La primera vez que vi al caballero Rufo fue en una fiesta de fin de curso de la Escuela Internacional de Cine y Televisión. Algunas referencias tenía ya de su estatura intelectual, barroca; recuerdo que un crítico de cine circulaba un fragmento de uno de sus ensayos donde el joven Rufo, en apenas tres oraciones, ponía a interactuar vocablos de rebuscada terminología que hacían el texto ininteligible, extremadamente críptico. La intención era de mofa, de la que nace cuando el blanco de la burla irrita por su altivez. Rufo comenzaba a movilizar toda la crítica cinematográfica precedente con un enfoque exegético de conexiones ocultas, intertextualidades con otras artes; iba más allá de las calificaciones de pasillo, pretendía una tertulia refinada y de salón que exigía del lector un conocimiento elevado de los meandros del lenguaje, categorías y conceptos estéticos, para muchos, desconocidos o pretensiosos. Cuál sorpresa la mía cuando veo al susodicho rufián de las letras en andanzas profanas, sobando el cuerpo de mujer que tenía delante con la ligereza de los años que le permitían mover tamaña humanidad de cintura. El sonido Van Van lo “desaguacataba” hasta más no poder.
“Sustentó cada uno de sus trabajos en una visión muy personal desde los rigores de su formación intelectual, y por ese camino fue ensanchando su prolífica obra”.
Un par de años después volvimos a coincidir, no éramos amigos ni nada por el estilo, apenas el saludo tímido del encuentro. Rufo se alzó en defensa de las obras de los jóvenes que comenzamos a realizar películas en los tiempos más duros y siempre fue leal al sentimiento que se fraguó en medio de la hostilidad política, letrada y doméstica. Su pasión, que no conocía límites (en la exaltación o el denostar), se extendió por todas las tribunas. No fue una apuesta generacional, lo hizo con todo lo que excitó su “inocente” entusiasmo y aguda inteligencia; sustentó cada uno de sus trabajos en una visión muy personal desde los rigores de su formación intelectual, y por ese camino fue ensanchando su prolífica obra. Asumiría la crítica de arte como un ente dador que ilumina, crea asociaciones de significados, redescubre, hurga y se satisface con la entrega de una nueva lectura del texto cinematográfico, pictórico, audiovisual o literario. Fue consecuente con ese modelo y, así mismo, fue limando su barroquismo sin traicionar la vocación de magisterio, todo lo contrario. Son notables las diferencias entre el primer Rufo que ocupó, durante un tiempo, la silla de 24 x segundo, y el comunicador que sostiene La columna o el caballete de Lucas. Un ánimo de proximidad a un público de menor instrucción y cultura lo condujo a una tarea mayor en lo social: elevar la capacidad de análisis de sus espectadores, entregar herramientas que ayuden a discernir lo valedero de lo mediocre; como quien va abriendo, sin prisa y consciente del ejercicio intelectual que reclama, las puertas que inhiben los placeres del arte. Trasladó su experiencia pedagógica a los medios; aprovechó sus posibilidades y diferenció los verbos de acuerdo al receptor; preocupado, ocupado, angustiado quizás, por el futuro de Cuba. Hay un Rufo para cada cosa, como un poeta que se desdobla en muchas voces.
“Rufo se alzó en defensa de las obras de los jóvenes que comenzamos a realizar películas en los tiempos más duros y siempre fue leal al sentimiento que se fraguó en medio de la hostilidad política, letrada y doméstica”.
Éramos vecinos, chocábamos subiendo o bajando por la calle L, nos prometíamos encuentros, intercambios de material, él me invitaba a escribir para su sección en Cine Cubano y yo me escurría con un comentario de la diferencia entre los dulces del Habana Libre y los del Hotel Colina. Rufo era fiel a la dulcería del Colina porque estaba más cerca de su guarida. Leí muchos de sus textos, escuché infinidad de comentarios y con algunos discrepé, la pasión lo desbordaba. Mantuvimos un diálogo en silencio, cómplices de no advertir oposiciones que nos alejaran y siempre en la espera de la conversación distendida; lástima que nunca nos pusimos de acuerdo en fecha y lugar. Con Rufo siempre hay tiempo, pensaba, cuando lo veía despedirse con la sonrisa y la ligereza que no perdió al paso de tan pocos años.
Hombre vasto. Su obra será retomada por aquellos que quieran entender la crítica de arte en Cuba en los últimos veinte años, el arte todo, porque parecía que no tenía fin su ansiedad por penetrar zonas copiosas de desafíos y emociones, “calidad de emociones que es calidad de vida”, como diría el propio Rufo. Cuando comiencen a aparecer los estudios sobre sus textos, lo imaginaré con su risa serpentina y su gorra de Industriales, en el disfrute de la provocación; entonces entenderemos que esta ausencia que nos obliga será “un paréntesis psicológico”.
Enero de 2011
Texto incluido en el dossier homenaje a Rufo Caballero, publicado en la Revista Cine Cubano 179.