El Uruguay en strike
23/10/2019
Entre el 5 y el 9 de octubre pasado integré la delegación de Cuba que asistió a la feria del libro de Montevideo. Llegamos como país invitado de honor. Nuestro programa de actividades fue amplio y, pese a la desfavorecida posición de nuestro stand, aquellos que pudieron atinarle vivieron junto a nosotros momentos de deleitoso fervor literario.
Antes de que compareciéramos Jorge Fornet, el trovador Diego Gutiérrez y yo —del 5 al 9 de octubre—, Francisco López Sacha, Fernando León Jacomino y Félix Julio Alfonso —del 30 de septiembre al 5 de octubre— dialogaron con los asistentes a la sala. Después lo hicieron José Luis Serrano, Michel Encinosa Fu y Luciano Castillo —del 9 al 13 de octubre—. Daniel Zayas y Rogelio Gómez Nieves, compatriotas residentes en la urbe, también tuvieron su espacio, como mismo lo tuvo la crítica de arte Virginia Alberdi, quien expuso y comentó la muestra fotográfica Mucho malecón.
La Historia, las letras, las artes editoriales, el cine, la plástica y la música de nuestra Isla interesaron a los de la república oriental. Les llegaron desde la singularidad oratoria o histrionismo de cada ponente, cada uno empeñado en develar los modos y matices que caracterizan el quehacer artístico en nuestro entorno social, en muchos sentidos un modelo para los pueblos del continente. Lo afirmo sin que lo rotundo del balijú me produzca rubor, y sin desdorar otras experiencias fértiles.
Las ubicuas presencias de Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Juan Carlos Onetti, Delmira Agustini u Horacio Quiroga, en espíritu nos inspiraron para que armáramos coro con las de nuestros clásicos, que siempre nos acompañan como padres tutelares. Alto honor y descomunal compromiso la responsabilidad de acercarle a un público —no tan desinformado, pero a veces con referencias ya pretéritas— la diversidad y hondura de los procesos literarios actuales en nuestra patria.
De entre las actividades en que debí participar, si tuviera que escoger, votaría por el panel de homenaje a los 60 años de Casa de las Américas y a Roberto Fernández Retamar, donde tuve la dicha de compartir espacio y palabra, además de con mi compañero de delegación, con Milton Fornaro, Fernando Butazzoni, Rosario Peyrou y Hortensia Campanella.
La Casa como instancia irradiadora e integradora, más la obra de su recientemente fallecido presidente propiciaron momentos de colorida, sabia y contagiosa emotividad. Guardaré siempre mi coral contribución como una de las experiencias más amadas de mi vida, ya largamente vinculada a las letras. Sin la Casa y sin Retamar la simbiosis Poesía-Revolución, en Cuba, luciría una incompleta imagen humanista.
Foto: Internet
Con su aspecto de tanguero, el también escritor Domingo Trujillo destacó como el más fiel entre los asistentes a nuestras actividades. Siempre atento a cada intervención y a cada performance, no perdió oportunidad para comentar con nosotros sus inquietudes y sus ansias por saber sobre Cuba. Pero también me obsequió su libro de cuentos Las nenas no lloran, que le prometí leer para remitirle por correo electrónico mis impresiones. Cuenta con ellas, Domingo. Para que tus cuentos no sean “lecturas de domingo”, antes del próximo domingo los acabo.
Más allá del recinto ferial, el fomento de la amistad con los escritores uruguayos mencionados, y también con Ariel Silva Colomer, nos propició a Jorge y a mí una cercanía más cálida con la ciudad. Memorable el ágape junto a Milton Fornaro —conocido como El Pastilla— donde el vino y los asados se erigieron excelente pista de despegue para unos intercambios desbordantes de humor y evocaciones. Esa noche salí del convite con un ejemplar autografiado del conjunto de cuentos Accidentes domésticos, donde Milton expone su hipótesis —no confirmada, como cualquier hipótesis que se respete— de que las más de las veces tales accidentes no son nada accidentales.
La alegría con que Fernando Butazzoni nos evocó sus días de residencia en Cuba, y su amistad con tantos amigos comunes —el gran Wichy Nogueras, Alejandro Querejeta, Francisco López Sacha— se erigió insuperable mediadora para el despliegue de décimas humorísticas —de Wichy y de otros— que repetimos de memoria. Me juré que buscaría y leería Los días de nuestra sangre, su premio de cuento Casa de las Américas, de 1979. Y en esa búsqueda estoy, sin apuro, pero con ansia.
Rosario llegó tarde a la velada, porque según nos dijo, se lo impidió “un toque”. No obstante su llegada puso un gramo más de alegría a la noche. Lamenté no haber concurrido con algún ejemplar de uno de mis libros para obsequiárselo, pero ante su insistencia por leer mi poesía le envié, por correo electrónico, un archivo PDF de mi último poemario, Morir con otras almas, publicado en 2016. Espero que su alma no muera con mis versos, pues quisiera leer algunos de sus trabajos investigativos sobre María Eugenia Vaz Ferreira, Idea Vilariño, Ángel Rama, Carlos Martínez Moreno, Washington Benavides y Circe Maia, para aprender un poco más sobre el alma viva de ese poético país.
Quise darme un baño de Uruguay, en strike, de un solo trago largo bien dirigido a lo profundo de su capital, como hacemos en Cuba con el añejo especial Havana Club. Ariel lo propició con una frondosa caminata por la rambla —malecón de más de 24 kilómetros— complementada por un almuerzo de leyenda en Punta Carretas, otrora cárcel célebre por la fuga de más de 100 prisioneros de la dictadura, y hoy glamorosa shopping.
Antes Jorge Fornet y yo habíamos andado, siempre a pie, la Avenida 18 de Julio, en uno y otro sentido desde Aquiles Lanza, y por toda la calle peatonal Sarandí, hasta el mercado del puerto. En el trayecto fuimos tomando fotos frente a edificios y estatuas y, debimos contener la risa al pasar frente a una “Casa de la cultura cannábica”. En su umbral se desarrollaba un enconado debate en lengua oblonga y gutural.
También llegamos, en auto, al memorial de los desaparecidos durante la dictadura y, cerca de ese conmovedor sitio, para nuestra sorpresa, nos encontramos con un busto del Che Guevara. Pero el colofón perfecto, agradecible a la gestión de Boris Faingola, organizador de la feria, lo tuvimos en la parrillada Don Koto, la noche previa al regreso. Estábamos casi todos; la noche fue sinfónica.
Anduve calles bendecidas por el fantasma de sus grandes hombres de letras, por la sureña devoción marinera y la graciosa forma de pronunciar las “ll” como “ch”. Buscaba una pulsera para mi reloj y acabé comprando “una macha”, que es lo mismo.
Nuestro periplo fue corto, por razones más de tiempo que de deseos, pero intenso hasta la sensatez. En todo momento sentí que la ciudad me hablaba para sembrarme recuerdos que nunca devendrían olvido. Por eso, cada vez que piense en Montevideo, en sus seres marcados por la vida, el susto de la poesía y otros sobresaltos, se renovará mi gratitud por la gentileza de mis contertulios. La segura permanencia de estos días en mi espíritu me obliga entonces a concluir, con Benedetti: “un recuerdo sólidamente fundado / fatalmente se acaba si no se le renueva / es decir es tan frágil que dura para siempre / porque al cumplirse el plazo lo rescatan / los viejos reflectores del insomnio”[1].