“…nihil novi sub sole”
Eclesiastés (1:9)
En 1957 Ingmar Bergman dirige El séptimo sello. En el film un cruzado juega ajedrez con la Muerte. Esta, sin embargo, no será una crítica de cine. Tampoco aludirá al ajedrez. Aludirá al mundo. A la Historia. A los humanos —que la hacen—. A los sucesos que en los últimos 240 años han signado esa historia. A las secciones —temporales— con que los analistas suelen parcelarla. Oswald Spengler y Alexandre Deulofeu —este con su “matemática de la historia”— lo enunciaron. Ciclos, del griego kýklos: rueda, círculo. Así avanza la historia: de ciclo en ciclo. El inglés Arnold J. Toynbee se sirvió de cierta analogía: en la “rueda de la carreta” la monotonía del girar no sirve a la rueda, sirve al vehículo. Y el vehículo es la Historia. Así, con mayúsculas. Cada ciclo signado por causas, efectos, condiciones, hechos, mudas. Pura dialéctica, parcelada de fechas, peldaños. Para los humanos tragedias: ascender o descender nunca las ha desterrado. Ciclos que exceden el cronotopo de una vida humana; la vida es corta, los ciclos largos. Los humanos nacemos y fallecemos en un mismo ciclo, con suerte en el siguiente. Ser diestros en presentes y previsores de futuros exige experticia en pasados: comprender el ayer, administrar el hoy, prever el mañana. Ser proactivos. De la retrospectiva a la prospectiva. Para ello se tiene la Historia Comparada. Empleémosla, pues.
“Así avanza la historia: de ciclo en ciclo (…). Cada ciclo signado por causas, efectos, condiciones, hechos, mudas”.
Desde la convocatoria a los Estados Generales —aquel 5 de mayo en la Francia de 1789— hasta hoy… media la friolera de 232 años. La Revolución Francesa fue la partera de la Edad Contemporánea. Analicemos no El séptimo sello, ese mítico e inolvidable film de Bergman; analicemos los siete ciclos, esos, los que desde mi personal visión han ovillado y desovillado desde aquel 5 de mayo —y hasta hoy— la Historia. La Historia y el hombre. No es entelequia la Historia: el hombre la define. El hombre la hace. Giorgio Agamben —como Walter Benjamín— adoraba el Angelus Novus, el famoso dibujo de Paul Klee, de 1920. El italiano creía al ángel la personificación del Homo sapiens actual: un ser que divorciado del pasado se pierde en la Historia. No nos perdamos.
1789 / 1815: Del vasallus al sans-culotte
Antes, en 1776, fue la Declaración de Independencia de las llamadas Trece Colonias, la Constitución norteamericana en 1787. Un siglo antes, en 1649, Cromwell había privado de la testa a Carlos I. El 5 de mayo de 1789 marca el inicio de la Revolución Francesa. El fin del absolutismo. La República, esa moderna institución, emergerá desde tales barahúndas. El Rey —ser no electo que no tenía tapujos en declarar L’État, c’est moi, Dios hipostasiado en el trono— cede lugar a la nueva fuerza viva de la sociedad: la burguesía. No es esta, sin embargo, la única fuerza viva, ni siquiera la mayoritaria: lo es el sans-culotte. Pasarán años y se le llamará proletario. En 1789 marcharán juntos, mas los primeros se encargarán en breve tiempo de marginar a los segundos. Ya veremos cómo. El 26 de agosto de 1789 se aprueba la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano. Será el zócalo de la hoy conocida Declaración Universal de los Derechos Humanos. El feudalismo se declara cadáver. Sus privilegios se recluyen en el mismo ataúd. La soberanía no residirá ya más en una persona: pasa a la nación. Nación, como se verá, puede ser sinónimo de entelequia. Al hombre —la declaración no aludirá a las mujeres— se le reconoce derecho a resistir la opresión. La libertad, la seguridad y la propiedad también devienen derechos. Los hombres nacen iguales en ellos. El único límite: la Ley. Por supuesto, quienes gobiernan la hacen. Nuevas libertades pronto correrán no a ser suprimidas sino a ser cooptadas: expresión, elección, opinión, prensa, conciencia. Llegará la Constitución de 1791; la Declaración de los Derechos del Hombre de 1793; la Constitución de ese año. Es el Terror y Robespierre corta cabezas a más y mejor. La revolución devora a sus hijos en las fauces del artefacto de Joseph Ignace Guillotin, el 9 de Termidor, un 27 de julio de 1794, devora al mismo Robespierre.En su afán por mudar de aires los revolucionarios franceses la emprendieron con el nombre y el periodo de los meses, ultimaron incluso a Dios para hacer nacer un Dios nuevo. La Declaración de Derechos de 1795 y la Constitución del mismo año establecen nueva hipóstasis. Esta no deriva del Dios del cielo sino del Dios del dinero. La burguesía —que también reza al Dios del cielo— se encargará de ser electa solo por sus pares: al dinero lo elegirá el dinero. El sans-culotte ni elegirá ni será elegido, solo trabajará por miserable paga. Para eso se le ha dado libertad. El gnomo de la democracia, mutilado y amañado desde el sufragio censitario, hace su debut: para elegir y ser elegido debe poseerse determinada suma de dinero, o propiedades, no ser analfabeto, ser hombre, pertenecer a determinado grupo social, tener cierta edad. Un solo voto, según la suma que como impuesto pague el votante, acorde a su peculio, puede representar muchos votos. En Prusia, en la región de Essen, Friedrich Alfred Krupp, el potentado del acero, el de los cañones, concentra, ¡él solo!, el 33 % del total de votos del padrón electoral. Los votantes se dividen por estamentos. El sans-culotte, el pobre, el proletario, las mujeres, el analfabeto, quedan excluidos. Constituyen desde luego mayoría. Mas eso no importa. Son los modernos vasallos. Un vasallaje muere —el que ataba al Castillo—; otro vasallaje nace —atará al proletario al miserable jornal—. El germen del proletario toma cuerpo. Las revoluciones subsiguientes —1830 y 1848— aguardan turno. Y la Comuna. Y la rusa. Las del otro lado del Atlántico: Toussaint-Louverture, Bolívar. Todas las revoluciones aguardan: tienen mismo origen. La esclavitud, al menos la avalada por la Ley, muere o tiene los días contados. En 1799 Napoleón Bonaparte se hace del poder. Del absolutismo de un Rey a la dictadura de un Emperador. A sus caprichos. A la guerra. Supuestamente revolucionaria. Alabemos, no obstante, su Código Civil. La revolución industrial lo trasforma todo: el molino de viento cede sitio a la máquina de vapor. El carbón es el combustible. A la vera misma de Waterloo, Inglaterra deviene potencia mundial. Así como un huracán no es su centro, un ciclo temporal no es solo una fecha: exhibe pródromo, inicio, clímax y… final. Este, el primero de los ciclos de la contemporaneidad —en puridad, microciclos— culmina en 1815. Precisamente allí: en Waterloo.
1871 / 1914: Un fantasma recorre el mundo: los 60 días de la Commune
La desventura del sans-culotte y su metamorfosis hacia proletario, el voto censitario, las iniquidades de la otrora revolucionaria burguesía, provocan la Comuna. La situación de la clase obrera es terrible. Pobreza. Jornada laboral extensa e intensa. Horribles condiciones de trabajo. Paga en extremo reducida. Los antes proclamados derechos no son visibles. El vasallaje continúa: solo cambió el modus operandi. Ello marca el inicio de la guerra de clases, lo que Hobsbawn llamó “el siglo de las revoluciones”. Y estalla la Commune. Las revoluciones de 1830 y 1848 establecieron el prólogo. Antes, Karl Marx había escrito buena parte de su obra: Manuscritos económicos y filosóficos (1844), Trabajo asalariado y capital (1847), Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850 (1850), el Grundrisse (1857), el Prefacio de Contribución a la crítica de economía política (1859), Teoría de la plusvalía (1862), Salario, precio y ganancia (1865), y el volumen I de Das Kapital (1867). El Manifiesto Comunista había visto la luz en 1848. El potente análisis —metodológico y teórico— de Marx desnudó el núcleo duro del nuevo sistema. Una nueva palabra, comunismo, salta a la palestra. Un salto absolutamente justificado. Previsible. Por lo pronto es el 28 de marzo de 1871 y el pueblo toma París: se dictan normas de vastas resonancias sociales, jurídicas —abolición de la guillotina—, laborales, éticas, financieras —abolición de intereses de deudas—, militares —creación de la Guardia Nacional, milicia conformada por todos los ciudadanos—, educacionales —enseñanza laica—, electivas —todo miembro será electo por mayoría y podrá ser destituido por esa mayoría—. La Commune fue una fiesta de democracia. También fue benigna: ni cortó cabezas ni cometió excesos. Fue ahogada, no obstante, en una orgía de fuego, plomo y sangre. Mucha sangre: 50 mil fusilados. Todo Estado, instrumento de coerción clasista, incluido el proletario —sostiene entonces Marx—, debe ejercer el derecho de autodefensa. Y acaece el cisma entre comunistas y anarquistas. Más tarde llegará la ruptura con socialistas, con la socialdemocracia. Kautsky, Lasalle, Bernstein. El fantasma echa, sin embargo, a andar. Asola Europa. Transcurrirá medio siglo y Alemania será una tromba. Rusia, el indetenible tsunami. Otra suma de años y el fantasma dominará el país más poblado del mundo. Llegará a bordo de los tanques a media Europa. Pero eso será después. Ahora es solo 1872… y EUA aventaja a Inglaterra como potencia económica.
1914 / 1933: Europa se mata. Los cartógrafos remodelan los mapas
El 28 de julio de 1914 un nacionalista serbio asesina al archiduque Francisco Fernando de Austria. Austria-Hungría declara la guerra a Serbia. Rusia corre en apoyo de Serbia. Alemania declara la guerra a Rusia. Francia se une Rusia. Alemania declara la guerra a Francia. La vorágine, que solo aguardaba causa para hacer suyos todos los efectos, desata la degollina. Casi 70 millones de hombres se lanzan armas unos sobre otros: 8 millones morirán. Cuatro imperios dejarán de existir: el ruso, el otomano, el alemán y el austro-húngaro. La labor comenzada por la Revolución francesa en 1789 —continuada por un corzo enamoradizo de pequeña estatura— en cuanto a defenestrar al absolutismo monárquico lo completa esta ordalía. Ocupados los hombres en matarse, las féminas obtienen cierta primacía: los derechos de la mujer —especialmente elegir y ser elegida—, reclamados antes por el movimiento sufragista, cobran auge. La guerra finiquita y el Tratado de Versalles impone condiciones —draconianas y humillantes— a Alemania. Desde ellas emergerá un austriaco vegetariano y endemoniado. Paciencia: eso será después. Por ahora Inglaterra y Francia se adueñan de las colonias alemanas. Se reparten Oriente Medio. El Tratado de Sevres, que garantiza —en papel— un Estado kurdo, es anulado por el Tratado de Lausana: 40 millones de kurdos viven hoy en países varios. —En Frankfurt conocí a una bella muchacha. “¿Eres turca?”, pregunté. “No, soy kurda”, sostuvo, orgullosa. La mayoría kurda piensa hoy así, no importa el sitio en el que vivan—. Surge la Sociedad de Naciones: prólogo de la ONU. Ah, los cartógrafos, pobres, deben afanarse, dibujar nuevos mapas: Europa se reconfigura. Y el fantasma deja de ser algo etéreo, toma cuerpo en Rusia: la revolución de 1917 llevará su peso a la política mundial y dividirá al mundo en secciones adversarias. Jean Pierre Faye alude al siglo XX como “el siglo de las ideologías”. Las piedras que se lanzan a las aguas de un ciclo hacen surgir ondas que soliviantan las aguas de otro. Tales piedras van a determinar muchos años después el lanzamiento de… otras piedras. Hegel, según Marx, enunció la dialéctica, colocándola cabeza abajo. La dialéctica, precisamente la dialéctica —despreciarla o desconocerla—, puede colocarnos cabeza abajo a todos. Ignorar o no prever puede, incluso, hacernos perder la cabeza.
1933 / 1945: El mundo se mata. Un austriaco nacido en Braunau
¿Habría existido Adolf Hitler, III Reich, II Guerra Mundial, Holocausto, crematorios, “socialismo real” en Europa del Este, Alemania dividida, Muro de Berlín, dicotomía OTAN / Pacto de Varsovia…, sin Tratado de Versalles? ¿Sin las consecuencias de la I Guerra Mundial? La Historia es madeja de causas y sedal de efectos. No obviemos la Gran Depresión, aquel Martes Negro del 29 de octubre de 1929 en Wall Street. No descartemos tampoco el veleidoso azar. Todo efecto deviene causa que a su vez resultará nuevo efecto: el ovillo es infinito. El ego degradado de una nación, las afrentas a ese ego, el olvido de lo que tales afrentas pudieran significar en proyección de futuro, la depredación que nace desde intereses desmedidos, la vanidad que llega —desde la ilusión— de la siempre temporal fuerza…, todo ello lastró a los vencedores de 1914. Lastró y prohijó lo subsiguiente. El austríaco vociferante de risible bigotito no habría soliviantado a Alemania sin tales desafueros. El olvido siempre lastra a poderosos y a vencedores. Los que hoy vociferan en el mundo no deberían ignorarlo. Tampoco nosotros que los escuchamos vociferar. Y es que nos hundirá el mismo lastre. Desde septiembre de 1919, fecha en la que el hombrecito de Braunau comenzara a aullar —y encandilar— a un grupo de seres en una cervecería de Múnich, la Hofbräukeller, hasta el 30 de enero de 1933, momento en que comenzara a vociferar —y encandilar— a todos los alemanes —en esa fecha es nombrado Canciller tras lograr la primacía del voto popular— median menos de 14 años. Seis años después invadiría Polonia. La pesadilla comenzaba: 70 millones de muertos —62 % de ellos civiles—, crematorios, cámaras de gas, campos de exterminio, “solución final” —el Holocausto hebreo—, fusilamientos masivos, bombardeos indiscriminados a ciudades —por unos y otros—, desplazamientos forzosos de nacionalidades enteras. Una vez más deben afanarse ellos, los cartógrafos. Es un nuevo reparto del mundo, ahora no solo en cuanto a demarcación de fronteras; el avance de los tanques de unos y otros determinará demarcaciones políticas: surge el llamado “socialismo real” en Europa del Este —finiquitará 45 años después sin que las orugas de los tanques dejen sus feas muescas en las calles—. Al final es el pandemónium atómico. Hiroshima. Nagasaki. El crujir de la carrera y la amenaza nuclear. En la pila —en puridad pira— “bautismal” de la Guerra Fría la temperatura se elevará endemoniadamente en ciertos sitios, los elegidos por las potencias vencedoras —ahora enemigas—, en el afán de contender sin menoscabo de sus propias plazas y mercados, llevando, eso sí, muerte y destrucción a otros: Corea, Indochina, Oriente Medio, África, Afganistán. Son las hoy llamadas guerras proxys, ahí está el dúplice, triste y actual ejemplo de Siria y Yemen. Los tentáculos urticantes de aquel ciclo provocan severos daños aún hoy.
1945 / 1989: Del keynesianismo al neoliberalismo / Una Noveau Commune / Un Muro se desmerenga
Kondratiev ubica en 1945 el inicio de su cuarto ciclo económico largo. Prefiero aludir al discurso de Churchill en el Westminster College, de Fulton: hace surgir palabras y conceptos nuevos. Guerra Fría. Mundo Libre. Telón de Acero. Aludamos a Alemania escindida, a Berlín con un Muro. A la creación de la ONU. A la bomba nuclear rusa. Al Macarthismo. A la Tercera Revolución Industrial. Al Plan Marshall. Al Welfare State o Wohlfahrtsstaat. Al fantasma que no ha detenido sus pasos y hace triunfar en 1949 la revolución en China, el país más poblado del mundo. No se olvide el surgimiento del Estado de Israel, las guerras subsiguientes. Tampoco la independencia —y escisión— de la India. El petróleo como moderno sultán. El sistema colonial que se desmorona. Stalin muere en marzo de 1953, cuatro meses después unos y otros dejan de matarse en Corea: otro país escindido. Seis años más tarde es la Revolución cubana: un barbudo de sonoro nombre —y todavía más resonantes personalidad y credo—, seguido por millones, moverá —y conmoverá— el mundo: Crisis de los misiles —suerte de muy loca guerra proxy que pudo devenir nuclear y planetaria—, auge de movimientos guerrilleros en América Latina y África, el Che Guevara asesinado en Bolivia, la Alianza para el Progreso —esmirriado Plan Marshall en aras de lograr una suerte de Estado de Bienestar como antídoto contra revoluciones en una región ahíta de causas y condiciones para que ellas devengan pandemia, Alianza que alió poco y progresó menos—, Angola, golpes de Estado, invasiones, torturas, desapariciones, dictaduras militares. Pocas veces territorios insulares tan pequeños arrojaron consecuencias tan vastas. En EUA la lucha por los derechos civiles es más que un grito. Un ruso en el cosmos, un norteamericano en la Luna. Las revueltas parisinas de 1968. En 1979 los ojos enardecidos de un ayatollah guían a otra revolución: la iraní. Caen las dictaduras de Portugal y España, en el primer caso de los cañones de los fusiles emergen… claveles.
Más tarde es toda una apoteosis, el preso más viejo del mundo cambia celda por Palacio, deviene Presidente, el apartheid cae, no desde una revolución sino desde el acuerdo de las partes; el odio y el racismo más atroz dividían antes al país, el amor y el perdón que emana aquel hombre ahora lo unen. Ah, la bellísima Lidia Lopokova, bailarina del ballet de Diaguilev. Pero esta no es una crítica de ballet. Lidia Lopokova solo fue la esposa de John Maynard Keynes. Concentrémonos en él, en John Maynard Keynes, padre del llamado Estado de Bienestar, del keynesianismo: la intervención del Estado como ente regulador del mercado en función de impedir las —para Marx, Schumpeter y Galbraith— imponderables crisis. Ojo: Keynes sostuvo que el dinero para sufragar gastos de la II Guerra Mundial Inglaterra debía extraerlo de… ¡las colonias! En la década que media entre los años 70 y 80 del siglo XX los preceptos del esposo de la Lopokova eclipsaron. Llegó la desregulación económica, la limitación de la intervención del Estado en la economía —el mercado, sapiente y omnisciente cual Dios Padre, se regula a sí mismo—, el gasto público devino herejía, la privatización fue el nuevo santo y la muy renovada seña. Es el Neoliberalismo. Margaret Thatcher y Ronald Reagan fueron los introductores; Friedrich Hayek y Milton Friedman, los teóricos; la Escuela de Chicago, la Meca; el Chile de Pinochet, el laboratorio; el Consenso de Washington —según los 10 puntos de John Williamson—, la Biblia. Desde esa línea de largada aquello inundó el mundo. Aún lo inunda. La crisis subprime del 2008, de cuyos efectos Europa no logra aún desembarazarse, derivó de aquellos postulados. En el tercer mundo, en América Latina, el engendro hace su parte: avalancha de pobres, hambreados, desempleados, marginales, corrupción, peculado, mayor altura para la clase alta; mayor descenso para el resto, un resto cada vez más populoso. Nuevos desencantos. Nuevas crisis. Nuevos populismos. Nuevas esperanzas. Nuevos errores. La iniquidad solo llega al poder cuando la Justicia se equivoca. El Neoliberalismo, el cese de la Guerra Fría y el auge de las TIC, entre otros, harán asomar de entre las multíparas piernas de la Historia la cabeza —contradictoria— del bebé globalización.
“En el tercer mundo, en América Latina, el engendro hace su parte: avalancha de pobres, hambreados, desempleados, marginales, corrupción, peculado, mayor altura para la clase alta; mayor descenso para el resto, un resto cada vez más populoso”.
1990 / 2016: Del Fin de la Historia a las Twin Tower, la crisis subprime y Barack Obama
El muro que divide Berlín, levantado en apenas una noche, se desvanece en apenas unas horas. El socialismo de Europa del Este, no surgido desde revoluciones, lo mismo. La URSS se “desmerenga”, Fidel Castro dixit. Yugoslavia se fragmenta, una nueva palabra llega a la jerga geopolítica: balkanización. Para dividir nada mejor que balkanizar. Japón olvida la pujanza de su economía. Francis Fukuyama proclama —erradamente— “el fin de la historia”. El mundo deviene —por breves momentos— unipolar: es el fin de las ideologías. El 1 de noviembre de 1993 surge la Unión Europea, sueño de muchos, entre ellos del general De Gaulle. Samuel Huntington proclama lo que denomina “choque de las civilizaciones”, augurado también por Toynbee. Traduzcamos: choque de intereses, de depredadores, de impositores de credos y culturas. El poderío de EUA parece indiscutible. Imperecedero. Apenas 20 años y la rueda de la carreta reincidirá en nuevas frialdades guerreras. El escenario lo será un mundo regido por intereses tetrapolares —EUA, Europa, Rusia, China—; la decadencia en la hegemonía —especialmente moral—, de EUA, la pujanza económica y financiera de China, la recuperación del papel geopolítico de Rusia —años antes venida a menos y despreciada—, las ambivalencias pendulares de Europa. ¿Quién se atrevería a negar —rotundamente— que desde el reparto de Oriente Medio por Inglaterra y Francia tras el fin de la I Guerra Mundial, los desmadres del Sha Reza Pahlevi —apoyado por EUA y Occidente—, el apoyo a Israel —en detrimento del mundo árabe, recordemos los sucesos del canal de Suez de 1956—, podría emerger el fundamentalismo, ese sector del islamismo aupado por el odio y el revanchismo? He ahí que un saudita de ojos enfebrecidos —armado de AK-47 y ataviado de blanco— hace caer las Twin Tower. Un nuevo fantasma recorre ahora el mundo: el espectro del terrorismo. Un espectro no menos provocado. Atizado. Azuzado y a menudo de génesis dual: existe un terrorismo real, otro apócrifo. En nombre de ambos se tiene la posibilidad de amenazar oscuros sitios del mundo, torturar, coartar libertades. El sangrado Afganistán regresa a ser un río de sangre. Los burdos errores de Sadam Huseín —y la falacia de armas de destrucción masiva jamás halladas— desangran Irak. En el 2011 toca el turno a Libia. Antes fue el horror en la antigua y otrora estable Yugoslavia: limpieza étnica, balacera fratricida, campaña de bombardeos. En el 2008, una vez más desde EUA, irrumpe en el mundo una feroz crisis, emula con aquella otra, la de 1929. El 20 de enero de 2009 el hijo de un keniano toma sitio detrás del escritorio Resolute en el Salón Oval: marca un hito, desata esperanzas. “I have a dream”, había dicho Martin Luther King 46 años antes frente a una estatua de Lincoln. Al final el hato desbanda al hito: son las mismas aguas bajo el puente. Si bien Barack Obama no fue un Marco Aurelio, la moderna Roma elije como sucesor a un nuevo y errático Cómodo: un Emperador mucho más rico que Craso que ignora todo sobre Marco Aurelio y bebe Coca Cola.
2016 /…: El mundo tetrapolar. El declive de EUA: un populista sin ethos ni doctrina vocifera en el Potomac. China y Rusia alzan la voz. Años bisagra
“No es casual que Donald Trump llegara a la Casa Blanca. Es parte del corpus. Lo visible del iceberg. No es la enfermedad, es el síntoma”.
Si en el siglo XX primaron ideologías… en los primeros 20 años del siglo XXI parecen primar intereses. Política y geopolítica se desideologizan. Quizá siempre lo estuvieron y las ideologías solo fueron el atuendo de los intereses. Las máscaras. El uniforme. Gramsci sostenía que la pérdida de la hegemonía moral supondría la pérdida del poder. No se sustenta el poder —todo el tiempo sobre todos— desde la coerción. El declive en la hegemonía moral es pródromo: antecede y acompaña al resto de los declives. Los condiciona. Los provoca. Las personalidades, por bien dotadas e intencionadas que resulten, no alcanzan a revertir la Historia: he ahí la dicotomía Marco Aurelio / Cómodo; el primero, uno de los más cultos y excelsos, no alcanzó a revertir algo. Por el contrario, tras él desmadró Cómodo, uno de los peores. No es casual que Donald Trump llegara a la Casa Blanca. Es parte del corpus. Lo visible del iceberg. No es la enfermedad, es el síntoma. Roma lo vivió, en su momento. Donald Trump puede que resulte un parteaguas. Un partepaís. En las condiciones actuales tales seres pueden significar partemundos. Y es que la lidia del cuarteto —China y Rusia versus EUA y Europa— tiene la potencialidad de partir mundos. El planeta se halla hoy en una encrucijada. Un momento muy similar a aquel de 1914. A aquel otro de 1933. La humanidad ha transitado antes por lo que pueden ser llamados “momentos bisagras”. Fronteras. De este lado de la puerta un mundo, se cruza ese umbral y será otro. Cruzar tales umbrales puede tardar decenios. Tal vez mucho más. Son espacios de transición o pasajes hacia un mundo otro. Es el cambio cualitativo desde lo cuantitativo. Este de hoy resulta uno de esos momentos, desde lo geopolítico, lo climático, lo tecnológico, lo militar, lo social, lo financiero, lo económico, lo laboral, lo sanitario, lo jurídico. Hemos expuesto lo geopolítico. El cambio climático exige que se haga algo, de la celeridad y seriedad con que lo hagamos dependerá el futuro del planeta. En lo tecnológico los últimos 30 años han resultado apabullantes: 30 años más y la vertiginosidad y alcance de lo tecnológico transformarán absolutamente la vida. En lo laboral la robótica y la automatización desplazarán en muchos sectores a la mano de obra humana: ello puede impactar en el tiempo que los humanos dedicaremos al trabajo.
El capitalismo actual debe mutar o la desigualdad lastrará definitivamente al mundo. Y con el mundo, el sistema. O se enfrentan la creciente pobreza y desigualdad o la pobreza y la desigualdad lo anegarán todo. La riqueza no puede aislarse de la pobreza fabricando muros. Asimov imaginó un mundo con un muro por encima para protegerse del Sol. O se enfrentan cambio climático y pobreza o el mundo levantará muros para aislarse del Sol y muros para separar a los ricos de los pobres. Ya existen algunos de estos últimos. O se detiene la carrera armamentista y la acumulación de armas nucleares o destruiremos el planeta y desapareceremos como especie. O enfrentamos el peligro que representan los virus sin que medien espurios intereses o los virus serán los asesinos de la raza humana. O aseguramos y acrecentamos los derechos de todos los humanos y desde ello refundamos una democracia sin cooptaciones, o entronizaremos el moderno absolutismo de un nuevo vasallaje, esta vez citadino, cibernético y de mercado. O detenemos la idiotización de millones desde la homogenización y pasteurización que llegan desde la mass media, las fake news, la banalidad y la entronización del espectáculo en lugar del culto a la inteligencia, el ethos, la justicia social, la templanza y la razón o seremos cibernautas zombificados que rinden culto a Mammon genuflexos ante el poder de cualquier Gran Hermano aliado al Dios Mercado.
Eso, tal vez, quiso decirnos Ingmar Bergman en 1957 cuando dirigiera El séptimo sello. Y es que hasta hoy hemos semejado cruzados jugando ajedrez con la Muerte. En 1968 el cineasta sueco estrenaría otro de sus títulos icónicos: La hora del lobo: “…es el momento entre la noche y la aurora…”, sostiene el guion. Este es un momento así. Es la hora del lobo. A los humanos corresponde dejar morder a la bestia o… hacer resplandecer la aurora.