una rosa (o a la rosa se le obstina con una jaula dentro) entonces la jaula y la rosa adquiere nuevas connotaciones. Solo así se puede abrir puerta a otro espacio. Y ese espacio justifica en parte esas nuevas zonas de dolor…” que se abren como flores de hierro sobre el pecho, como ramas ardientes del árbol de hierro que germina en intrincadas estaciones nocturnas.

Así la rosa —emblema en la cultura occidental— y la jaula —con esas rejas innumerables de las que hablaba Rilke— se emparentan, en una imagen oscilante y poderosa, trazando un nuevo tejido de significados y otras aleaciones que se abren a espacios en los que «el poeta tiene que traficar con los blancos misterios que le ofrece la mano del pecado». Y la mano del dolor. Ya Yuseff había trazado su esquema en la impura rosa y en Salón de última espera, mientras bebía al amanecer la “negra leche del alba”, se encontró “contemplando las rosas que me han tocado en este mundo y por las que Dios viene a la tierra”, pero en su lugar se le mostraron, como a Baquero, “todas las rosas del mundo”.

El autor Luis Yuseff (a la izquierda, en la imagen) y el autor de este texto durante una reciente presentación del poemario. Foto: Cortesía de Vanessa Pernía Arias

Este es “un libro que está escrito desde el dolor”, escribió entonces Marilyn Bobes, y que “nos devela un mundo regido por la conciencia de la mortalidad y la imposibilidad de la palabra para expresar todo lo que nuestra conciencia (y nuestro inconsciente) experimenta ante la inasible realidad”. No solo el poema-herida, el poema como corte y cicatriz sangrante, sino el dolor como hondura, como barro de la primera vasija, incluso como cimiento, argamasa y columna; pues para el poeta “el dolor solo es admisible como seña de vida y como experiencia de superación”. Desde ese “alumbramiento tortuoso” nacieron estos versos. Y nacieron a “la luz celebrada en la temprana inocencia. Luz que corta el cristal de la mañana”.

Aquellas páginas, publicadas por la Editorial Oriente en 2010, señalaban que el joven poeta, infatigable rastreador de la belleza, había bebido de múltiples aguas; aunque, al mismo tiempo, sus versos nos revelan que ha decantado y como cada escritor, forjado su coraza de autores, sus poetas esenciales que, como escapularios, le guardarán los días “hasta que Dios queme el tiempo”. Libro “despiadado y brillante”, es cierto, pero despiadado en el sentido del golpe y la rajadura como formas del poema que temen “una jaula para cada canto”. Así la rosa —nos recuerda Manuel García Verdecia— “es no solo la belleza, sino el sentido real, evidencia de Dios, potestad del ser”. Desde la jaula —¿la jaula en el jardín y/o en los sitios domésticos?— “imprime su irradiación” y hace de ella “un espacio donde el sufrimiento alcanza un sentido. La rosa dulcifica la jaula, la jaula endurece la inocencia de la rosa y la inocula. La rosa es más poderosa que la jaula. Oxida sus rejas y restablece el fulgor de lo cierto” que sobrepasa al símbolo e incluso a los días que nos “devoran como lepra”, pero que “también son días de Dios”.

Lina de Feria escribió sobre la belleza de la especulación en los versos de Luis Yuseff, una especulación que sorprende por lo profundamente encarnada y por surcar —añado— los entresijos del dolor y la fe en la poesía, similar a la que tuvieron esos “poetas suyos” con los que dialoga, en los altos y solitarios sitios de la noche, en la sección “bosque de naves no invitadas”. Yuseff, en sus modos de nombrar, puntuar, cortar, sangrar o hilvanar, especula con entresijos, filigranas, hilachas de otros que ha unido con fibras a su mirada y que corporizan en versos: ¿Así que en el fondo de todo hay un jardín? Entonces toda selva tiene dentro un jardín. ¿O todo jardín es una selva? ¿Soy jardín? ¿Soy selva? ¿Soy el fondo de todas las cosas? Me desconozco. “De sus poemas largos —subraya Lina— una contención audaz que mantiene el vibratorio en el aliento poético. De sus poemas cortos, la síntesis y la rápida captación de una idea sólida”. Así, “sobre la mesa blanca de la que hablaba René Char” y definitivo como una herida, Yuseff nos ofrece poemas donde “la rosa seguirá siendo rosa en su anonimato. Quizás en la promesa de ser rosa”.

“Este es ‘un libro que está escrito desde el dolor’, escribió entonces Marilyn Bobes, y que ‘nos devela un mundo regido por la conciencia de la mortalidad y la imposibilidad de la palabra para expresar todo lo que nuestra conciencia (y nuestro inconsciente) experimenta ante la inasible realidad’”.

El poeta —que sabe que la rosa espera tras las rejas, allí, en su jaula— pone en la balanza a la palabra y observa la crueldad del paso del tiempo, ese gran escultor del que hablara Marguerite Yourcenar: “Tú te sostienes como un gran muro en la memoria”. Y “la memoria es un trago ardiente”. Estos poemas —como ramificaciones del árbol que crece, indócil, en el patio del hogar, enraizándose en los huesos— parecen haber sido escritos bajo la “noche bella que no deja dormir”. Acaso las noches blancas de Dostoievski o la de los “llamados poetas insomnes”, en las que llegan los difíciles amigos con “sus herrumbres” y “sus fosforescencias”, como poemas nocturnos que se “beben el agua de la noche preñada de estrellas rigurosas” y las formas de las palabras.

Luis Yuseff nos advierte, como un aldabonazo y también como Baquero, que “toda ceremonia a favor de la rosa es inútil”. Aunque sus poemas, los versos que leemos (y escuchamos ahora en su voz) en esta reedición de La rosa en su jaula, sean la comprobación de que cuando el metal hunde su filo en la carne o el peso del dolor hace torcer los músculos del pecho, del desgarramiento puede brotar la belleza, aunque esta belleza sea precisamente la que justifique nuevas formas del dolor, que son al mismo tiempo, nuevas zonas para la interpretación de la palabra. Mientras, el poeta —que sabe que las sentencias se aceptan y que ha aprendido a convivir con las verdades que ha escogido y con otras que nos rondan— mantiene la esperanza del día en que solo un poema sea “capaz de sostener de pie a un niño. A un hombre. A un país entero”. Incluso al “corazón impaciente de una isla” que es rosa, que es jaula, que es dolor y poema.