Elogio de la ventana y el balcón
18/5/2020
En 1920 Carlos Gardel grabó para la Odeón-Emi el número Asómate a la ventana, cuya letra y música son de la autoría de su guitarrista de entonces, José Ricardo Soria, conocido por El Negro José Ricardo. En su primera estrofa hay una súplica-invitación para que la mujer amada (o imaginada) deje ver su rostro:
Asómate a la ventana,
para que mi alma no pene;
asómate que ya viene,
la luz de fresca mañana;
asómate, y si te miro,
mi ardiente amor te confieso
en los rumores de un beso
y en el vaivén de un suspiro.[1]
A la ventana, encuadre ideal para galanterías, solo el balcón podría disputarle protagonismos: ambos constituyen los marcos simbólicos (y reales) más reiterados para serenatas, escaladas furtivas, ruta de escape hacia el amancebamiento. Existen ventanas famosas, como la de Luz Vázquez, en Bayamo, donde se cantó por primera vez La Bayamesa de Céspedes y Fornaris, y balcones no menos célebres, como el de Julieta Capuleto, en Verona, donde Shakespeare nos demostró que el amor puede conducir a la euforia, pero también al suicidio, aunque sea por equivocación.
La ventana y el balcón son los sitios por donde nos llegan la luz del amanecer, los magnéticos ocasos, el aria del sinsonte, los pregones… Allí, subsumidos por la pasión, a veces depositamos, anónimamente, flores, que a diferencia de las esquelas o postales —casi siempre subrepticias y firmadas—, se valen de la ranura por debajo de la puerta, vía más segura y expedita.
Cualquier ventana o balcón es umbral del mundo, pasaporte hacia la vida social. Abiertos suponen sinfonía; cerrados, luto; entornados, lágrima. Si del dintel o la baranda cuelga una maceta, un aura de mujer cobra cuerpo, y ya tenemos el marco perfecto para una escena costumbrista, litografía reiterada de algún vitral de Amelia Peláez (¿barrio de Portocarrero?) donde nos asaltan las sazones del concierto doméstico.
En dependencia del punto de vista —de adentro hacia afuera o viceversa— un rostro en la ventana o el balcón será, la mayor parte de las veces, imagen inspiradora. Amado Nervo supo plasmarlo:
Si se asoma mi Damiana
a la ventana y colora
la aurora su tez lozana
de albérchigo y terciopelo,
no se sabe si la aurora
ha salido a la ventana
antes de salir al cielo.[2]
Mural para imaginerías de todo tipo, las ventanas y los balcones han servido a los poetas para la celebración de la vida. En una de ellas tuvo nuestro Martí un paliativo para sus densas e intensas jornadas de labor patriótica: “Mas hay junto a mi mesa una ventana / por donde entra la luz; y no daría / este rincón de la ventana mía / por la mayor esplendidez humana!”[3]
Existen ventanas y balcones coloniales, adustos, con balaustradas paralizantes, y otros sonrientes y provocativos, pero uno de los espectáculos más lamentables de los días que corren es cuando a algunos de ellos les colocan rejas carcelarias, ajenas a la arquitectura original, vacuna contra cualquier fantasía. Aquellos de antaño cumplían su rol en el teatro cotidiano de los escamoteos, quizás como cómplices de los besos robados y las serenatas. Los de hoy, menos románticos, se erigen freno a ladrones. Que existan ladrones que obliguen a profanar ventanas y balcones justifica cualquier amargura.
Cuando Pablo Neruda escribió: “¿en qué ventana me quedé / mirando el tiempo sepultado?”[4] probablemente arrastrara aún el mareo melancólico de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Pero su más sombría visión la aportó al describir el cortejo fúnebre: “bajo mi balcón esos muertos terribles / pasan sonando cadenas y flautas de cobre”.[5]
Por su parte Vallejo, también figura tutelar de la modernidad poética en Hispanoamérica, junto a su tristeza congénita, le suma otro color a la estampa: “Verano! y pasarás por mis balcones / con gran rosario de amatistas y oros, / como un obispo triste que llegara /de lejos a buscar y bendecir / los rotos aros de unos muertos novios”.[6]
Por la ventana o el balcón se recibe también llamada virtual de la muerte propia. Con fresca ligereza lo atestiguó Juan Ramón Jiménez, quien en su poema “Yo me moriré” nos transmitió su mensaje visionario: “por la abierta ventana / entrará una brisa fresca / preguntando por mi alma”.[7]
Más allá de lo contemplativo, una nueva utilidad les hemos hallado en estos días de pandemia universal a nuestras ventanas y balcones, pues nos sirven con las rejas abiertas a todo trapo, para aplaudir en la noche a aquellos que, a riesgo de su propia vida, esparcen la solidaridad como flores. Nuestros médicos y embajadores de la salud no cantan romanzas al pie de la ventana, porque, sin que deje de ser poética su labor, revitalizan (o luchan por sanear) el paisaje profanado para que en breve, con Mario Benedetti, podamos solazarnos: “de vez en cuando la alegría / tira piedritas contra mi ventana / quiere avisarme que está ahí esperando / pero me siento calmo / casi diría ecuánime”.[8]
Vuelvo entonces al tango citado párrafos atrás, pues la última estrofa, como todo tango que se respete, prioriza el costado angustioso:
Las calles están desiertas
Las brumas vagan perdidas
Y están las aves dormidas
Y las estrellas despiertas.
Nuestras calles, menos pobladas que lo habitual (aunque no tanto como quisiéramos para evitar los contagios) no son las de antes, pero tengo la ilusión de que volverán a serlo. Me gusta entonces esa parte del día (digo: de la noche) en que las ventanas y balcones son escenario para la complicidad del reconocimiento. Ojalá nos quedemos con este sabor a infinito que nos invade cuando desde esas íntimas locaciones —qué importa si humildes o encumbradas— nuestras palmas baten, movidas por la esperanza de epifanías venideras, al compás de lo expresado por dos de los más grandes poetas de la lengua: Federico García Lorca (“Se dejó el balcón abierto / y el alba por el balcón / desembocó todo el cielo”[9]) y Antonio Machado: (“Abre el balcón. La hora / de una ilusión se acerca. / La tarde se ha dormido / y las campanas sueñan”).[10]
Amigo, me hiciste recordar una canción de obligada presencia en las “canturrías” de mi época cuando estaba en sexto grado allá por los años 63-64. Sí la memoria no me falla, se titulaba “La Rondalla” y la letra decía algo así:
“En esta noche clara
de inquietos luceros
lo que yo te quiero
te vengo a decir,
mirando que la Luna
esparce en el cielo
su mágico velo
de plata y marfil.
Abre el balcón
y el corazón
mientras que pasa la ronda,
piensa mi bien
qué yo también
tengo una pena muy honda.
Para que estés
cerca de mí
te bajaré las estrellas.
Y esta noche callada,
de toda mi vida,
será la mejor.”
Yo la cantaba acompañándome con la guitarra, pero la jevita de la que estaba enamorado en ese entonces, una condiscípula que estaba macundona, ni caso me hizo.
Gracias por traerme estos gratos recuerdos.
Un abrazo