Lo conocí hace ya un tiempo, en el patio del Hotel Mascotte de la ciudad de Remedios. Era el marco de las celebraciones por el 500 aniversario de la villa y Antón Arrufat hizo su visita como parte de la caravana de grandes figuras que por entonces aconteció en dicho sitio. Se trataba de un hombre extraño, a ratos callado, observador, que traslucía una juventud extemporánea, fuera de toda lógica.
Su cuerpo bien erguido y su voz profunda, firme, trasmitían unos versos a ratos enrevesados que hacían eco en todo el recinto. En el Mascotte se reunieron, recién concluida nuestra guerra por la independencia, Robert Porter por el gobierno norteamericano y Máximo Gómez para licenciar el Ejército Libertador. El hecho histórico sobrevino como resultado de toda una serie de conspiraciones y movidas que dejaron una marca en la naciente república. Todo ello, de alguna forma, estaba en la atmósfera de aquel encuentro con Arrufat.
—¿Esta entrevista sale por alguna emisora? —me dijo no sin cierta ironía.
—Sí maestro, trabajo en Radio Caibarién. El material se transmitirá en los espacios informativos.
“Frente a mí estaba ese hombre que venció solo para ser escritor, que sufrió dicha condición, que la llevó adelante con decoro y que ya en la ancianidad era capaz de ostentarla”.
Así se inició el diálogo, sentados frente a dos tazas de café con unos chocolates que él digirió al instante. Antón me confesó que estaba cansado, que la gira nacional que realizaba ya no era propia de un hombre de su edad. En sus ojos había una especie de mentís hacia aquello que sus labios proferían. Le pedí que me leyera en voz alta alguno de los poemas de su último libro y grabé la alocución, la cual mezclé en la entrevista radial con las propias respuestas y con la musicalización.
—A mi edad ya se escribe de forma cifrada.
Le indagué qué quería decir con eso, pero obtuve una sonrisa que lo escondía todo. Arrufat era una pieza viviente de una parte de nuestra historia cultural más lúcida y tremenda. Frente a mí estaba ese hombre que venció solo para ser escritor, que sufrió dicha condición, que la llevó adelante con decoro y que ya en la ancianidad era capaz de ostentarla. El cansancio que se notaba en su cuerpo quizás se debía no tanto al esfuerzo físico como a la creación largamente ejercida y colocada en lo más alto de su plano existencial.
Recuerdo cómo me narró de su ascendencia catalana. De allí le vienen las ambiciones y el espíritu de lucha y reivindicación. Según cuenta la historia, Antón Arrufat no la tuvo nada fácil en los peores años de lo que se conoce como Quinquenio Gris; pero la valía de una obra, el testimonio de una época y la energía siempre inmortal lo salvaron. Tenía frente a mí a un vencedor, si bien desgastado, raído, con un paso leve y constante.
Casualmente el Mascotte, como muchos edificios remedianos, posee elementos de la arquitectura catalana y el escritor se sentía en una especie de epifanía en la cual las iluminaciones de su pasado se mezclaban con la gloria del reconocimiento en el presente. Los salones del recinto estaban repletos de jóvenes que querían conocer al autor. Más allá de los inmensos legados que nos deja en materia literaria, está también su convivencia con figuras de la creación que parecieran haberse escondido en los recodos más insólitos y casi mudos.
Esa cercanía con Virgilio Piñera tan exaltada y justa hacía de Arrufat una especie de caballero de los tiempos ya idos. El documento viviente de lo que fuese una porción única, una cantidad hechizada. Me di cuenta de que, cuando nos faltara, habría un cráter insalvable en nuestra historia, quizás porque existen cuestiones que son indecibles y nunca saldrán a la luz.
Antón Arrufat posee una especie de pasión indescifrable que ni siquiera hallamos en sus poemas y prosa. Es ese ímpetu de los grandes autores que ya no pertenecen a esta era, sino que provienen de ilusiones perdidas para siempre. Le leí uno de mis cuentos, que él calificó de impublicable. Según me dijo, la tesis era demasiado dura y le molestaría a alguien. Sentí un escalofrío, ya que por un instante la premonición de aquel autor había caído como un balde de agua sobre mis aspiraciones literarias.
La voz profunda de sus lecturas había marcado aquel recinto de Remedios y también el apretón de manos con que sellamos nuestra entrevista. Los meses transcurrieron y la última vez que nos vimos fue en un congreso de la Uneac. Estábamos sentados a pocas mesas de distancia y me envió su saludo de caballero medieval con un gesto sutil. Era sorprendente que me recordara, entre tantos que lo habían entrevistado. No hubo más intercambios, supongo que luego de la reunión volvió a la vida de creaciones y poesías cifradas.
Poco tiempo después, ante una injusticia cometida contra mí, el primer impulso fue leer la obra de Arrufat. En efecto, hallé resonancias inmensas, correspondencias que solo la magia de un genio puede crear y sostener entre personas y eras dispares. Así dice uno de los momentos poéticos que más me ha conmovido:
Un nuevo poderío
Si puedes andar varias horas,
conversar, reírte a carcajadas,
sin preocuparte del reloj,
de que se te hace tarde, muy tarde,
sin temer el arribo de la medianoche…
Si puedes ver la mitad vacía de tu cama
sin desvelarte,
con el teléfono y el fax desconectados…
Si puedes sentir la alegría
carente de motivo, la alegría pura,
y no le temes al miedo de aceptar
la relación de tu cuerpo
con el espejo del cuarto al levantarte…
Si con dócil euforia
conjeturas el porvenir
y puedes mirar sin ver
realmente las ciudades y los puentes,
el paisaje que conociste,
y recordar antiguos caminos
sin severidad ni nostálgico…
Si puedes llegar a creer
que serás o ya eres
displicente, tranquilo,
de un modo sabio…
Podrás, siendo así,
sin lamento, rubor
ni autoengaño,
podrás decir:
finalmente estoy solo.
La entrevista a Arrufat salió al aire en mi emisora en 2014, pero no conservo los registros sonoros. En cambio, la sonrisa de aquel autor me sigue mientras escribo estas líneas. Un gesto que casi ocultaba la esencia del universo y que me reveló que el destino de un escritor reside en los silencios que lleva consigo. Desde otro plano, discurre la obra cifrada e irreverente de quien nada temió y que, aun calladamente y desde su butaca sombría, estuvo junto a nosotros como el espíritu premonitor que era. Por cierto, el cuento que le leí ya está publicado.
Tomado de Cubahora