El tiempo se abre Rufo
Conocí a Rufo hace dos décadas atrás, es decir, a pocos años de graduado. En 1994 se realizó en Camagüey el segundo Taller Nacional de Crítica Cinematográfica y él presentó, de conjunto con Mayra Pastrana, su leal compañera en la vida, una muy bien documentada ponencia sobre el cine del Caribe. Allí participó activamente en los debates y la primera impresión que me llevé sobre su persona fue la de un joven que vivía el cine con una intensidad poco común, y lo digo a sabiendas de que en aquel cónclave estuvo reunido precisamente el puñado de seres que apostábamos al cine como algo especial en nuestras vidas.
Rufo vivía el cine con una intensidad poco común.
El apasionamiento inteligente y desbordado de Rufo se hizo visible entre aquel conglomerado de fieles del séptimo arte. Después él se hizo asiduo de aquellos eventos que se realizaron en Camagüey durante una década, y sin duda contribuyó a su enriquecimiento y altura teórica. Rufo no dispuso siempre del dominio del lenguaje con que escribió sus libros más conocidos, así como sus mejores ensayos y artículos; esa maestría demoró algún tiempo en consolidarse, fue un proceso que en sus inicios abarcó algunos textos de difícil lectura y comprensión, crípticos, abigarrados, sobreabundantes, con incorrecciones evidentes en el decir, que suscitaron no pocas bromas por parte de los demás críticos reunidos en los talleres. Esa es la realidad. Pero a mi juicio, visto a distancia, lo que estaba sucediendo era que Rufo no había amalgamado bien el revoloteo de ideas que nimbaba sobre su cabeza, con el lenguaje adecuado para expresarlo, una tarea difícil como se sabe. Cuando fue domando ese ímpetu y perfeccionó la prosa, cuando ideas y lenguaje obtuvieron la necesaria armonía, fue que se espesó el gran ensayista que nos acostumbró con su lucidez y lenguaje elegante.
Recuerdo que en 1999 me designaron para fungir de oponente en la defensa de su primer doctorado (sobre arte) en el ISA (el otro oponente o comentarista fue Julio García-Espinosa) y en mi comentario a su tesis, hice notar el fin de aquella etapa “metatrancosa”, pues Sedición en la pasarela —el título de la tesis que después se convirtió en uno de sus libros sobre cine— mostraba ya un uso del lenguaje que vislumbraba al ensayista en plenitud. Defendió la tesis con brillantez y obtuvo el doctorado sin dificultad.
El ensayo, como se sabe, es tarea de pensamiento y no solo de buena escritura; cuando se logran fusionar ambos menesteres, es que estamos en presencia de la maestría del género. Jean François Revel decía: “para el pensador una idea vale la pena de ser leída porque es buena; para el escritor, es buena porque vale la pena de ser leída”. Rufo gradualmente elaboró un uso magistral de la metáfora crítica, como gusta decir al común amigo Alberto Garrandés.
Después fui testigo, como todos los que le leímos con asiduidad, de los acelerados progresos en su escritura. Rufo se convirtió en uno de los más agudos críticos de arte del país y sus ensayos comenzaron a ganar premios dentro y fuera de nuestras fronteras. Fueron muchos los premios y varios de ellos en prestigiosos eventos de crítica tanto de cine como de artes visuales. Parecía que no descansaba, pues los artículos y ensayos aparecían en distintas publicaciones, a veces casi simultáneamente. Y era cierto, no descansaba, y su prolífica actividad lo llevaba a crear una columna o sección en una revista especializada; convocar a un evento o un espacio de debate; formar parte de jurados; armar un panel en una de sus clases, a las que invitaba a especialistas; escribir; conducir un segmento televisivo; en fin, se multiplicó en muchas presencias, todas útiles, todas interesantes y amenas.
“Sedición en la pasarela (…) mostraba ya un uso del lenguaje que vislumbraba al ensayista en plenitud”.
Gestar conocimientos, observar con lucidez los procesos artísticos, ensanchar la teoría sobre cine o artes visuales, fue su actividad más lograda y la que, con toda certeza, lo mantendrá en la permanencia de nuestra cultura. Su obra, integrada por más de una decena de libros de ensayo (ahora se anuncia uno de narrativa), es el legado mayor que nos deja y que seguirá creciendo en el futuro inmediato.
Una aventura intelectual y de corte científico nos acercó mucho en los últimos cuatro años. Primero fue el compartir prólogos, reseñas, comentarios o avales sobre nuestro trabajo recíproco, o asistir juntos a paneles y mesas redondas de contenido artístico o docente. Con ello creo que manifestamos nuestro mutuo respeto. Yo le pedí que escribiera el prólogo a uno de mis libros; él me pidió una reseña y un aval a dos de los suyos; nos intercambiamos correos electrónicos con frecuencia y creo que la amistad se consolidó en el toma y daca de una cotidianidad inmersa en el arte.
Pero fue la decisión de emprender juntos, simultáneamente quiero decir, el difícil camino del segundo doctorado, lo que nos acercó definitivamente en la amistad. Nos tanteamos por un tiempo en nuestra voluntad de hacerlo (como se sabe, este proceso es arduo y riesgoso por lo difícil del ejercicio académico a que se somete el aspirante), y un buen día, uno de los dos llamó al otro y adoptamos la decisión. A partir de ese momento, hubo infinidad de consultas recíprocas y cada uno revisó la tesis del otro, aportando las observaciones que consideró pertinentes. Asistimos a la presentación de nuestras respectivas tesis ante el Consejo Científico del ISA y nos aconsejamos mutuamente durante ese tiempo, que duró más de un año.
“Gestar conocimientos, observar con lucidez los procesos artísticos, ensanchar la teoría sobre cine o artes visuales, fue su actividad más lograda y la que, con toda certeza, lo mantendrá en la permanencia de nuestra cultura”.
Debo decir que una de las más profundas lecturas de mi texto la hizo Rufo, y no huelga comentar que se lo sometí a varios buenos amigos de mucho rigor en su mirada. Rufo se leyó con detenimiento mi tesis sobre la crítica de arte de Octavio Paz y le encontró algunos puntos flacos o inciertos que me apresté a cubrir con más investigaciones y estudios; su lucidez era impresionante, su meticulosidad la de un relojero. Se lo agradecí mucho.
Luego vinieron las defensas y estuvimos uno al lado del otro en un momento de tensión inevitable. Un prestigioso tribunal presidido por el doctor Roberto Fernández Retamar fue el encargado de dirimir si la tesis y las respuestas a las preguntas de los oponentes, unido al expediente científico del aspirante Rufo Caballero, merecían el grado. El ritual de discusión, realizado en el Icaic, fue brillante: se defendió con obstinación (algunas preguntas de los tres oponentes exigieron de todo su talento y paciencia) y su afilada inteligencia resolvió y venció finalmente todos los obstáculos. Rufo se convirtió en el más joven doctor en Ciencias del país. Recuerdo su alegría al final de aquella agotadora jornada, estaba exhausto, pero resplandeciente de felicidad. Nidia, su madre y amiga, siempre a su lado en cuanto acto de presentación o premio podía acompañarlo, estaba más radiante que el propio Rufo. Ese fue un día espléndido, inolvidable.
Coincido con muchos de los testimonios que se han escrito después de su muerte acerca de que será recordado como uno de nuestros más talentosos intelectuales de los últimos años. Rufo fue una inteligencia despierta, activa, cuestionadora, litigante, empeñada en gestar conocimientos desde el amanecer hasta el cansancio de la noche, un hombre de la cultura de pies a cabeza. Más que crítica sobre cine y artes visuales hizo literatura crítica. Siempre sostuvo una actitud de sorpresa ante las nuevas teorías y las líneas de pensamiento actuales, que procuró con una avidez sin igual. En sus textos se desplegaron las más provechosas lecturas de los clásicos y los no tan clásicos, por nuevos. Se mantuvo al día de teorías y nuevos pensadores, atendió con expectación los creadores recién aparecidos en el paisaje artístico y siguió la evolución (o involución) de los más consagrados. Su densidad teórica fue legítima y por ello, además de su virtuosismo escritural, sus textos derrocharon calidad y sus clases fueron reconocidas como ejemplares por sus alumnos de la Facultad de Historia del Arte, que lo elogiaban y reconocían como un profesor de mucha altura y rigor docentes.
“Rufo fue una inteligencia despierta, activa, cuestionadora, litigante, empeñada en gestar conocimientos desde el amanecer hasta el cansancio de la noche, un hombre de la cultura de pies a cabeza”.
Fue de una honestidad intelectual insobornable, por lo que en ocasiones resultó incómodo y, a pesar de que se puedan discrepar muchos de sus juicios —como es natural con cualquier autor—, no se pudo debatir con él desde posiciones facilistas o poco argumentadas. Valiente en sus juicios y sus posiciones ante la vida, recuerdo cuando me escribió dolido porque le habían cerrado sin más explicaciones un espacio televisivo y se proponía armar una batalla por los correos electrónicos. Le aconsejé abandonar dicha postura. Le dije, no lo olvidaré: “el tiempo se abre, Rufo, y lo que importa ahora es la obra, tus libros, tus proyectos académicos; lo otro no cuenta, es prescindible, se trata de decisiones de personas que se pueden rebasar con nuestro trabajo”. Unos días después me llamó para expresarme su acuerdo con el consejo: “Es cierto”, me dijo, “la obra es lo que importa”.
“Fue de una honestidad intelectual insobornable”.
Mi recuerdo sobre su personalidad intelectual se basa en el máximo respeto que le profesé, además de la experiencia de disfrutar la amistad que surgió entre nosotros. Rufo fue, es, un pensador y un escritor de indiscutible talento que inspiró respeto entre todos los que lo conocimos. Puedo, desde luego, decirle de nuevo: “El tiempo se abre, Rufo”, pues para él no se ha cerrado el devenir, sino que ahora es que comienza un redimensionamiento de su existencia, una nueva etapa en que todo lo que dejó, que fue mucho, será aprovechado por los más jóvenes (y los no tan jóvenes). El olvido, que por lo general comienza a operar aún antes de la muerte, acelerará ahora sus trabajos, pero como ocurre en casos como los de Rufo, otra operatoria se pondrá también en marcha: la de la trascendencia, a través de su obra escrita y del recuerdo de sus familiares y amigos. Su obra y su memoria vivirán entre los que lo apreciamos y respetamos.
Enero de 2011.
Texto incluido en el dossier homenaje a Rufo Caballero, publicado en la Revista Cine Cubano 179.