El neoimperialismo. Del libro de Lenin a la espiral de Tatlin (II)
13/11/2018
El imperialismo clásico ha mutado su estructura económica ya que, como explicamos en el artículo anterior, el capital financiero se ha transformado en global, los monopolios tradicionales han dado paso a las transnacionales de la información, la exportación de capitales ha cedido protagonismo a la exportación de ideas y el reparto territorial y económico del mundo tiende a darse a través del cultural. Estas mutaciones se expresan en una superestructura peculiar, que viene a reforzar su fundamento económico.
Las guerras en 3 D
Como continuación de la política del reparto del mundo, las guerras neoimperialistas son “guerras en 3D”, es decir, transcurren paralelamente en tres dimensiones: la territorial, la económica y la cultural. Para la oligarquía global es tan importante controlar ciertas zonas estratégicas y apropiarse de los recursos naturales y humanos como quebrar las barreras culturales que frenan su avance.
Veamos un ejemplo. Desde que comenzó el siglo XXI, los analistas internacionales han repetido que el interés de Estados Unidos y de sus aliados occidentales en el Oriente Medio es controlar sus enormes reservas petroleras y establecer varios enclaves estratégicos en la zona.
Mi opinión es que la Cruzada antiterrorista, iniciada en 2001 después del bestial atentado contra las Torres Gemelas, es una típica guerra neoimperialista cuya dimensión cultural suele subestimarse. Me explico. A corto plazo, su fin es territorial: controlar a Afganistán e Iraq, encierra entre paréntesis a Irán y lo pone en jaque; todo lo que perjudique a la nación persa o a las naciones árabes favorece a Israel, que es el aliado principal de los Estados Unidos en la región; el Oriente Medio constituye el empalme de tres continentes, lo que lo convierte en un pivote geopolítico. A mediano plazo, su fin es económico: el agotamiento de las reservas mundiales de petróleo se pronostica alrededor de 2025 y el Oriente Medio posee el 60 % de estas reservas, lo que le confiere un alto valor estratégico; quien controle las reservas petroleras del Levante tendrá en un puño economías altamente dependientes de esta zona, como la china y la japonesa. Sin embargo, el agotamiento próximo de las reservas de hidrocarburos no justifica la magnitud de esta contienda. Lo lógico sería que los millones de millones que se emplean en gastos militares improductivos se invirtieran en hallar fuentes energéticas alternativas. Lo que lleva a pensar que esta guerra trasciende, aunque se diga lo contrario, el propósito económico. Por eso me aventuro a afirmar que, a largo plazo, su fin es cultural, puesto que su objetivo no es Osama Bin Laden, quien dicen que está muerto desde mayo de 2011; no es la red terrorista Al Qaeda, que no constituye una amenaza para el poderío militar de la OTAN; no es propiamente el Oriente Medio, porque Libia está en el norte de África; no es la comunidad árabe, ya que Irán es persa. Su objetivo es el factor común a todos estos blancos: la cultura del Islam, la cual se intenta satanizar por todos los medios, ya que frena la penetración cultural neoimperialista. El neoimperialismo trata de imponer la ecuación Islam =terrorismo, matriz que sus medios repiten hasta el cansancio en las noticias y en las películas, en las series documentales y en las revistas, en las iglesias y en las escuelas. Por tanto, la Cruzada antiterrorista de los Estados Unidos, aunque se disimule con motivos territoriales y económicos, es en el fondo una guerra contra una idea.
Particularmente elocuente es el caso de Irak. Allí nacieron las letras y los primeros libros; allí se empezó a escribir la historia de la humanidad. No en balde las tropas de ocupación norteamericanas protagonizaron y permitieron el saqueo y la destrucción de museos, bibliotecas y sitios arqueológicos que atesoraban buena parte de la memoria de la humanidad. Hordas de ignorantes y oportunistas trataron de destruir un símbolo: si la historia empezó en Súmer, querían que terminase en Bagdad. La invasión de Irak, en 2003, no fue contra “los medios de destrucción masiva de Saddam Hussein” sino a favor de los medios de distracción masiva de las potencias neoimperialistas. El “fin de la historia” no es el fin de la histeria belicista que caracterizó a la Guerra Fría, ni la perpetuación del capitalismo, como quería Fukuyama; es algo peor: es el inicio de la desmemoria.
El empirismo comunicativo
La política es la continuación de la guerra por otros miedos. El neoimperialismo exporta sus ideas gracias a una política científicamente fundamentada, que perpetúa la guerra en 3D, por vías no violentas. Ya que se necesita fabricar al consumidor y convertirlo en un receptor pasivo de información, es preciso insertarlo en un esquema de conocimiento que potencie la comunicación y los sentidos en detrimento de la práctica y la razón. A eso es a lo que llamo “empirismo comunicativo”.
Una educación basada en el desprecio por la práctica y la razón contribuye a crear receptores acríticos, consumidores pasivos de información. De modo que el esquema comunicativo-sensorial crea al importador perfecto de las ideas que exporta el neoimperialismo. El empirismo comunicativo es la gnoseología neoimperialista por antonomasia. Si la práctica y la razón son factores activos del conocimiento y los sentidos y la comunicación son pasivos, el empirismo comunicativo es doblemente pasivo. Su asunción, por tanto, equivale a un retorno a la enseñanza escolástica medieval, la cual obligaba a aceptar acríticamente el credo que se inculcaba, solo que ahora se hace a una escala mucho mayor, de manera mucho más rápida y sin mentar el santo. La distinción es sutil: los empiristas comunicativos no hacen culto a la imagen de Dios sino al dios de la Imagen.
El hegemonismo
Los monopolios de la información cumplen dos funciones claves: en la estructura: controlan la política del comercio y, en la superestructura, manejan el comercio de la política. El principal objetivo político de los monopolios de la información consiste en fabricar un consenso a favor del sistema capitalista para garantizar su hegemonía, esto es, su capacidad para gobernar por las buenas, o como se dice, de manera aparentemente democrática. Esto lo logran mediante la amplificación social del empirismo comunicativo, a través de los medios. El rol de los medios de comunicación es informar noticias que deforman la realidad, para conformar una opinión pública incapaz de reformar o de transformar la sociedad. Es por eso que the new imperialism is the imperialism of news.
Su presupuesto es que el mundo es irracional e inmejorable, por lo que no queda otra opción que soñar para escapar de él. En la medida en que el capitalismo logra crear ese mundo virtual alternativo y placentero, que compensa la realidad supuestamente irracional e intransformable, va fabricando un consenso a su favor. Dicho acuerdo hace posible su hegemonía, lo que marca una diferencia fundamental entre el imperialismo y el neoimperialismo. Aquél mantiene su dominación por la fuerza, valiéndose descaradamente de la represión y de la reacción en toda línea; este, además, coquetea con los métodos democráticos de gobierno y crea una imagen participativa. En pocas palabras, el imperialismo es dictatorial, pero el neoimperialismo se esfuerza por parecer hegemónico, es decir, simula que domina más por consenso que por represión.[1] Pero no hay que engañarse: el neoimperialismo, aunque sea nuevo, no deja de ser imperialismo.
Si el empirismo comunicativo crea consumidores pasivos de información, de rebote, el hegemonismo convierte a estos receptores acríticos en actores históricos castrados, y esa es la ganancia política del capital.
La globalización capitalista
La globalización, de por sí, es necesaria y útil, pues significa un desarrollo colosal de las fuerzas productivas de la sociedad contemporánea. Sin embargo, su carácter capitalista reproduce a escala mundial las contradicciones fundamentales inherentes a este sistema, e intenta reducir la riqueza y diversidad cultural de la especie humana a una seudocultura prefabricada por los centros de poder internacional. La globalización expande las potencialidades de la humanidad mientras que el capitalismo las comprime en un esquema socioeconómico. Lo que significa que son fuerzas inversamente proporcionales. Una humanidad globalizada cabe cada vez menos en el molde del capital.
La pregunta pertinente es la siguiente: ¿marcará la globalización el grado supremo de desarrollo del capital? No creo para nada en el determinismo, pero reconozco que la globalización parece ser un límite histórico del capitalismo. De todos modos, no debemos ceder a la tentación de poner fecha de caducidad a un fenómeno social tan complejo y multifactorial, en cuyo destino solo la historia tiene la última palabra.
Por tanto, me atrevo a afirmar que estamos lidiando con un imperialismo distinto al descrito por Lenin en 1916. El neoimperialismo es la época en la que los monopolios de la información, respaldados por el capital global, son capaces de exportar su ideología y de repartirse el mundo culturalmente, mediante las guerras en 3D y el empirismo comunicativo, los cuales garantizan la hegemonía y la globalización del capital a escala planetaria.
Esta sumatoria de coordenadas, sin embargo, constituye apenas un boceto del neoimperialismo, en el cual todas las características aparecen desconectadas y estáticas. Hace falta hallar un principio organizador que las enfoque como un todo y permita articular una imagen dinámica del mismo.