Elogio de la lentitud

Raquel Garzón
3/2/2017

A poco de que su obra fuera homenajeada en Madrid, el autor de Crítica y ficción reflexionó allí sobre la lentitud como antídoto contra el vértigo, la buena salud de la novela y su héroe, “un intelectual en busca de sentido”.

DEFINICIÓN. “No nos podemos conocer, pero tal vez nos podemos narrar”, dice Piglia.

Este artículo se trama en Madrid en dos tiempos. El primero fue el del reciente otoño europeo, en el marco de VivAmérica, un festival multidisciplinario del que participó Ricardo Piglia, “uno de los dos escritores argentinos vivos más influyentes de su generación” (César Aira es el otro), según se lo presentó en castizo minutos antes de dictar allí su clase maestra El escritor como lector. El segundo será el del otoño sudamericano, cuando el próximo abril, también en Madrid y en Casa de América, a metros nomás de la fuente de La Cibeles (tan emblemática de aquel lado del Atlántico como el Obelisco en esta orilla), el autor de Respiración artificial, profesor de literatura latinoamericana en la estadounidense Princeton University, sea homenajeado en unas jornadas sobre su obra: combo inseparable de autobiografía, crítica y ficción, en el que reconoce la “voluntad de experimentar” como entraña y motor.

Un experimentador que, sin embargo, no teme aconsejar, como lo hace en esta entrevista, que “hay que llegar tarde a la moda” o evidenciar que la tecnología puede ser el nuevo nombre de cuestiones tan viejas como la humanidad: “Internet ha planteado una situación muy interesante y nueva en materia de circulación, distribución y propiedad, pero también repite otras queconocemos bien”, apostilla. “Quienes escriben un blog, por ejemplo, apuntan lo que les parece que tienen que escribir de su propia vida. Pero después tienen que cazar lectores, ¿no? Y hay que ver quién se detiene allí… Hablar de instantaneidad de contacto siempre es relativo”.

Ecos de las mesas redondas y “conversatorios” que Piglia compartió con otros escritores iberoamericanos, siempre de saco y jamás con corbata en las terrazas madrileñas, resuenan en este diálogo mantenido a pocos pasos de la marcha insomne de la Gran Vía, en el café del Hotel de las Letras, donde el escritor se hospedaba. Una charla distendida en la que da pistas sobre Blanco nocturno, novela que lo visita desde hace años, en la cual se entreveran una fábrica y la guerra de las Malvinas con su encarnada pasión de llevar un diario íntimo (“me interesa cómo construye uno su propio relato: la memoria involuntaria, la memoria falsa”), para contar una historia de amor. Charla abierta, compacto de reflexiones que incluye la convicción de la supervivencia de la novela (“por mucho tiempo”), gracias a la testarudez de su protagonista, que persevera en el rol de “intelectual en busca de sentido”.

Una constante de los escritores latinoamericanos que evidenció este encuentro es el pluriempleo: autores que son críticos, guionistas… ¿Qué marcas dejó esa diversidad en su obra?

Yo he hecho todas las cosas que hacen los escritores en Buenos Aires para sobrevivir. Trabajé en periodismo, fui editor, escribí guiones, di clases… Todo lo que permitía mantener cierto tipo de autonomía. Y eso ha sido una de las condiciones básicas de lo que podríamos llamar la construcción de cierta voz, de cierta mirada al sesgo presente en mis libros. Insisto en preguntar un poco en broma: ¿cómo se ganan la vida los escritores? Es una pregunta que pone en el centro una cuestión que se soslaya.

¿Por qué?

Porque hay cierta mirada estetizante del mundo que considera que cuanto más ajeno a la vida material es lo que uno hace, más espiritual y estético parece ser. Y yo pienso al revés. Vale una anécdota sobre esta idea.

Venga.

No sé qué año era, 1961 o 62. Un librero al que nosotros queríamos mucho, Falbo, que fue el que publicó Las hamacas voladoras, el primer libro de relatos de Miguel Briante en 1964, organizó una lectura con escritores jóvenes. Y como era amigo de Grete Stern, la fotógrafa alemana exiliada en Buenos Aires, la llamó y ella nos sacó algunas fotos. Recuerdo que a mí me puso contra un árbol y me tomó una increíble, en la que sentí que había captado algo, difícil de describir, que reflejaba quién era yo en ese momento. “Grete, me gustaría mucho tener la foto”, le dije al verla, y ella me contestó: “Yo no regalo las fotografías” y me dio una cifra inalcanzable para mí. Nunca me la regaló. Me pareció una lección de lo que debe ser un artista, ¿no? Ella ponía ahí una conciencia profesional…

En “El escritor como lector”, el texto que compartió en estas jornadas, retoma el tema y habla incluso del dinero como “una máquina metafórica”…

Sí, allí me centro en Witold Gombrowicz, escritor polaco que vivió y escribió en Buenos Aires, quien a partir de su conferencia “Contra los poetas”, dictada en la librería Fray Mocho en 1947, consigue trabajo porque el director del banco polaco está entre el público y lo escucha. Eso le permite salir de la indigencia y escribir mientras trabaja en el banco, en secreto, Transatlántico, su segunda novela. El dinero es un sistema de intercambios, una máquina metafórica que se convierte en otras cosas: tiempo libre, música o una novela… Por eso me pareció interesante reflexionar sobre la preocupación por el dinero y su incidencia en la obra de algunos autores. Joyce, por ejemplo, establecía una conexión entre derroche y creatividad. Era conocido por sus propinas desmesuradas y cuando Nora, su mujer, se lo recriminaba, él sostenía que eso tenía una relación necesaria con lo que estaba escribiendo: el Finnegan's Wake. Pound, en cambio, estaba obsesionado con la usura y creo que quizá pueda relacionarse con su idea de que el despojamiento era el valor literario supremo.

Recordó recién su trabajo en diversos medios. ¿Vive esos cruces como limitaciones artísticas? Muchos autores desdeñan el periodismo o la crítica…

No, creo que esa es una idea equivocada. Más bien, uno siente que ciertas restricciones ayudan mucho a la producción. Por ejemplo, un género puede ser una restricción. En Plata quemada, para mí la cuestión era cómo encontrar un lenguaje que estuviera cerca de la violencia que se narraba. Eso era, en cierto sentido, una restricción. La novela refleja ese intento de escribir un falso libro de no ficción a partir de un hecho policial real y asume el desafío de partir de lo que se espera de él y escapar de allí. Además, creo que uno tiene que poder hablar de literatura del mismo modo en cualquier contexto, y tratar de plantear cuestiones que interesen y discutirlas.

Uno de esos temas en su caso han sido los lectores, ¿por qué?

Si yo tuviera que definir lo que hago, diría que intento enseñar modos de leer o cómo me parece a mí que lee un escritor, ese es el tema de mi libro El último lector. Insisto mucho en que en la historia de la crítica, los escritores han sido excluidos porque hay una suerte de prejuicio por el cual no deben hablar de literatura. Respeto muchísimo a quienes solo se dedican a escribir su obra como Rulfo u Onetti. Pero creo que cuando se dice que es mejor que un escritor no hable y escriba, en realidad, se apunta a que un escritor no tiene nada que decir sobre su propia obra; no la puede interpretar ni puede dar ningún sentido que se imponga. Por el contrario, siempre me ha parecido estimulante hacerlo porque creo que la literatura tiene que salir del ámbito académico, de la jerga, y poder…

¿…Desencartonarse?

Sí, circular con la misma naturalidad con la cual uno recomienda, regala o presta un libro que le gusta. Algo que por otra parte es muy propio de la circulación cultural porque, por ejemplo, no sucede lo mismo con un saco que a uno le gusta…

…dice el escritor y grafica dándole un pequeño tirón a uno de los extremos del suyo, un saco oscuro que contrasta con el color rojo —cortinas, sillas, alfombra— que manda en el bar, mientras unos turistas estadounidenses ríen ruidosamente a pocos metros del grabador. Piglia hace un alto (¿esperando que se callen?) para tomar un sorbo del té que ha pedido, pondera al pasar el buen clima de Madrid, cuenta que su mujer, Beba, se ha ido por unas horas a Roma y que está releyendo (delicias del año sabático que disfruta en la universidad) algunos libros de Phillip Roth:Pastoral americana, Me casé con un comunista… “Lo leo cada tanto; ha escrito una serie detextos medio autobiográficos muy interesantes”, dice. Y seguimos…

Hablábamos de circulación cultural, ¿cómo cree que la alteran el acceso masivo a la tecnología y fenómenos como Internet y la fiebre del blog?

Me parece que la circulación de lo escrito ha alcanzado una velocidad extraordinaria, pero la paradoja es que el tiempo de lectura no ha cambiado. Leemos igual que en la época de Aristóteles: seguimos descifrando signo tras signo y eso nos pone en una actitud similar a la que se tenía cuando la circulación no era tan rápida. Hudson, por ejemplo, cuenta en Allá lejos y hace tiempo, un libro de 1918 que describe su vida en la pampa, cómo les llegaban las novelas, y después de leerlas las prestaban a la chacra vecina que estaba a cinco kilómetros, y después a otra que estaba más adentro. La novela se iba alejando, a caballo…

Lo dice con cierta nostalgia…

Es que hoy todo pasa muy rápido y parece que no estar al día es un problema, pero la lentitud de la lectura es la de nuestro cuerpo, la del desciframiento. Es necesario preservar esa lentitud. Hay que escapar del vértigo de la actualidad, llegar tarde a la moda, leer los libros cuando no son novedades…

¿Siente irresoluble ese duelo entre lenguaje y velocidad?

La velocidad se asocia con la imagen. Por eso la imagen impone sus condiciones y se afirma que “vale más que mil palabras”, cuando en verdad solo “dice más rápido”. Los únicos que han conseguido darle velocidad al lenguaje son los poetas. La poesía se hace cargo de la tensiónentre imagen y palabra, y la resuelve, logrando un sentido múltiple en el mismo tiempo en que tardamos en desentrañar una frase.

¿Y la novela? Pareciera que lo audiovisual le ha arrebatado el relato de este tiempo…

Yo creo que cada vez que aparece un género masivo, el anterior se hace más artístico. Cuando apareció el cine, el relato, ese relato social, el lugar donde la gente encontraba una especie de espacio imaginario para pensar su relación con la realidad, se desplazó y la novela se quedó ahí, como colgando… Para muchos ha sido dramático y a mí me parece una virtud, que le ha dado a la literatura una gran libertad. Joyce y Faulkner fueron posibles porque se perdió esa conexión y la novela empezó a tener lógica propia. Después al cine le pasó lo mismo con la televisión y se convirtió en lo que la revista Cahiers du Cinema empezó a definir, y aparecieron las cinematecas y los cinéfilos. El medio anterior compite con el nuevo o hace lo suyo. Ahora le está pasando a la televisión con Internet. Hay una televisión basura pero también otra que se empieza a estetizar: series que se vuelven objetos de culto.

En ese contexto, ¿qué rasgos de la narrativa actual destaca?

A mí me interesa la experimentación que se está haciendo con la novela, que tampoco es un invento, que empieza a trabajar con cierto tipo de convención autobiográfica, aunque después el narrador avanza hacia una historia que habitualmente no es la de él. Novelas que trabajan como el género policial: se plantea una suerte de enigma, una historia que se intenta comprender. Y hay una libertad de registros que habitualmente no entraban de un modo explícito en la novela: la reflexión, el pensamiento, las opiniones morales… El Danubio, de Magris, o los libros de Enrique Vila Matas, las novelas de John Berger me parecen ejemplos muy interesantes: combinan esa especie de escritura autobiográfica con cierto tipo de reflexión y de reconstrucción de una historia. Doris Lessing, reciente Premio Nobel, también trabaja así.

Esa auto-ficción que está tan en boga, ¿blanquea la eterna relación entre vida y literatura?

Plantea el mundo de las anécdotas y de la experiencia, que ha sido en muchos aspectos el eje sobre el cual la novela ha funcionado siempre: la cuestión del sentido. El héroe de la novela es siempre el que busca un sentido; en un punto, es siempre un intelectual, ¿no? Puede ser el Capitán Ahab en Moby Dick o el Erdosain de Arlt en Los siete locos, o quien sea, pero busca una suerte de verdad o de significación. Y siempre el sentido es una aspiración más que un dato. No es el sentido general de las cosas, sino el de la vida propia. La novela trabaja esa cuestión y los personajes son los que han establecido la continuidad del género. El punto que aún sostiene al género como tal y lo va a sostener por mucho tiempo, más allá de la metamorfosis, es que la novela tiene un héroe. Luego hay muchas maneras de hacer novela.

Su obra es una muestra de eso: todas son diferentes.

Es que he intentado no repetirme. Me opongo, además, a los escritores que creen que hay un solo modo de hacer literatura, que parece haberse establecido como un cielo platónico. Borges tenía mucho de eso y entonces, podía decir, con toda tranquilidad, que no le interesaba Thomas Mann y descartarlo porque no hacía literatura como él pensaba que se debía escribir. Hablo de Borges porque es un muy buen ejemplo de alguien que, por otra parte, hizo muchas cosas buenas con su propia poética.

¿Está escribiendo ficción por estos días?

Sí, estoy retomando una novela, Blanco nocturno, en la que he entrado y salido en distintos momentos. Ahora tengo la intención de terminarla. El nudo recupera mi propia experiencia de autor de un diario íntimo. Las novelas que he escrito, en verdad, siempre han tenido un punto de partida autobiográfico: un hecho que después se borra en el libro y se transforma. Desde luego, la escritura de un diario es una experiencia bastante particular y hasta un poco ridícula…

¿Ridícula, por qué?

Porque supone la ilusión de que hay una vida que merece ser registrada. Y sin embargo es algo que ha construido extraordinarios textos. Pero esa idea de registrar lo que uno ha vivido es muy extraña porque uno nunca sabe si lo que escribe de una manera automática son las cosas que años después se van a recordar. Ahí también hay algo interesante, ¿no? La cuestión de la memoria involuntaria, de la memoria falsa, cómo construye uno su propio relato… A veces pienso, irónicamente, que no nos podemos conocer, pero que tal vez nos podamos narrar.

¿Algo así como tener la necesidad de contarnos la novela de nuestra propia vida?

Sí, y de darle una continuidad a algo que no tuvo ninguna en su momento. Es decir, pensar que el sujeto que ha vivido esa historia es siempre el mismo… La novela como género trabaja mucho sobre eso. Leemos novelas porque ahí encontramos vidas que parecen haber sido realizadas del mismo modo en que nosotros pensamos la nuestra: con momentos decisivos, con personajes básicos… Eso es un poco lo que está en juego en el libro que estoy escribiendo.

Darío Fo reivindicó recientemente la capacidad de la literatura para cambiar la realidad. ¿Concuerda con esa mirada?

En una época eso funcionaba como una obligación y produjo mucha mala literatura. Cuando Sartre preguntaba “¿qué puede hacer La náusea frente a un niño que se muere de hambre?”, además del aspecto demagógico, estaba el hecho de pensar que un libro podía hacer algo. Yo pensaría más bien en la literatura como tal: frente a determinado tipo de lenguaje social, de narraciones sociales que circulan, la literatura propone usos del lenguaje que son productivos y críticos. La lectura de literatura, además, supone una complejidad, muy útil para la lectura de otro tipo de textos, que se leen de otra manera: el discurso de los políticos o cierto tipo de justificaciones de prácticas diversas.

¿Qué literatura política planteada en estos términos destacaría hoy de la producción argentina?

RP: He leído algunas novelas que me han parecido ejemplares. Las islas, de Carlos Gamerro, es una extraordinaria manera de encarar la guerra de Malvinas. Otros autores no trabajan de un modo directo, pero sí con ciertos efectos. Por ejemplo, lo que hace Washington Cucurto con los lenguajes latinoamericanos presentes en Buenos Aires a partir de los inmigrantes bolivianos y paraguayos. Trabaja con un lenguaje que se hace cargo de esa situación, como Arlt o Armando Discépolo, en su momento, se hicieron cargo de la presencia de los inmigrantes italianos y judíos. Lo político allí es de qué modo en el lenguaje están funcionando nuevas realidades y nuevas situaciones, y pareciera que la literatura capta muy bien esas cuestiones.

 

Entrevista tomada de la revista Ñ, 26 de enero de 2016.