El trumpismo a la luz de la teoría del neoimperialismo (II)
“Nada le pertenecía a uno excepto los pocos centímetros cúbicos del interior
de su cráneo”
George Orwell[1]
IV
El trumpismo es, sobre todo, una articulación de la superestructura neoimperialista, esto es, una guerra por el control de las mentes mediante el empirismo comunicativo para fabricar la hegemonía y contribuir con ella a la globalización capitalista.
El reparto cultural del mundo convierte a las guerras neoimperialistas en guerras en 3D, que buscan adueñarse de los territorios y los mercados a través del control de las mentes. Lo óptimo para el conquistador es tomar una ciudad sin tirar una piedra. El arte de la guerra, decía Sun Tzu, es el arte del engaño. En todo caso, conquistar mercados y territorios a través de las mentes parece una política muy eficiente.
“Se enfoca en penetrar la conciencia y la subconsciencia del adversario para obligarlo a obedecer”.
Ramonet cita un estudio de 2020, encargado por la OTAN al contraalmirante francés François du Cluzel, que se titula Guerra cognitiva. La guerra cognitiva, según él, “significa la militarización de las ciencias del cerebro”,[2] pues se enfoca en penetrar la conciencia y la subconsciencia del adversario para obligarlo a obedecer. Se trata —como dijera Ramonet en Propagandas silenciosas— de plantar caballos de Troya en las mentes. Vale decir que, además de los cinco dominios militares (el terrestre, el marítimo, el aéreo, el espacial y el cibernético), habría que considerar un sexto: el mental. El objetivo de la guerra cognitiva, agrega Du Cluzel, es “convertir a cada persona en arma”.[3] Naturalmente, el señor du Cluzel habla desde el punto de vista de las grandes potencias que practican el neoimperialismo; por eso dice que la guerra cognitiva “convierte a cada persona en arma”. Nosotros diríamos lo contrario: dicha guerra se enfoca en desarmar a la gente. Aunque se desarrolle básicamente en el terreno del conocimiento, se trata de una verdadera contienda, cuestión que delatan los vocablos involucrados: OTAN, contraalmirante, guerra cognitiva, campo de batalla, militarización, dominios militares, arma, etc. Evidentemente, en este contexto hay ideas-balas, ideas-bombas, ideas-misiles.
La “guerra cognitiva” es una guerra en 3D que solo toma en cuenta el aspecto cultural de la contienda neoimperialista y deja fuera sus objetivos territoriales y económicos. En realidad, la guerra de conocimiento no es un fin en sí misma, sino un medio para tomar por asalto nuestros cerebros y, a través de ellos, apropiarse de nuestros recursos y controlar nuestros mercados.
Aunque no lo declare en estos términos, el trumpismo es una guerra cognitiva que, dada su naturaleza neoimperialista, se inserta en otra guerra mayor. Pero, ¿cómo se somete a la opinión pública?
V
Lo que define al conocimiento no es qué se aprende, sino cómo se aprende. Por eso Du Cluzel afirma: “Esa guerra cognitiva no es sólo una acción contra lo que pensamos, (…) sino también una acción contra la forma en que pensamos, el modo en que procesamos la información y cómo lo convertimos en conocimiento”.[4]
¿Y en qué consiste esta “forma en que pensamos”? Consiste en un modo de conocer basado en las emociones y la comunicación —factores relativamente pasivos del conocimiento—, el cual profesa un profundo desprecio por la razón y la práctica —factores más activos del conocimiento. Como la guerra en 3D se viabiliza a través del empirismo comunicativo, posee características paradójicas: en primer lugar, es una guerra de pensamiento que se hace con sentimientos; en segundo lugar, es una guerra práctica que se realiza a través de la comunicación; y, en tercer lugar, es una guerra activa que se lleva a cabo con medios pasivos.
Newt Gingrich, político ultraconservador republicano, al referirse al impacto de Trump en la opinión pública, afirma:
Los hechos ya no importan. Las estadísticas, teóricamente pueden ser correctas, pero no es donde están los seres humanos. La gente está asustada. Los ciudadanos sienten que su Gobierno los ha abandonado. Veinticinco millones de americanos se han descolgado de la clase media. Y ese drama hay que expresarlo no solo con los hechos, sino con sentimientos.[5]
Arron Banks, quien más invirtió en la campaña a favor del Brexit en 2016, dice algo similar:
Los hechos ya no funcionan y eso es todo. La campaña de nuestros adversarios, en favor del mantenimiento del Reino Unido en el seno de la Unión Europea, presentaba hechos, hechos, hechos y más hechos… Simplemente no funcionó. Tienes que conectar con la gente emocionalmente. Eso explica también el éxito de Trump.[6]
“Las redes sociales no están hechas para informar, sino para emocionar”.
Por algo Ramonet insiste en que “los verdaderos medios dominantes hoy, los que imponen efectivamente el relato, son las redes sociales”, pues “por definición, las redes sociales no están hechas para informar, sino para emocionar”.[7]
El empirismo comunicativo tiene un fin clarísimo: crear receptores doblemente pasivos. Al basarse en lo emocional y lo comunicacional, y rechazar lo racional y lo práctico, el empirismo comunicativo —política gnoseológica neoimperialista que toma cuerpo en las redes sociales— acentúa los factores relativamente pasivos del conocimiento. De esta manera va moldeando receptores acríticos, que son proclives a aceptar ideas falsas pero simples, es decir, sin demostración práctica y sin mucho razonamiento. Cuando Trump confiesa que tiene predilección por la gente de bajo nivel cultural, por su boca habla el empirismo comunicativo.[8]
En consecuencia, la idea, para ser exportable, debe cumplir dos requisitos: su contenido debe ser falso, y su forma, simple.[9] Ya que, como afirman algunos conspiracionistas que son activistas en redes, “una verdad repetida mil veces es probablemente una mentira”.[10] El contenido de la idea ha de ser una suerte de mentira construida sobre la base de verdades, algo así como un muro de ladrillos levantado con cemento falso. Por otro lado, la forma de la mentira, si quiere ser efectiva, debe ser simple. Es decir, que la idea a exportar nunca ha de ser verdadera y compleja,[11] porque, como señala Ramonet, “cuanto más científica sea una explicación, más discutible resultará”[12] y “solo lo increíble suscita fe”.[13]
Una política gnoseológica como el empirismo comunicativo transforma a los sujetos del conocimiento en objetos de otros sujetos. Al propiciar una actitud irracional, activa en las personas la parte más profunda y primitiva del cerebro humano, aquello que en algún momento se denominó complejo R, por identificarse con los instintos básicos o reptílicos del subconsciente: la territorialidad, la agresividad, el sectarismo, la tendencia a seguir fanáticamente a un líder.[14] ¡Tanto que critican el fundamentalismo islámico! ¿Y qué es el trumpismo si no otro fundamentalismo? El asalto al Capitolio el Día de los Reyes de 2021 demostró que para los trumpistas la democracia no es más que eso: un juguete. ¿Y qué le importa a la clase media blanca de los Estados Unidos dinamitar un valor occidental, si para ella el “sueño americano”, como dice Ramonet,[15] se ha vuelto una pesadilla?
Los medios de comunicación y sobre todo las redes sociales educan como la iglesia: por fe, no por razón ni por demostración. Una educación empirista y comunicativa es un catecismo que prepara el terreno para aceptar, sin discusiones, la creencia en lo sobrenatural. Para muchos, Dios es la hipótesis más simple ante cualquier enigma indescifrable, pues la creencia en Él elude cualquier juicio y no necesita demostración práctica. El neoimperialismo es el medioevo de la Edad Moderna.
En las ciencias biológicas, hoy, por ejemplo, se apela a la hipótesis del “designio inteligente” ante la incapacidad de explicar el origen de la vida a partir de la teoría de la evolución. No se comprende que el origen de la vida es un salto cualitativo, que solo puede explicarse como una revolución. Pero la derecha le teme tanto a la palabra revolución que la ha desterrado incluso de la biología.
Tal vez esto lleva a Ramonet a afirmar erróneamente que “la opinión pública no busca naturalmente la verdad, sino aquella información que confirme sus creencias previas”.[16] Parece una tesis sólida pero no lo es. La opinión pública no es un ente abstracto, se encaja en un contexto histórico que la moldea culturalmente, y en este caso estamos hablando de la opinión pública bajo las condiciones del neoimperialismo. El modo burgués de educar, de moldear, de someter a la opinión pública es un modo, no el modo. Una opinión pública educada en la crítica racionalista y práctica, por ejemplo, no busca confirmar sus creencias previas, sino la verdad.
Como teoría del conocimiento, el empirismo comunicativo es mucho más simple que el racionalismo práctico. Es más fácil achacarle al demonio una enfermedad que descubrir un virus. Por eso no hay que hacerse ilusiones: una gran parte de la población seguirá optando por creer más que por pensar. Sobre todo si el creer viene gratificado y es inmediato, mientras que pensar demanda esfuerzo y tiempo. El asunto no está en prohibir o perseguir la imaginación, que buena falta que nos hace para compensar espiritualmente la cruda existencia material; la cuestión es poner la fantasía en su sitio, no confundirla con la realidad ni permitir que nos manipulen apelando a ella.
El neoimperialismo puede entenderse, hasta cierto punto, como un capitalismo posmoderno, que está regido por la paradoja semiótico-existencialista, de acuerdo con la cual, a medida que se desarrollan las técnicas de la comunicación, más crece la incomunicación humana. El capital destruye las relaciones sociales al cosificarlas, pero ha aprendido a crear un sucedáneo de ellas en las redes. Las redes sociales son un conjunto de cosas relacionadas que suplantan y compensan al conjunto de relaciones cosificadas. La vida social se vuelve ficción. Si en el capitalismo joven, que brota del mundo feudal, todo lo sólido se desvanece en el aire, en el capitalismo maduro, que puja por no desaparecer, todo lo vano se solidifica en internet. En el entorno de las redes sociales, la relación se vuelve cosa, y la cosa, signo; los “amigos” no son tales; la noticia ha de ser siempre “nueva” aunque sea falsa; no hay sonrisas sino likes; el hecho se disuelve en la palabra, y esta, en la imagen; y la mentira se denomina “posverdad”.
Trump prometió a la opinión pública regresar al país las empresas norteamericanas que hoy producen en el extranjero. Por supuesto, no lo cumplió porque el capital no puede operar contra sus propias leyes.[17] Gracias a la sobreexplotación de los países subdesarrollados, los monopolios norteamericanos obtienen superganancias y pueden darse el lujo de privilegiar a un sector de su clase obrera, convirtiéndola en aristocracia. Obviamente, Trump, que es un empresario yanqui, tiene que saber este abecé. Mintió a sabiendas. Mas, ¿quién de sus seguidores lo cuestiona? Nadie. Su maniobra propagandística surtió efecto.
VI
La persona que acepta acríticamente lo que le dicen y no se cuestiona la veracidad de esa información es un receptor pasivo. En realidad, doblemente pasivo, porque se contenta con lo que le comunican sensorialmente. Si a esto le agregamos el uso y el abuso[18] de sedantes como el Prozac y de opioides como el OxyContin, el Vicodin o el Tramadol, nos percatamos de que el capital crea las crisis sociales, que se traducen en psicológicas, y luego vende los medicamentos para sobrellevarlas. Si el negocio enferma y a la vez cura, negocio doble. “Sedar a la gente encaja maravillosamente con las necesidades del capitalismo”, sostiene James Davies, profesor de Sociología y Psicoterapia de la Universidad de Roehampton, en Reino Unido.[19]
Un receptor doblemente pasivo es un actor político castrado, y cuando dicha castración se convierte en un fenómeno social, cuando afecta a miles o millones de personas, estamos hablando de una situación en la que es normal que el capital se vuelva hegemónico. La hegemonía burguesa es la condición política para la globalización capitalista. Para imponerse a escala planetaria, la oligarquía global necesita el consenso a su favor. Necesita hacernos sentir que sus ideas son nuestras ideas. Su hándicap está en que ya no puede convencer a la humanidad, ni con razones ni con hechos, de que un sistema que degrada la naturaleza al punto de hacerla inhabitable, que daña sensiblemente las relaciones sociales y que corrompe la espiritualidad humana, debe perpetuarse. Por eso apela a la manipulación de la opinión pública.
De acuerdo con la ley de la acumulación capitalista, los ricos son cada vez más ricos y los pobres son cada vez más pobres. La pregunta pertinente es: ¿cómo es posible que un grupo cada vez más pequeño de ricos pueda gobernar por consenso a un grupo cada vez grande de pobres? Tienen que engañar, tienen que mentir, tienen que manipular. La minoría rica necesita que la mayoría pobre asuma su ideología como propia. El lema del trumpismo es: ¡Atrás, a las cavernas! De este modo, la hegemonía neoimperialista intenta contrapesar la ley de la acumulación capitalista. La hegemonía es clave, porque desbroza el camino para la oligarquía global, le permite imponerse a lo largo y ancho del planeta. Sin hegemonía burguesa no hay globalización capitalista.
La fortaleza del trumpismo consiste, pues, en que se articula según la superestructura neoimperialista: Trump y Cía. guerrean por la conquista de las mentes, mediante la comunicación de emociones, para fabricar la hegemonía burguesa que garantice la globalización del capital. El trumpismo es neoimperialismo. Ni más ni menos. Pero en la vida no hay engañador sin engañado. Por eso en la misma fortaleza del trumpismo está su vulnerabilidad.
Notas:
[1] 1984, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 2015, primera parte, capítulo VII, p. 36
[2] Ignacio Ramonet, La era del conspiracionismo, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2022, p. 76.
[3] Ídem, p. 75.
[4] Ibídem, p. 76.
[5] Ramonet, ob. cit., p. 87.
[6] Ídem, pp. 87-88.
[7] Ibídem, p. 79.
[8] “Amo a la gente con un nivel educativo bajo”, afirmó Trump en Nevada (cf. Beatriz Juez: “Los estadounidenses blancos, pobres y rurales dan la llave de la Casa Blanca a Donald Trump”, El Mundo, Madrid, 10 de noviembre de 2016, citado por Ramonet, ob. cit., p. 59).
[9] Según The Washington Post, durante sus cuatro años como presidente de los Estados Unidos, ¡Trump mintió 30 500 veces! (cf. La Vanguardia, Barcelona, 21 de octubre de 2021, citado por Ramonet, ob. cit., p. 85). Si no es un récord, es un buen average.
[10] Ramonet, ob. cit., p. 31.
[11] Ídem, p. 166.
[12] Ibídem, p. 29.
[13] Ibídem, p. 30.
[14] Ramonet sostiene que “los conspiracionistas han retrocedido a una etapa prerracional. Los instintos vuelven a dominar…” (p. 169).
[15] Ob. cit., p. 35.
[16] Ídem, p. 169.
[17] Ramonet, ob. cit., pp. 62-63.
[18] Ramonet cita el dato de que, aunque la población norteamericana constituye el 4,4 % de la población mundial, consume el 80 % del total mundial de opioides (p. 41).
[19] Citado por Ramonet, ob. cit., p. 39