El rostro transcultural del estilo habanero. A la memora del Dr. Eusebio Leal Spengler
18/12/2020
Para La Habana antigua emblemáticas resultan sus plazas, que a pesar del tiempo han logrado conservar sus peculiaridades. Muchas de ellas ya en el siglo XVII se encontraban esbozadas como simples espacios abiertos muy escasos de edificaciones, áreas a las que acudían los vecinos para realizar diversas actividades. Entre las más frecuentadas de la época se encontraba la Plazuela de la Ciénaga, que “…debió su nombre al estancamiento en aquel paraje de las lluvias que por distintas corrientes descendían de la ciudad para desaguar en la bahía. Esto se consigna en el acta del Cabildo del 23 de agosto de 1577, que se refiere a ‘la ciénaga que pasa por medio de esta villa que va a desaguar en el puerto…’”.[1]
Durante la segunda mitad del siglo XVI el sitio fue interés de algunos vecinos que realizaron al Cabildo múltiples peticiones de merced de solares para construir o ampliar sus propiedades. Los intereses particulares sobre aquellos terrenos fueron en aumento hasta crear conflictos entre los solicitantes. Por tal razón, y ante la reiteración del desacuerdo, el gobernador Juan Bitrián de Viamonte y el procurador general Simón Fernández Leyton se dirigieron a la Corona para dilucidar el asunto. En la misiva se argumentó que “…algunos vecinos, siendo de particulares, la compraron para que sirviese de plaza y no se labrase en ella ningún edificio, por ser necesaria para el bien común… y para aguada que se hace de las armadas”.[2] Por Real Cédula de 20 de diciembre de 1632 su Majestad concluyó el litigio, resolviendo que la plazuela se destinase para el beneficio del bien común, estableciéndose la total prohibición de la venta de los terrenos.
No fue hasta el siglo XVIII que el lugar cobra verdadera relevancia, con la edificación en una de sus parcelas de la Iglesia Catedral, y la posterior remodelación de los inmuebles colindantes. La Plaza de San Francisco no responde a la misma data del polígono de la Ciénaga, su fundación y primeras obras se sitúan alrededor del año 1628 en adelante. El 2 de junio de 1628 el Cabildo acordó “aderezar la calle del convento de San Francisco (Oficios) y cerrar el causillo que hace una fuente que está enfrente de las casas del Cabildo hasta dar en el convento de San Francisco, y allí hacer una plazoleta, porque es útil y porque allí las armadas aderezan las pipas para en que hacer agua las armadas y flotas y en tiempo en que están aquí ocupan toda la calle”.[3]
La explicación ofrecida por el acta capitular confirma que el paraje pretendía ser empleado como sitio para abasto de agua y descarga de mercancías. Cosa que se realizaba directamente sobre la vía pública. Transformar el área en plaza requería rellenar algunas franjas de costa, donde solo se desplazaban las aguas de la bahía hasta penetrar un tanto sobre los límites de la calle de los Oficios. En 1603 cuando Cristóbal de Roda realizó el Plano Regulador de La Habana, era notable que el espacio lo dominaba el mar. Quizá la topografía original de la costa permitió realizar los trabajos de ensanche para delimitar los contornos de la plaza, porque la superficie de tierra firme existente ya estaba edificada con el convento de San Francisco, la calle, una fuente y los edificios de la aduana, la cárcel y la casa del Cabildo.
La tercera plaza habanera hija de esta centuria fue la del Cristo. No surgió, pues, este cuadrilátero producto de litigios entre vecinos inconformes. Tampoco se creó para dar solución a una necesidad imperiosa de la villa. Su surgimiento se encuentra relacionado directamente con la concepción de un proyecto orgánico de desarrollo urbano que consistía en la construcción de una ermita y humilladero en el sitio donde antes se edificó un calvario, destino final de la procesión que salía los viernes de cuaresma de la iglesia de San Francisco. Así lo confirma el acta del Cabildo fechado el 13 de marzo de 1640. La plaza albergaría en su seno un templo consagrado a Cristo. El conjunto arquitectónico integrado por la iglesia y la explanada conformaría un ambiente armónico, apropiado para acoger a la multitud de fieles que participaban en la procesión del viernes santo. “Se señalaron para la plaza treinta varas, además de la calle que corría por un lado, llamada entonces de las Cruces —hoy Amargura— por las que en ella había marcado las estaciones del Vía Crucis”.[4] Para ejecutar el proyecto se puso sumo cuidado, pues se tenía el concepto de que la fachada principal del templo, así como su magnífica portada, debían mirar hacia la calle de las Cruces.
La fiebre constructiva de la segunda década del siglo XVII provocó que la incipiente arquitectura habanera adquiriera caracteres que se mantuvieron con plena vigencia hasta avanzados el siglo XVIII. Estos caracteres funcionaron como aspectos identitarios indispensables, que dieron sello propio al modo de hacer de la época.
Las obras que se comenzaron a ejecutar en la villa después del siniestro de 1622 tienen que haber obedecido necesariamente a la reproducción de rasgos mudéjares, pues la escuela de alarifes y maestros de obra habaneros ya se encontraba impregnada por dicha cultura. La reconstrucción de la zona siniestrada benefició en primera instancia a los vecinos damnificados, además armonizó con los espacios urbanos de su perímetro, como lo eran el área de la Ciénaga y el Castillo de la Fuerza. Las cinco plazas históricas se convirtieron lentamente en lugares privilegiados de la ciudad. Funcionaron como centros desde donde se irradió el crecimiento sostenido de los barrios, asentándose en sus demarcaciones y cercanías, órdenes religiosas y familias acaudaladas. Pero todo lo que se construía en ellas iba tomando un sello peculiar. Más que de artesanal tenía de arte y de mezclas ancestrales el nuevo estilo habanero. Además de las plazas conocidas, Emilio Roig de Leuchsenrig destaca la existencia de la plazuela de Belén, la de San Juan de Dios, de San Agustín y la de Monserrate. Estos espacios urbanos son en realidad muy pequeños, y su surgimiento se vincula directamente a la construcción de edificaciones de carácter religioso.
En La Habana antigua tanto la arquitectura doméstica como la religiosa comenzaron a ser ejecutadas por albañiles-artesanos, tal y como se acostumbraba hacer en Sevilla y en la región de Andalucía, zona geográfica de la metrópoli con la que los viajeros procedentes de la ciudad mantenían frecuentes contactos. La tradición impuso que para ejecutar alguna fabricación acudieran el propietario y el ejecutor —albañil o maestro de obra— a asentar en el protocolo de algún escribano las generales del proyecto. Este acto, poseedor de una doble naturaleza, es decir, legal y formal, tenía como finalidad el dejar constancia escrita de lo que se ejecutaría. Se redactaba el documento ante la presencia de dos testigos además del escribano y las partes interesadas. En la ciudad el gremio de albañiles y maestros de obra estaba compuesto por personas muy experimentadas y respetadas, no solo eran los ejecutores, sino que también contribuían con el trazado de la edificación.
No podría decirse que la formación de estos constructores fuese profesional como la de los ingenieros que realizaron los trazados de las fortalezas habaneras, pero lo impecable del trabajo que realizaban les otorgó mucho prestigio. Este oficio procedía de una antiquísima tradición que conservaba y reproducía su modo peculiar de hacer. Los constructores asentados en la villa procedían, como ya expresé, de la región andaluza. En múltiples ocasiones viajaban al virreinato de la Nueva España para ejecutar encargos, y procedentes de la península hacían escala en La Habana, donde también eran contratados, y en muchos casos terminaban estableciéndose. Ellos introdujeron el patrón de la vivienda, que después evolucionó a la típica casona de amplias habitaciones, patios interiores y colgadizos.
La sobriedad, la proporción de sus formas, la implementación de soluciones estéticas con el empleo de los materiales locales diferentes a los europeos, el aprovechamiento del espacio en función de las necesidades peculiares de cada familia, y la adaptación del patrón andaluz a las condiciones climáticas de la Isla, entre otras, son virtudes de nuestra primera arquitectura vernácula. Por lo que se manifestó “…el estilo cubano del siglo XVII como expresión o consecuencia del acervo arquitectónico de los maestros constructores de esta época, en la que predominaban las formas y técnicas del arte mudéjar, practicado por los mahometanos para los cristianos en la España ya reconquistada.”[5] Las referencias inmediatas de los constructores habaneros no podían ser otras; a pesar de que muchos eran oriundos de la villa aprendieron con los andaluces el arte de construir. “La arquitectura mudéjar constituye una de las más importantes tradiciones técnicas, constructivas y decorativas del mundo hispánico y de occidente. No es todo nuestro arte popular, pero sí representa su capítulo más peculiar y extenso. Los comienzos, en la baja Edad Media, tendrán su origen tanto en el arte de la civilización hispano-musulmana como en las tradiciones arquitectónicas del cristianismo europeo. Así, dentro de la Península Ibérica, y dentro de un panorama de complejidad y diversidad, el arte mudéjar va a evolucionar, en líneas generales, desde el islamismo de los reinos taifas, pasando por las invasiones almorávides y almohades, hasta los acontecimientos de la última etapa medieval, es decir la cultura nazarí; y por otra parte desde el feudalismo hasta el nacimiento de la Edad Moderna, lo que va a tener lugar durante la conquista de Granada por la Corona de Castilla…”.[6]
La Europa del siglo XVII se encontraba influenciada por el auge del barroco, estilo constructivo que los maestros habaneros no reverenciaron desde un inicio. Sus novísimas formas representaban un modelo artístico refinado y aristocrático, al que los constructores de arraigo más popular no estaban acostumbrados. Aunque ya en España las formas moriscas habían comenzado su declive, siendo incluso consideradas cosa del pasado, encontraron un reducto de supervivencia en la región andaluza, de la cual históricamente formaban parte. Los maestros constructores de estirpe popular profesaban gran simpatía por aquellos elementos arraigados durante siglos, cargados de una gran experiencia tradicional. El arte constructivo mudéjar era para ellos un genuino modo de expresión, difícil de sustituir por las nuevas tendencias arquitectónicas en boga. Quizá resulte contradictorio que en el entorno de una ciudad nueva como La Habana, acostumbrada al trasiego de tantos forasteros que, en resumen, eran portadores de elementos de renovación, perviviera un estilo constructivo tan antiguo, ya en desuso. Pero creo que en la aparente contradicción encontraremos la respuesta, al saber que el linaje del estilo barroco europeo necesitaba para su ejecución de un nivel técnico-artístico superior al adquirido por los albañiles y maestros de cantería que provenían de la tradición andaluza. Compréndase también que el “…mudéjar es un especial modo de sentir e interpretar los estilos en los que se entreveran y persisten muchos elementos característicos del arte mahometano, como supervivencia de este, ya puras, ya injertadas en estilos cristianos; lo cual fue precisamente el caso en esta fase de la arquitectura cubana”.[7]
Compréndase además que los lazos de unión entre La Habana y Sevilla no fueron solo comerciales, las costumbres andaluzas se entremezclaron con el primario tejido social habanero, hasta abarcar los estratos más diversos de la sociedad. Las sólidas raíces culturales no logran ser desplazadas por nuevas corrientes estéticas. Cuando en 1609 el Rey Felipe II decretó oficialmente la expulsión total de los últimos reductos moriscos en La Habana, por generación espontánea se continuaba mirando hacia su legado arquitectónico. Los constructores criollos mezclaron sus diversos elementos, haciéndolos muy visibles en sus plantas y alzados. Los ejemplares de nuestro mudéjar habanero resultan tan hermosos como los peninsulares, de hecho, aunque algo transformado, en la ciudad todavía puede ser apreciada la extensión de su sencilla majestad, “…nuestros monumentos de esta época alcanzaron un carácter orgánico y total de escuela morisca de tipo evolucionado…[8]”. Y aunque en los siglos siguientes no se continuara reproduciendo casi fielmente el patrón de la casa andaluza, la arquitectura vernácula habanera mucho le debe al mudéjar.
Hubo un tiempo en que las Ordenanzas Constructivas de Sevilla merecieron la atención del Cabildo habanero; en lo organizativo ellas eran un punto referencial muy cercano y funcional, al que acudían las autoridades locales para intentar dar solución a los problemas generados por el crecimiento anárquico de la nueva ciudad. Como ya es conocido, la villa tenía que luchar contra enemigos naturales muy poderosos, como las torrenciales lluvias, el inclemente calor, y en determinadas épocas del año correspondía guarecerse de los huracanes o de la entrada de los nortes.
Un elemento natural siempre al acecho, dispuesto a causar la ruina de la ciudad en fracciones de segundos, era el fuego. Factor contra el que los habaneros no habían aprendido a lidiar. Desde sus orígenes las llamas fueron la causa fundamental de la destrucción parcial de porciones del poblado. De todos los incendios, el provocado por Jacques de Sores en 1555 y el mega siniestro de 1622 fueron los peores que la historia recoge. La interpretación de las Ordenanzas Constructiva de Sevilla contribuyó a minimizar la fatídica incidencia de estos elementos sobre las edificaciones, porque proveyó un poco más de orden al trazado existente, reorganizó la parcelación de los terrenos, y definió al menos teóricamente el modo de construir los inmuebles.
La precariedad de los materiales empleados, así como la proximidad de los bohíos, dispuestos hacia el interior de la villa de forma caprichosa, como puede ser apreciado en planos o mapas de la época ya analizados, facilitaba en gran medida la acción devastadora de las llamas, de los fuertes vientos huracanados, y de los aguaceros torrenciales, cuando se desataban. Durante el siglo XVI las calles eran callejones de tierra, escoltados por tapias de tunas que en ocasiones delimitaban las rústicas propiedades. Solo se encontraba asfaltada con lajas de piedra la explanada frontal del Castillo de la Fuerza, que servía como antesala de la fortaleza y vía de acceso a la Plaza de Armas y sus calles aledañas. Estas callejas de tierra apisonada dificultaban la movilidad de los vecinos cuando se producían eventos naturales de gravedad. Además, un simple aguacero, también solía provocar congestión y enlodamientos.