Ela O’Farrill, Omara Portuondo y Teresita Fernández en sus noventa
15/5/2020
Entre las muchas ocurrencias que tuvo el año 1930 cuando batió sus alas por encima de esta “tierra linda” de Portillo de la Luz, figura —reclamando especial protagonismo— la llegada al mundo de Ela O’Farrill, Omara Portuondo y Teresita Fernández.
Ela nació en Santa Clara el 28 de febrero. Siete meses después, y casi al final de la temporada ciclónica, el 29 de octubre, nació la niña Omara en el barrio habanero de Cayo Hueso. Se creían reinas y faltaba una: el 20 de diciembre, también en la ciudad de Santa Clara, Teresita completó el pedido.
Con la llegada de estas tres voces singulares a la canción cubana, se produce un unísono de asombrosa perfección. Ela, Omara y Teresita pueden resultar paradigmáticas para quienes decidan nadar de forma respetuosa en aguas de nuestro cancionero, ya sea jugueteando en la orilla o allá donde las cosas palpables colindan con los sueños. Libérrimas, un don las iguala entre sí y, al mismo tiempo, las diferencia: ese gusto por hacer que todo en esta vida sea cantable, no importa si a voz en cuello o a partir de un susurro.
Ela O’Farrill cultiva el arte empeñoso de construir una canción, desmontando constantemente la lucha de los opuestos “conciencia y corazón” que el sabio Guzmán había echado a rodar de manera tan linda que casi lo aceptábamos como decreto-ley. A partir de un lenguaje sencillo, lo inédito aflora en sus letras y se hace irrepetible: “al final de la noche/ sin sueño/ dibujo figuras de humo que se van como tú/ pronuncio palabras que nunca, por timidez, te dije/ y me arrepiento de haber sido así contigo”. Nadie como ella convierte la asimetría de las frases en un recurso a favor del juego entre letra y música: “si entre la gente que pasa por mi lado pasas tú/ me sería imposible ocultar lo que siento/ y todos sabrían que yo te quiero a ti”…
Las canciones de Ela plantean un serio desafío al intérprete común y corriente porque la lógica del clarísimo argumento desemboca en finales estrictamente conclusivos, nada aparatosos y, mucho menos, destinados a arrancar aplausos. En ellas, la intención del canto deberá conducirse disfrutando todo el tiempo esa serpentina que la melodía, la letra y la lógica de los acordes parecen lanzar desde la primera frase, y que el fervor creativo y la mano firme de la autora, paso a paso, proponen y disponen.
Omara es un modo de ser y estar que se instala en cualquier pieza cantable, sea cual sea su ritmo o su estilo. No importan los saltos melódicos hacia lo más agudo o a lo más hondo. No importa dónde ni cómo puedan haberse entretejido las trampas del autor para hacer más incisiva la idea o suavizarla: en complicidad con él y sin aspavientos, como por arte de magia, ella hace transitable el camino elegido, por intrincado que sea.
Como si se empeñara en confabular la pericia de un esgrimista con el patinaje sobre hielo —y siempre a capricho— maneja los registros de su voz. Su inteligencia vocal aguda la enrola ─al igual que a María Teresa, Fellove y Billie Holiday─ en el bando de esos cantantes ingobernables del siglo XX que, con el mayor desenfado, se apoderan de pasajes enteros para recrearlos desde un enfoque diferente en cada nueva interpretación de una misma pieza; convirtiendo giros que habíamos dado como definitivos en simples puntos de partida ante los cuales, una y otra vez, no nos queda otro remedio que rendirnos.
En algún sitio de mi alma memoriosa y esencialmente cancionera quedó grabada la voz de Teresita justo como la escuché por primera vez en la salita de Bellas Artes. Finalizaba casi la primera mitad de los sesenta. Bola de Nieve me la había presentado una de aquellas noches en que, si me hallaba cerca del Monseñor, no podía aguantar las ganas de ir a darle un beso y de pie, recostada en lo oscuro de la barra, escucharle un par de canciones. Casi me ordenó: “Tienes que escuchar a esta muchacha”.
Solita con su guitarra, vestida de negro, escandalosamente natural, en el transcurso de una hora hizo astillas y echó a volar, por entre los espectadores, muchos de los moldes hasta entonces conocidos. Tres o cuatro acordes —casi siempre los mismos—, un par de diseños rítmicos —casi siempre los mismos— y aquella voz partiendo el alma con tan pasmosa serenidad.
Una sola frase: “me has dicho que me quieres y estoy llorando”, y ya fuimos todo oídos. Inocentes canciones adultas nos enlazaron; lecciones sencillas del corazón dictadas por una maestra, de pronto nos convocaron como si fuéramos niños crecidos, para que formáramos una ronda salvadora donde no vacilamos en apretarnos hasta caber absolutamente todos.
“Muñeca de trapo soy, muñeca de trapo (…) juega, juega conmigo, que soy de trapo/ y si lloro son lágrimas de aserrín”. Aplaudimos a rabiar. Eso no se le había ocurrido a nadie antes y nadie podrá volver a inventarlo. Eso —sin lugar a dudas— parecía anunciar, con fuerza de fanfarria, el advenimiento inminente de un cancionero libre de sandeces donde la mezcla insólita de papel con cascabel daría paso a un micromundo hecho a mano, a un verdadero factor de crecimiento o sistema de primeros auxilios que —bajo la luz de un cocuyo y en el uso constante de nuestras facultades para crearnos un Vinagrito propio cada vez— suavizó la dureza de los días y las noches para quienes nos empeñábamos en sobrevivir, con la pisada firme sobre tierra propia, en los escabrosos sesenta y setenta del siglo que hace ya veinte años se fue a bolina.
¡Cuántas ganas de pedir a voz en cuello que se cante más a las dos compositoras santaclareñas! ¿Cómo lograr que en los espacios radiales y en los sistemas de estudio se rastreen, organicen y pongan a sonar sus canciones? ¡Cuántos deseos sinceros de que, a partir de la dinámica Omara “Brown” del grupo Loquibambia y pasando por la Diva del Buenavista, se afine la mirada hacia todas las Omaras dignas de estudio, gratitud y aplauso que, en el transcurso de estos espléndidos noventa años, la vida nos ha ido regalando!