Lo que va de ayer a hoy en el campo cubano –gracias don Luis– es consecuencia de varios procesos donde eso que consideramos “civilización” se ha venido instaurando a fuerza de políticas sociales inclusivas y reivindicativas. Ganancias y pérdidas, utopías y recuperaciones lo caracterizan. Considero que es tiempo ya de maximizar los enfoques que sitúan al fenómeno en el centro mismo del bienestar nacional, pues nuestro espacio habitable y cultivable sigue siendo por geografía –aunque no por demografía– más rural que urbano.
El campo de hoy no es el de ayer. Ignoro si será mejor o peor, pero al menos sabemos que es diferente. Redefinirlo aunque sean gruesos los brochazos, en pos de que recupere su alto peso específico en nuestra dinámica cotidiana –no solo como estancia proveedora de alimentos– importa mucho para que ampliemos la plataforma sociocultural sobre la cual se erigen los soportes de la nación. El 17 de mayo, día del campesino en Cuba, se pinta momento ideal para que reflexionemos.
Los desmanes de terratenientes y latifundistas, el atraso económico, sanitario y cultural del campo de aquel ayer lejanísimo que fue quedando atrás con los proyectos de la Revolución, no impedían que en aquellos parajes se concretaran manifestaciones de inusitada riqueza, aún vivas, como es el caso de la décima, que tampoco es solamente improvisación y canturía, sino también oralidad y poesía de los más altos quilates.
Amplio sería el repertorio de acciones tradicionales –no solo artísticas– a rescatar, de momento solo cito, alegremente unas pocas: juegos de velorios, géneros musicales, danzas como la caringa, el zapateo, el zumbantonio, el papalote; determinados modos de vestir y reunirse, recetas endémicas, cocción de dulces caseros, solidarias cobijas de casas…
No insistiré en la denuncia de lo que ya es pasado, pues mi objetivo se centra en registrar qué sobrevive, qué ha perecido y a qué nuevas hadas pudiéramos convocar para que reaparezca con la fuerza que merece en la configuración de nuestra identidad esa cosmovisión agreste, donde lo paisajístico y lo vernáculo se funden con lo pragmático. Únicamente por esta causa insisto en rememorar someramente cuáles eran las epifanías que nos sostenían vivos, y con alma, en aquellos espacios de injusticia.
Hoy que la mayor parte de nuestros compatriotas habitan en pueblos y ciudades, o en sus periferias, y que la asunción de nuevos códigos culturales ha ganado a los descendientes de los que en su momento fueron inmigrantes internos, asistimos a una realidad donde se fortalece la hibridez estudiada por Néstor García Canclini. Sin embargo, pese a que dicho fenómeno es consecuencia de un avance social que en buena medida se tradujo en calidad de vida, cabría preguntarse si un análisis más profundo no haría recomendable revertir el sentido de esa migración y buscar alternativas osadas en pos de la repoblación –material y espiritual– de nuestros campos.
Claro que en esa campiña ideal que proyecto en mis delirios, repoblada por los nuevos usufructuarios de tierras estatales, las infraestructuras tendrían que ser otras: la vivienda, los servicios, las instituciones culturales y educativas, la plataforma sanitaria, las opciones de transporte y de comunicaciones estarían obligadas a operar con eficacia mayor a la que exhiben en las ciudades.
En los momentos iniciales de implantación de las medidas económicas que hicieron posible la aún insuficiente vuelta a la agricultura de muchos compatriotas, se les prohibía a los productores edificar en las tierras arrendadas; era una especie de contrasentido, pues aun cuando esos arrendatarios alcanzaran la eficacia productiva, el fomento de una cultura campesina solo se concretaría en el diálogo in situ –llamémosle cultural– del hombre con su ámbito productivo. Y parto del principio de que no solo las horas de sol generan la complicidad necesaria entre el hombre que pide y la tierra que da, pues la magia de las noches aporta matices luminosos a esa relación. Para amar al campo y lo que él nos regala, pernoctar a su amparo no carece de importancia. “Desnuda eres azul como la noche en Cuba” escribió Pablo Neruda en un texto de amor. Esa noche azul nuestra, maridada con el hombre amante de su tierra, podría añadir fertilización —qué importa si subjetiva– a los sembrados.
“…imagino la fundación de una nueva ruralidad como buen camino para incentivar la grandeza de la Patria”
Pese a la irreversible presencia de lo virtual en nuestros días, quizás en esas nuevas comunidades con que sueño, se pudieran recuperar propuestas culturales de añeja data, en buena magnitud metamorfoseadas por el ímpetu de las tecnologías: esos trillos hechos con fondos de botellas para marcar el acceso a la vivienda, los jardincillos de clavellinas y vicarias que escoltan portales, la siesta en hamacas de saco, el renacer de utilerías de diversa naturaleza, como las coladeras de café, los anafes, los molinos de viento y de piedra, las canoas de alimentar al ganado, las hoces y machetes, entre otros revivirían su protagonismo en los supuestos edenes, sobre todo porque las ganancias de lo urbano, como ya dije, las acompañarían.
Los más bellos paisajes son los que están en la mente del hombre. Recuerdo ahora con nostalgia y gratitud, aquella casita donde viví, si no en el campo más remoto, sí en el área rural de un pequeño batey azucarero. Con sus instantáneas mentales siempre ensamblaré la casa de mis sueños. La pienso en ese paisaje utópico que ya describí, con la misma hortaliza que nos autoabastecía todos los años, las mismas matas de aguacate y de mangos, el mismo patio de gallinas, el mismo corral de cerdos; con los pitazos del central y el bufar de la locomotora de vapor; y también con teléfono (fijo y celular), Internet, computadora, TV pantalla plana, librería, biblioteca, sala de teatro, y el copón y la vela. Con la mayor certeza, de esa forma me reinventaría una felicidad diferente a todo lo vivido hasta hoy.
Sé que estas descargas pudieran provocar muchas sonrisas irónicas, incluso mi descalificación como analista objetivo. También sé que algún trasnochado crítico de redes sociales pudiera avizorar que clamo por una especie de colectivización forzosa, pero tal dislate no me quita el sueño; como se hace fácil apreciar, nada más lejos de la idea con que me ilusiono.
Me convocaron a pensar como país, y en consecuencia, con mi manera más sana de pensar imagino la fundación de una nueva ruralidad como buen camino para incentivar la grandeza de la Patria. Esa Cuba de campos habitados, sembrados y alegres entraría en sintonía con aquella sentencia con que el poeta José María Heredia, camino al destierro, se despidió de su isla amada: “¡Cuba, Cuba, que vida me diste, / dulce tierra de luz y hermosura! / ¡Cuánto sueño de gloria y ventura / tengo unido a tu sueño feliz!” Pero también propiciaría comprobar cómo se instalan en nuestra agenda cotidiana estos otros de Juan Clemente Zenea: “Dichoso el hombre que sensible y tierno / en la heredad de su familia espera, / poder sembrar el grano en primavera / y recoger el fruto en el invierno”.