Los títeres tienen su magia particular; son esa especie de palabra que se mueve y actúa, para decirlo con la voz autorizada de Paul Claudel. Juntar en la misma frecuencia, plástica y dramática, la “realidad” y la ficción, en busca de ese teatro total con que soñamos, es una tarea difícil, pero no por eso deja de ser inquietante y retadora. El teatro de títeres está hecho para que logremos nuestros sueños, sean del color, la intensidad o magnitud que podamos alcanzar. Despertamos un mundo subjetivo que subyace en nosotros, y como médiums comenzamos a traducir sobre la escena y el retablo.

Cuando le pedimos a Norge Espinosa una versión sobre la mítica mulata villaverdiana Cecilia Valdés, sabíamos que nos enfrentábamos al mito eterno, pertenencia de todos, y por tanto, terreno movedizo, simbólico, metafórico; características tan inherentes a los títeres. ¿Caricaturizar virtudes y defectos? Sí. Encontrar en ese actor ideal de madera o cartón la medida de nuestra imagen artística. Esa caricatura, nunca exenta de amor, no reproduciría espacialmente los paisajes de Laplante, Mialhe o las estampas de Landaluze; ellas son insuperables, únicas. Nuestra escenografía fue planteada como una síntesis de los sitios por donde desandó la hija de Charo Alarcón y Cándido Gamboa; un espacio de estructuras de madera, telones pintados y elementos mínimos, que solo refieren una Habana súper explotada y conocidísima en el cine, la pintura y la literatura. Partiendo de materiales naturales como la madera, el lienzo, las fibras de yarey, el color ocre, siena y tierra, se reservaron los estallidos de color solo para incidir en los momentos dramáticos necesarios. No queríamos un diseño como simple garantía de cierta calidad estética, sino como el propio material del drama y su acción; un punto de partida para estimular en el público una nueva revisión de un mito que se ha vuelto infinito, a la manera de Teatro de Las Estaciones, de sus búsquedas, interrogantes, ansiedades, destinos.

Un títere como contraste entre fragilidad y gracia, entre lo inanimado y lo animado, entre la reducción y la desmesura. En ese contraste, el actor frente a la figura —parafraseándola, protegiéndola, criticándola o compartiendo sus afanes cuando fuera inevitable—, Villaverde mediante y los destinos que escribiera a sus personajes en la novela. El diálogo es constante entre imagen, texto, música (la de Roig, magnífica e imprescindible, y la de Elvira Santiago, fiel al espíritu creativo de aquel) y el movimiento perenne para evitar la muerte de los títeres. Todos los elementos clásicos de improvisación, juegos de palabras, equívocos, exageraciones, insultos, procacidades de origen sexual y comentarios críticos sobre la sociedad están en el texto pautado por el dramaturgo; un texto que no renuncia a lo popular del títere, que tiene en cuenta otros elementos del teatro de sala y sus recursos tecnológicos, mezclados con mecanismos titiriteros tradicionales. Los títeres, tanto como los personajes seleccionados, son una síntesis del arsenal que provee la novela.

Además del teatro de sombras, la media máscara, los planos y los objetos manipulados, se utiliza principalmente la técnica del bunraku, esa forma animada del siglo XVIII, nacida en Japón, que permite interactuar al actor a la vista con su muñeco. Actores y actrices manipulan a hombres y mujeres sin distinción, en el momento necesario del espectáculo, haciendo de la ayudantía una tarea fundamental.

Teatro de Las Estaciones no era un conjunto de muchos actores en 2005, fecha del estreno de La virgencita de bronce. A diferencia de la conocida compañía de los Rosete Aranda, de México, los titiriteros del maestro italiano Vittorio Podrecca o del teatro de muñecos de Serguei Obraztsov, en Rusia, éramos cuatro animadores, solos en el espacio teatral, un espacio que por fuerza y decisión es sencillo y voluntariamente limitado. Un marco paródico para la representación, donde los personajes títeres saltan, se lanzan al vacío, se salen de los límites permisibles para vivir una vida de excesos y aproximaciones a lo real. Todo el juego tragicómico realizado y disfrutado por los titiriteros esclavos, conocedores y conscientes de lo que ejercen en escena, acaba en el conocido destino fatal de la novela Cecilia Valdés o La Loma del Ángel, continuado en las diferentes versiones. La historia de los muñecos-personajes provenientes de la historia literaria es independiente de los deseos de los actores; una vez comenzado el rito nada puede impedir el final. La muerte de Leonardo a manos de un José Dolores Pimienta enceguecido de odio y amor es una imagen obligada, como ocurre en los cuentos clásicos. Sobre ese homicidio giran infinidad de sucesos y motivaciones que uno puede transformar o no: es una decisión conceptual del equipo de realización. Nosotros fuimos fieles a lo ocurrido en la iglesia habanera descrito en la novela.

Hay mil Habanas y una sola, hay mil Cecilias y una sola; ambas con líneas y senderos vitales que se han trasladado al teatro, la zarzuela, el cine, la televisión, el ballet y el teatro de figuras. La libertad del títere se gana con la dignidad con que el creador enfrenta las experiencias artísticas que el mundo de los retablos estuvo a punto de olvidar copiando los comportamientos humanos. El nuevo rostro del teatro de figuras pasa por el compromiso de quienes asumen su magia particular. Todos podemos versionar las historias más populares, algunos elegirán un sendero luminoso; otros, riberas frágiles; otros se arriesgarán a tientas para descubrir en las viejas huellas pisadas frescas.
“Un personaje que se ha vuelto mítico con su entorno de amor, muerte e injusticias sociales”.
Antes de nuestra virgencita de bronce, el trayecto de la mulata decimonónica fue alumbrado en el siglo XX por Roig en el género lírico (memorable el montaje de Roberto Blanco con aportes musicales de Leo Brouwer en el siglo pasado); Pepe Camejo en una puesta en escena con títeres en los años 60 que nunca llegó a estrenar, como sí lo hizo Modesto Centeno en los años 70, desde el Teatro Nacional de Guiñol; Gustavo Herrera con el Ballet Nacional de Cuba; Abelardo Estorino y su Parece blanca, montada con la compañía capitalina Hubert de Blanck, hasta llegar nuestro momento de enfrentar un personaje que se ha vuelto mítico con su entorno de amor, muerte e injusticias sociales. Un ayer que a veces, muchas veces, parece hoy un camino que se vuelve interminable.