En el lugar adecuado de la memoria
7/4/2021
Si el lenguaje no muestra la supremacía con respecto a sus consecuencias ni busca calcinar o sofocar el arrimo y conexión de las palabras, puede andar pavoneándose por dominio e independencia de destello (im)previsible. Improvisa a partir de un saber o una vivencia previos, aunque necesita ceder. Y tiene que hacerlo por propia iniciativa, resuelto a confiar en la palabra cual misionera del peregrinaje natural. Eso es darse de antemano mediante pacto sutil. Entonces continúa prolongándose tras el encuentro con el lector. Es su primera y auténtica posibilidad de existir.
Generoso y apenado a la vez, pareciera que el lenguaje se esconde. En honor a la verdad, empieza a desvivirse. En ello va su ganancia. Gana el lenguaje y quien se sirve y lo sirve. Mas no con empeño de pompa, sino de satisfacción por partida doble, gracias a la fidelidad. La del autor con su escritura; la del lector con esta última. A este respecto, Roberto Méndez Martínez se ha vuelto a salir con la suya. Lo ha hecho antes al estar de acuerdo en su reciente Superstites (Selvi Ediciones, 2020) que el poema asimismo “es una mani-obra del lenguaje, así como la escritura, por cuanto tiene de arte, es manufactura”.[1]
Roberto pudiera deleitarse de su camino recorrido. Pero le place, con los seguidores de siempre, saberse todavía sobre la marcha. Claro que, como autor que se precia, ambiciona nuevos adeptos. Recomendación o curiosidad, no importan las razones por las cuales se arrima uno al texto. En definitiva, lo de Roberto es invitar a un viaje, a la aventura que suponen y representan sus libros. ¿Viaje y aventura? Es revelador que desde Hacia el bosque sagrado, el inaugural capítulo de cinco que conforman el volumen, en el poema “Instrucciones al elegido”, se realce: “Todavía esta jornada te pertenece,/ no la agotes con zozobras ni lamentos,/ también tú fuiste una vez el elegido/ y no pensaste en la mínima porción de muerte que requería tu triunfo”. “Instrucciones al elegido” adelanta cuanto acontecerá para recomendar normas de conducta que parecen y son programáticas en cuanto guía, pronósticos, advertencias del éxito transitorio en el camino del protagonista heroico, próximo a enfrentarse a su derrota a un tiempo de haberse favorecido ya durante la secuencia vital.
Amén de las aplicaciones de prosopopeyas, paradojas, epíforas; amén de la etopeya y la prosopografía, de la metáfora pura y sus variantes, es voluntario que el empleo de las analogías por términos cercanos: camino, paso, tránsito, retorno…, acoplen los tiempos sucesivos que ahora se destacan: período antiguo y mitológico (Hacia el bosque sagrado), el de las alianzas cristianas (Cuarteto del Apocalipsis), el de una modernidad espaciosa y múltiple, donde lo personal deriva colectivo y viceversa (Más allá del Leteo), pasando por un intermedio de cortesía histórica (Cuadernillo romano) hasta llegar a testimoniar los ambientes íntimos intervenidos por la cultura nacional (Casa de hombres solos).
Las citas, partiendo de la conmovedora confesión de Tácito, que el autor coloca en el umbral del libro, son experiencias y remembranzas culturales del sujeto lírico que conectan pasado y presente, muerte y vida. Lo que algunos por error pudieran conjeturar sobre el autor, atribúyasele a cada protagonista poético. Más allá de reconocer la voz de una escritura, ¿convendría localizar solo líneas temáticas para que este conjunto se entrelace y armonice? Admitirlo equivale a menospreciar la coherencia de un volumen donde sobresale, en efecto, una pluralidad referencial que se inserta consciente en la escritura poliédrica de versos narrados y fisionomías poéticas suscritas —según una incipiente ojeada— en la tradición.
Si mal no recuerdo, fue Rafael Argullol en entrevista quien aseveró, con pasión razonada y mucho acierto, que los géneros literarios pueden y llegan a ser estados anímicos, actitudes ante el lenguaje. Méndez Martínez se inscribe en dicha opinión si el lector tiene en cuenta la disposición libérrima en que Superstites transgrede lo convencional del poema, consintiendo por momentos la prosa que relata y hasta ensaya como mucho de lo de Hacia el bosque sagrado, cuando no son poemas que contienen una historia, a medio camino entre el testimonio y lo biográfico del yo poético.
A propósito de lo anterior, Casa de hombres solos, por ejemplo, descuella por antonomasia “Roberto Friol, vuelto hacia la pared, habla en inglés” y el crepuscular “Los días del pan”, el cual empuja a un franco contraste con el también crudo si bien preparatorio “Instrucciones al elegido”. Iniciación y cierre donde merodean el pánico y la fatiga, omisiones y silencios y ahí no más, efectiva en desiguales circunstancias, la muerte prescribiendo los finales. A pesar de figurar cuales retratos sobre la derrota anticipada o manifiesta, respectivamente, están lejos de recrearse en pasajes melancólicos. En ambos asoman vivencias transversales de lo ocurrido.
Por su parte, “En cabeza de Orfeo” se entrevé lo utópico cuando se advierte cierta prolongación artística del personaje de origen tracio: “No hay ocasión ni sitio para él en estos páramos. Todo se ha extinguido. Los hombres entre las rocas siguen golpeando a las tortugas, su silenciosa muerte alimentará los instrumentos músicos que mañana van a llevarse los mercaderes de Fenicia”. Previamente se ha comprendido lo siguiente: la muerte acompaña temprano la vida para que no haya necesidad de sobrevalorar el dolor. De ahí el aviso: “Nadie derrama libaciones o endechas ante esa tumba. Y Orfeo… es solo un muerto, un ausente. Todo el que quebranta un orden debe morir. Tocó límites, mezcló la compasión y la música, sacó del olvido a quien ya no tenía nombre, conmovió a los dioses oscuros y a las bestias ¿Por qué los hombres tendrían que comprenderle?”.
El interés de reavivar los mitos será una constante, el cual no se limita al apartado de Hacia el bosque sagrado. Sin embargo, es en “Alcestes —Jirones de una tragedia—” en esencia, que la imaginación se arriesga a reanudar por interpretación el relato tradicional perteneciente a la tragedia homónima de Eurípides. El poema merecería un comentario aparte en que no urja demostrarse —ni toda la prosa y menos la poesía tienen que demostrar— cómo el examen de la obra teatral se retroalimenta de Alcestis con Heracles y Cerbero, la pintura mural de una de las catacumbas cristianas de la Vía Latina, con fecha del siglo IV d. C., para meditar sobre lo que se anima a ser además crítica de arte. La historia de la imagen en el fresco fija la consideración al uso de “película quieta”. Por la descripción del poema de Roberto, se favorece una suerte de narrativa cinematográfica donde prima la estructura alternada.
En consonancia con el título del cuaderno, las juntas configuran iconografías de supervivencias localizadas y por tanto específicas por ritmos y tonos en paisajes localizables y corporales de la ciudad y calles, casas y balcones, parques y barrios familiares e incluso ignotos, la navidad y despertares o atienden regiones más abstractas: las de la fe y “el lugar adecuado de la memoria”, la de los cuestionamientos éticos que testifican cómo marcan las cicatrices de lo cotidiano, querámoslo o no, a través de los consorcios artísticos (escultura, danza, música, pintura, cine, arquitectura) y de la iniciativa de buscar la vida que a uno más le plazca o procura perdure. Sin embargo, la obra a ratos intenta su albedrío como si soslayara la dependencia de esos ojos intuitivos que prueban (des)cubrirla, caso de “Cabellos, lágrimas, rostro”. Advirtamos el poema en su escritura toda:
En la hoja que le dimos,
nuestro hijo ha pintado un payaso
—ni cabellos, ni lágrimas, ni rostro—.
Tiene justo la edad
en que unas manchas del color preciso
pueden distribuirse en la página
con la simetría estelar de los versos de Mallarmé
sin que cosa alguna vaya a inquietarlo.
Lo pusimos a la luz,
intentamos curarlo de frío
y del sabor crepuscular que a veces nos alcanza,
enviamos su imagen muy lejos, pero:
¿Quién necesita un payaso por estos días?
El ser que adivinamos en la página doblada
se ríe de modo harto inquietante
para nuestro torpísimo gusto,
sin cabellos, ni lágrimas, ni rostro.
Ese payaso y Eurídice, Orfeo, Febo, Admeto, Heracles, Elías, Mozart, Anna Ajmátova, Lauren Bacall, Freddy, Anna Netrebko… derriban y complacen, pero levantan a tiempo, por simpatía y justicia, para gozar de casi todo lo bueno que aún sobrevive.