Un día Bladimir Zamora empezó a invadirnos la casa. Llegó esparciendo una carcajada tan sonora como contagiosa que abrió puertas y hasta ventanas que hoy, de alguna manera, siguen abriendo otras. Su voz cavernosa venía desde Cauto del Paso, al ritmo de la música del órgano de la niñez; sus pasos traían el polvo de las calles de La Habana, ciudad que hizo suya desde ese pequeño espacio llamado La Gaveta en el que vivió y donde, entre tragos y desvelos, se escuchaba con igual devoción a María Teresa Vera, Matamoros, Sindo Garay, El Benny, Celia Cruz, Freddy, la Aragón… música que era, como él afirmaba, el “embriagador perfume de mi vida”.

Así Bladimir fue ocupando espacios, sobre todo el Blado periodista de las páginas de El Caimán Barbudo. La aventura de descubrir al otro, porque la vida de un hombre, esquirlas que se nos muestran como si desplegáramos la cartografía de la isla, es difícil de atrapar entre ecos de sus artículos. Las páginas de El Caimán, al que llegó en los arduos años iniciales de la década de 1970, podían darnos una pista del Bladimir martiano; del periodista que escudriñó con vehemencia en la papelería de los hombres de la Patria; del poeta que, a la par que escribe de sus contemporáneos, va dejando sus versos; del defensor de la trova, del son, de la nueva canción que en las voces y acordes de un grupo de jóvenes empezaba a cambiar las sonoridades de la Isla… Pero eran eso: pistas, fragmentos de una voz sugerente y necesaria, de una escritura muchas veces osada que crecía en su hondura más allá de las páginas hoy amarillentas que Vanessa fichaba en los archivos de El Caimán Barbudo para una investigación académica que —y esto es un verso mío en un poema para ella— podía olvidar “frente a la página en blanco y los marasmos de la cotidianidad y las agendas”. Pero no lo olvidó, porque Bladimir, luego de finalizado el ejercicio académico, o sea, la tesis de Licenciatura en Periodismo donde Vane estudió sus artículos en El Caimán, sabía muy bien de la persistencia y las caprichosas formas de la luz.

“Vanessa fichaba en los archivos de El Caimán Barbudo (…) una investigación académica que (…) podía olvidar ‘frente a la página en blanco y los marasmos de la cotidianidad y las agendas’”.

Así Blado —cuya voz había descansado un tiempo por los rincones de la casa, aunque nos seguía acompañando mientras Pablo, Silvio y Noel añadían acordes a nuestra banda sonora y Varela, Frank Delgado, Gerardo y Santiaguito, con su “Para Bárbara”, una de las canciones más hermosas que se han escrito en esta isla tan sonora y lírica, sumaban añoranzas, sueños y desvelos— volvió a ser el compañero persistente, mucho más persistente ahora, porque le hablaba a Vane de otras cosas, con otras profundidades y, citando a Truman Capote, otras voces y otros ámbitos… La tesis, con una metodología restringida y ceñida a la academia holguinera, se volcaba en un empeño mayor: Bladimir Zamora ahora sí nos invadía la casa, los días, las horas y para bien, para demostrarnos la necesidad de volver sobre sus textos y reconstruir su historia.

Aquella investigación fue la base, pero las cuartillas crecieron, Blado soltó una carcajada feliz y las páginas amarillentas de El Caimán Barbudo volvieron a abrirse, ofreciendo nuevos enfoques, otras vueltas a una época; el crítico musical, el promotor cultural, el descubridor de nuevos artistas o el que intentó devolverle las cuerdas a viejos soneros olvidados… se mostraban a Vanessa que corría a atraparlo, aun en lo arduo que es atrapar o intentar definir una voz cuyos ecos llegan desde el pasado.

“El mosaico”, esta primera aproximación a la vida y obra del periodista, crítico, poeta, promotor cultural e investigador Bladimir Zamora Céspedes, trajo días y noches de empeño, pero al mismo tiempo las complicidades de amigos que llegaban, desde disímiles puntos, sumando sus criterios y, sobre todo, su agradecimiento al Blado.

“(…) Vane se entregaba a sus páginas con desvelo y yo me vi convertido de un momento a otro (…) en su editor”.

Así aquel primer golpe de Bladimir Zamora en la puerta —¿o acaso fue el golpe de Vane en la suya?— se convirtió en la presencia en las tardes de café, en la mesa, en las conversaciones más cotidianas, en la luz en las noches de apagón y en el anhelo de Vane por ver su primer libro terminado e impreso. Su primer libro es, de alguna manera, un libro de agradecimiento, una mirada honesta y limpia, como suele ser la mirada prístina, a un autor, su obra, su época y sus ecos.

Así el volumen creció, Vane se entregaba a sus páginas con desvelo y yo me vi convertido de un momento a otro —vuelven las complicidades luminosas— en su editor. Si al proceso de escritura lo vi nacer, crecer y ramificarse, la edición y el libro lo soñamos juntos, porque uno sueña los sueños de quien ama, como si fuera un libro que me hubiera gustado escribir y Bladimir Zamora esa voz que me habla; como le habló a Vane (aunque con ella las complicidades son muchas más).

Bladimir Zamora llegó a Vanessa, que ha sido llegar a mí, sin que ninguno de los dos, ni Vanessa ni yo, lo hubiéramos conocido en vida, pero permitiéndonos tenerlo cerca de otras formas. Ahora llega al lector en un libro hermoso, que mezcla investigación, periodismo y testimonio, con una escritura que crece como el Cauto desbordado y como si sumara las voces de todos los trovadores y soneros, de los jóvenes que todavía se empeñan en ser herejes desde el verso.

A esa aventura nos invita Bladimir, instalado ya en nuestras vidas: lo hace desde las páginas del libro de Vane; desde su escritura cuenta su historia y los caminos de su andar, haciéndose preguntas y haciéndonoslas, porque —Vane y Bladimir lo saben y un poco yo que los acompañé— hay placer en el acto de la herejía, que es, asimismo, Vanessa Pernía, un acto de amor.