El trumpismo a la luz de la teoría del neoimperialismo (I)
“El cerebro será el campo de batalla de este siglo XXI”
François du Cluzel[1]
I
A primera vista el trumpismo parece un trompazo del elefante republicano. Una rabieta de la ultraderecha norteamericana. Difiere del fascismo en que no descansa —al menos visiblemente— en el poder de los militares, pero contiene elementos fascistas, como el chovinismo, el supremacismo blanco, el anticomunismo, la xenofobia, el fanatismo, el carismatismo del gran líder y, sobre todo, la capacidad para manipular a las masas y fabricar la hegemonía burguesa. Sospecho que para el genial sardo Antonio Gramsci el reto teórico no fue enfrentar el carácter dictatorial del fascismo italiano, sino comprender su naturaleza hegemónica. El fascismo es el capitalismo altamente militarizado e ideologizado, donde el Estado funciona como brazo civil del Ejército, y en el cual —dado el desarrollo de los medios de producción y de comunicación que tiene lugar a partir del siglo XX— el terror y la propaganda se combinan en dosis semejantes para garantizar, a un tiempo, la dictadura y la hegemonía burguesas.
“El fascismo es el capitalismo altamente militarizado e ideologizado”.
Análogamente, el problema para la teoría política hoy no es explicar cómo Donald Trump se convirtió en un magnate, sino cómo devino un magneto, alguien capaz de llegar al poder político, de atraer a decenas de millones de seguidores y de movilizarlos en función de intereses aparentemente descabellados. Como mismo hoy nos sobrecogen las imágenes del pueblo alemán —que tantos genios ha dado a la humanidad— aplaudiendo frenéticamente un discurso delirante del Führer, mañana nos estremeceremos al recordar las barbaridades de Trump. O quizás no haya que esperar tanto: ya abundan los deepfakes que fusionan su rostro con el de Mussolini. ¡Y de veras se parecen! Los personajes de la historia se siguen repitiendo; primero, como tragedia y, luego, como farsa.[2]
Trump representa la fealdad, no la belleza; la mentira, no la verdad; la infamia, no la justicia; el vicio, no la virtud. Es el desequilibrio, nunca el balance. Pero, ¡cuidado! Trump no es ningún tonto: es un individuo ordinario, sí, pero con un poder extraordinario, dada su capacidad para influir en la economía, en la sociedad, en la política y en la ideología. Como multimillonario, tiene poder económico; como (ex)presidente de los Estados Unidos, tiene poder político; como tipo que ha sabido capitalizar la frustración de la clase media blanca norteamericana, tiene poder social; y como comunicador que maneja las emociones y ha impuesto una narrativa disparatada pero efectiva, tiene poder ideológico. Basta una de estas condiciones para ser considerado influyente en el mundo actual. En política, subestimar al enemigo no es una equivocación, es un crimen. Trump es un troglodita, pero orgánico, porque conecta con millones de personas y las moviliza. Y eso no lo convierte en un individuo, sino en una época. Justamente el propósito de este ensayo es definir la naturaleza del trumpismo.
II
Ignacio Ramonet es un agudo analista de información, capaz de anudar una gran cantidad de datos dispersos y de exponerlos de manera diáfana y sencilla. En su ensayo La era del conspiracionismo (Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2022) se concentra en “realizar una observación con microscopio del asalto al Capitolio”,[3] el 6 de enero de 2021, protagonizado por fanáticos de Trump que se oponían de manera beligerante a la victoria electoral de Joe Biden.
La mayor virtud del texto de Ramonet consiste en dibujar al detalle el contexto en el que aparece y se impone el trumpismo. Aunque hace muy bien en señalar que “no hay determinismo sociológico absoluto”, pues “el contexto socioeconómico nunca determina completamente”, solo “crea la atmósfera” que da “sentido a las acciones de los agentes sociales”.[4] El contexto es, por así decirlo, el escenario de la obra de teatro, no el guion. No obstante, casi al final de su ensayo, Ramonet redondea lo que parece ser su tesis principal, en la cual da respuesta a su objetivo, partiendo precisamente del “escenario”, no del “guion”:
La embestida de las turbas trumpistas contra el corazón de la democracia norteamericana fue el resultado de un contexto social preciso (empobrecimiento de la clase media blanca, repetidos escándalos de abusos sexuales a menores, auge fulminante de las redes sociales) y de un profundo lavado de cerebro a base de narrativas conspiracionistas y de relatos complotistas.[5]
Esta tesis, sinceramente, nos deja con ganas. El asalto al Capitolio no es comprensible sino como manifestación de un fenómeno mucho más complejo. La ciencia social empieza donde termina el análisis de la información. La organización de los datos no es suficiente, es preciso relacionarlos de manera coherente y, de ser posible, hallar una ley. No basta con rebelarse contra un hecho, hay que revelar su naturaleza. Fue lo que Marx se propuso hacer en El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (1852), con respecto a los textos de Víctor Hugo y Proudhon, que terminaban, sin querer, ensalzando al pequeño sobrino del gran tío. Para rebelarse hay que revelar, y para revelar, más que describir, hay que descubrir. Y ya Martí nos enseñó, con la fábula de los ciegos y el elefante,[6] que para describir y descubrir al paquidermo no basta con la trompa.
“No basta con rebelarse contra un hecho, hay que revelar su naturaleza”.
III
¿En qué radica, entonces, la fuerza magnética del magnate? ¿Tiene que ver con su histrionismo televisivo? ¿Emana de su carisma en las tribunas? ¿Surge de las conspiraciones que intentan ponerles parches a sus promesas electorales? ¿Brota de sus millones gastados alegremente? ¿De las maniobras tramposas de sus asesores?
“Donald Trump deviene trumpismo en la medida en que encarna el neoimperialismo”.
Lo primero que hay que dejar claro es lo siguiente: Donald Trump es un individuo; el trumpismo, una época. Trump surfea una ola histórica. Y esa ola es el neoimperialismo, que se caracteriza por una oligarquía global que exporta su ideología a través de los monopolios de la información para repartirse el mundo culturalmente. Con tal propósito se vale de las guerras en 3D (por territorios, mercados y mentes), del empirismo comunicativo (teoría del conocimiento que potencia la emoción y la comunicación, en detrimento de la razón y la práctica), de la hegemonía (gobierno por consenso) y de la globalización capitalista (control efectivo de la oligarquía global sobre territorios, mercados y mentes interconectados).
El “personaje mediocre y grotesco”[7] que es Donald Trump deviene trumpismo en la medida en que encarna el neoimperialismo. De ahí sus fortalezas y sus vulnerabilidades. El trumpismo es neoimperialismo porque:
- Trump forma parte de la oligarquía global que aspira a gobernar el planeta;
- Trump exporta mentiras constantemente;
- Trump utiliza para ello las redes sociales, que son monopolios de información;
- Trump trata de conquistar la opinión pública norteamericana y tiene 153 millones de seguidores;[8]
- Trump declara la guerra, si es preciso, a los símbolos del poder norteamericano;
- Trump no razona hechos, comunica emociones;
- Trump tiene una ascendencia real sobre la gente, que lo convierte en hegémono;
- Trump es, en suma, la personificación del capital global trastocándose en globalización capitalista.
En una visión cinematográfica, el trumpismo no es más que una película de terror en la que los Dráculas de Transilvania son los Demócratas de Pensilvania,[9] es decir, “pedófilos que chupan la sangre de niños inocentes en busca del Adrenocromo”; en la que los ciudadanos comunes son hombres lobos armados hasta los dientes, en virtud de la Segunda Enmienda; en la que algún que otro Frankenstein, infoxicado[10] por las teorías conspiracionistas, le entra a tiros a una escuela o a un restaurante; y en la que, finalmente, la humanidad se va convirtiendo, Prozac y opioides mediante, en un ejército de zombis. El trumpismo convierte la teoría de la evolución en práctica de la involución.
En resumen, el trumpismo es la expresión de un fenómeno histórico muy complejo que no se reduce a los Estados Unidos, ni al Partido Republicano, ni mucho menos a un individuo ordinario como Trump. El trumpismo es un trompazo republicano que revela la inhumanidad del neoimperialismo, manifestada crudamente en la gestión de un tipo que no dirige con la sutileza de un político inteligente, sino que manda con la prepotencia de un vulgar empresario. El neoimperialismo se impone, sin mediaciones, a través de Trump. El trumpismo es el neoimperialismo en cueros.
La política neoimperialista resulta altamente peligrosa porque apunta al corazón mismo de los pueblos, a su espiritualidad. Institucionalmente, su virulencia mayor se dirige contra el Ministerio de Cultura, al que reconoce, de hecho, como Ministerio de las Fuerzas Almadas. Si la cultura es el arma del alma, el neoimperialismo apuesta por desalmarnos para desarmarnos. Y esta es la mejor confirmación de que, como repetía una y otra vez Fidel, las ideas son armas estratégicas.
Notas:
[1] Citado por Ignacio Ramonet en La era del conspiracionismo, p. 76. François du Cluzel es un contraalmirante francés que en 2020 publicó un estudio titulado Guerra cognitiva, el cual fue financiado por la OTAN.
[2] Así comienza el genial ensayo de Karl Marx, El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte.
[3] Ramonet, ob. cit., p. 24.
[4] Ídem, p. 25.
[5] Ibídem, p. 180.
[6] Cf. José Martí, “Un paseo por la tierra de los anamitas”, La Edad de Oro.
[7] Así denominó Marx a Luis Bonaparte en el prólogo a la segunda edición de 1869 de El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (Marx y Engels, Obras Escogidas en 3 tomos, Editorial Progreso, Moscú, 1978, t. I, p. 405).
[8] Ramonet, ob. cit., p. 2.
[9] Pensilvania es el Estado natal de Joe Biden y esta vez votó por los demócratas.
[10] “Infoxicación” es un término al uso actualmente que hace referencia a la intoxicación informativa.