Toda persona frente al tiempo vive una fatalidad: no escoge vivir sus días con unos estilos y códigos de convivencia que lo rebasan, siempre a expensas de lo social. La época es la primera imposición que recibimos al nacer. El tiempo que nos toca vivir es, por esencia, matriz donde se funden todas las realizaciones, pero también ─y más aún─ las bondades pospuestas.
Todos disponemos de la cuota de tiempo que nos corresponde en iguales cantidades; cada día, mes y año tienen la misma duración, pero, evidentemente, no a todos nos corresponden igual cuota de días, meses y años: el largo de la vida define la magnitud total. La edad con que vivimos los sucesos le aporta diversos colores al tiempo de cada persona.
Aunque seamos seres humanos diseñados para la igualdad, nos toca consumir el tiempo de cien mil maneras distintas. Cada vida es una sucesión de instantes de estricta individualidad. Y comparto unos pocos ejemplos: el primer televisor que tuvimos en casa lo compró mi tío en 1953, yo tenía cuatro años; mi madre veinticinco y mi abuela sesenta y cuatro. No fue lo mismo para ninguno de los tres. Mi primer celular lo tuve a los sesenta y dos; mi hija menor a los dieciocho y mi vecinito de los altos a los siete. Ninguno de los tres los usamos de la misma manera, ni con iguales fines. La vida es más que el tiempo si a este le sumamos los objetos, inquietudes y sucesos que trazan su algoritmo.
“El tiempo a veces juega malas pasadas, y hay que saber asumirlas, con olfato de felino. La desesperanza no puede marcar hasta el tuétano, con herida incurable, nuestra anatomía social. Por duros que sean los tiempos siempre será posible un día más para la confianza”.
Mi generación ha vivido un tiempo fragmentado en muchos tiempos: la promisoria infancia marcada por el temprano triunfo de la Revolución después de unos pocos años de inocencia en la seudo república, tuvo como continuidad etapas de variopintos matices, siempre centradas en la búsqueda de un bienestar asociado al ideal socialista que aún nos anima. Recomposiciones consecutivas, procesos inaugurales, caídas y rumbos corregidos han puesto en cada uno de nuestros tiempos, escenografías diversas.
La revolución permanente, no como la enunciara Trotsky en 1929, sino como proceso de cambio perpetuo nos ha obligado a transitar, creativa y casi vertiginosamente, por caminos que se complementan o contraponen. La norma de “cambiar todo lo que debe ser cambiado”, en las dinámicas de nuestra Revolución, nunca ha fluido sobre ruedas ni ha dejado a nuestro espacio sin heridas. El cambio crónico, la mutación perpetua condicionan nuestras neuronas, siempre ansiosas tras la estabilidad.
Quien vea en estos descargos solo galimatías sofísticos, que me explique si aquellos días de 1965, cuando unos cientos de compatriotas emigraron por Camarioca, se parecen a los de 1980, los de 1994 o a estos en que la emigración ─legal a medias─ nos pinta de tristeza las estadísticas. O que me compare los de 1968, con los que le antecedieron, o los que le sucedieron ─sobre todo en oferta de bienes y servicios. Pudieran remitirse también a las amarguísimas jornadas que pasaron sobre nuestras almas en la década de los noventa, o con las de este tercer decenio del siglo xxi.
El tiempo a veces juega malas pasadas, y hay que saber asumirlas, con olfato de felino. La desesperanza no puede marcar hasta el tuétano, con herida incurable, nuestra anatomía social. Por duros que sean los tiempos siempre será posible un día más para la confianza. Son muchas las desarticulaciones con que el tiempo ─tiempo atrás─ trabó nuestros relojes para pensar que no lograremos recomponerlos con la certeza de que volverán a dar la hora con exactitud. Yo sufro, pero confío y trabajo en todas las reparaciones posibles.
“Obtener `la mayor justicia social posible´ se erige como propósito supremo de estos días de acrecentado asedio enemigo y dificultades gigantescas”.
No es el de hoy un tiempo mejor, todos lo sabemos: los territorios que los enemigos de la Revolución ganaron en lo económico, en lo comunicacional, en la seductora cuota de bienestar que ceban con nuestra miseria nos han obligado a convertirnos en escultores de un tiempo que cual estatua en peligro, debe soportar ─proveniente de nuestras propias manos─ un desbaste permanente en aras de conservar su eje central con la esperada sorpresa de futuras recomposiciones.
Pero existe un tiempo total de la Revolución. Comenzó el 26 de julio de 1953, y no termina. Cuando miramos a quienes siguieron por el camino que íbamos antes de 1959, comprendemos que seguramente, pese a todos los repliegues, somos uno de los pueblos que ha tenido la posibilidad de dialogar con el tiempo y en aceptable medida ponerlo al servicio de un proyecto justiciero. Algunas de las indeseadas asimetrías que, en lo económico, nos maltratan hoy, marcan también ─aunque no lo parezca─ rasguños que hacemos sobre la piel del tiempo en nuestra resistencia al afán de otros por devolvernos a las horas previas de desigualdad, discriminación, desesperanza. Algunas utopías que parecían haber cristalizado debimos encuadernarlas; pero me llamo a capítulo y concluyo que el archivo no implica sepultura.
“El tiempo que nos tocó ha sido difícil, extenuante, pero por eso mismo bello y, como siempre, impelido por la posibilidad de un futuro que nunca desterraremos de los sueños patrios”.
Obtener “la mayor justicia social posible” se erige como propósito supremo de estos días de acrecentado asedio enemigo y dificultades gigantescas. La intención de estrangularnos o doblegarnos por hambre se maquilla a toda hora y en todos los espacios con ribetes cada vez más perversos, unas veces sutiles, otras, gruesamente desembozados. No existe razón legal, ni histórica, ni moral, ni de ninguna otra índole para el cerco criminal que nos imponen. Han apostado al tiempo (su desgaste); nosotros también (la resistencia). Ellos han sido muchos países desde que empezaron a tratar de abatirnos; nosotros también, y seguramente muchas nuevas maneras de construir nuestra soberanía encontraremos hasta la consumación plena del instante feliz.
Para quienes me acompañan en esta tercera edad, ya el tiempo no se nos configura como plataforma para las consagraciones personales sino como herramienta para los legados. El tiempo que nos tocó ha sido difícil, extenuante, pero por eso mismo bello y, como siempre, impelido por la posibilidad de un futuro que nunca desterraremos de los sueños patrios. Aquí estuvimos y aquí continuaremos. Tenemos, activo, en nuestro arsenal ─que no solo Eliseo Diego nos lo testó─ “el tiempo, todo el tiempo”.