En busca del hijo perdido
11/4/2018
Una pareja es sorprendida por la cámara haciendo el amor en plano cenital. A partir de ese instante seguiremos a Adriana (flautista de orquesta) y Carlos (fotógrafo desempleado), quienes intentan descendencia; viven en la casa de unos amigos que se la han dejado en préstamo al partir a uno de sus frecuentes viajes; tampoco ellos tienen hijos… ¿o sí? Hay un niño que emerge de un video, de un retrato, que hizo algún dibujo ahora oculto en una gaveta…
No digo más, solo puntualizo que en Summertime, de José Luis Aparicio, sobre guion suyo y de Daniel Delgado, hay un secreto relacionado con esa criatura que puede aflorar en cualquier momento poniendo en crisis la relación de los protagonistas, y como casi siempre que hay secretos también hay mentiras, no es solo la del matrimonio propietario del apartamento ocultando quizá el hijo, sino… la de alguno de los ocupantes, ¿o de ambos?, esos que insisten en tener un niño.
Cartel de Summertime, de José Luis Aparicio. Foto: Diana Muñoz
Pero, ¿qué vínculo existe entre ellos y el que aparece en imágenes?
El director no persigue un suspense hitchcockniano ni se (nos) sumerge en uno de esos thrillers espeluznantes que se erigen en torno a secretos o mentiras semejantes para un final efectista. Todo lo contrario: en tono menor, de modo reposado y con un tempo lento, discursa en torno a la complejidad de las relaciones de pareja, humanas en general; el daño que, como las zorras del bíblico “Cantar de los cantares”, puede arruinar los viñedos o agriar el vino resultante: lo que se oculta y un día aflora, lo que no se puso encima de la mesa y tarde o temprano echa a perder la cena. Y, sobre todo, ¿qué tanto se conoce al otro, al que comparte la vida con nosotros, al prójimo?, ¿hasta dónde sabemos e ignoramos lo que oculta o revela?, ¿en qué momento empieza la verdadera infidelidad, la traición?
Summertime no responde, más bien induce esas interrogantes y nos conmina a hallarles alguna respuesta o abrirnos a otras preguntas.
Toda la morfología del filme se pone en función de conformar un ambiente que, por contraste, resalta lo turbio de una relación en apariencia armónica y sincera: desde las paredes blancas hasta el almuerzo compartido (donde, a propósito, hay un zoom nada gratuito de progresivo alejamiento y empequeñecimiento de la pareja mientras conversa), pasando por las escenas sexuales que se encaminan a la procreación ignorando (o pretendiendo hacerlo) que esta ya existe, aunque fuera de la dupla. En elocuentes subjetivas —como aquel plano de los inicios que muestra una ventana dividida por una barra— se nos invita a una cotidianidad aparentemente desprovista de conflictos y poblada por las visitas de ella al ginecólogo o las búsquedas de trabajo por parte de él, quien, sin embargo, busca algo más ¿o desea esconderlo?
El plano composicional, entonces, detenta una sutil correspondencia con la gramática fílmica, incluyendo una banda sonora (Carlos Osorio Jaramillo, Emilio Polo García), donde a unos escasos ruidos (sobre todo del agua, que desde su fluir y transparencia es cómplice del ocultamiento o la duda) se une en algún momento un fragmento de la famosa pieza de Gershwin que, ensayada por Adriana desde su instrumento de viento o sonando en algunos de sus acordes de modo extradiegético, da título a la obra[i]: ese “tiempo de verano” sugiere procura de fecundidad, calor germinativo, estación propicia para la creación —de un hijo, de consolidación afectiva—, lo cual, dados los rumbos que adquiere la diégesis, deviene nominación irónica.
La voluntad de desdramatización que se aprecia desde el guión y plasma sabiamente la puesta en pantalla (ausencia de subrayados sonoros o gráficos, de situaciones-límite, de planos abruptos…) no limita, sin embargo, el alcance y la significación semánticos del relato, el cual, mediante unos pocos más eficaces diálogos y la fuerza de imágenes a veces tan solo sugeridas, nos conduce en tanto espectadores al núcleo del conflicto.
En vez de excesos informativos o intercambios superfluos entre los personajes, la cinta se mueve en el terreno resbaladizo de la ambigüedad y la sospecha apoyada en una conseguida ambientación, una atmósfera de casi imperceptible suspense que sin embargo nos conduce al puerto, tampoco enrarecido con soluciones cerradas o terminantes; de hecho, el frecuentemente abusado e injustificado “final abierto” detenta aquí un sentido coherente, a más de motivador. Las actuaciones de Neisy Alpízar y Raúl Capote sintonizan a la perfección con la plataforma ideoestética del filme mediante desempeños convincentes, sólidos, donde la expresividad no interfiere la contención. Filme sugerente, nos invita a reflexionar en torno a los acuciantes problemas que aborda desde un minimalismo que incluye, propone, comparte…, justo como el tiempo cálido del verano.