El Maestro, Madrina y yo


22/12/2016

En 1967, al iniciarme como actriz del Conjunto Dramático de Oriente en mi natal Santiago de Cuba, llegaba el eco del estreno de María Antonia en el Mella como un gran suceso del teatro cubano. Confieso que en ese momento no lograba percibir la dimensión cultural del acontecimiento. Mis escasos años, la experiencia anterior en el movimiento de artistas aficionados y mi incipiente irrupción en las tablas, respondían a otra visión de la escena teatral.

obra teatral María Antonia
Fotos: Cortesía Alina Morante

Pasado el tiempo, cuando tuve la oportunidad de ver la obra, quedé impactada con la puesta en escena del Maestro Roberto Blanco, con Hilda Oates como protagonista, Isaura Mendoza en la Madrina y con su autor Eugenio Hernández Espinosa, a quien veía en persona por primera vez. Su talento para captar las esencias del mundo de la marginalidad y llevarlas con tanto ingenio a un texto dramático, su carisma, energía y elocuencia, me cautivaron. Tuve luego la suerte de conocer más al Maestro y su obra en festivales, giras, encuentros y talleres, y en mis asiduas visitas al teatro capitalino.

Muchos años después, trasplantada definitivamente para La Habana (capital de todos los cubanos), en una actividad de fin de año que ofreció el Consejo Nacional de las Artes Escénicas en la sala Tito Junco del Bertolt Brecht, entre comida, tragos y música, Eugenio me invitó a integrar su próximo elenco de María Antonia para interpretar el personaje de la Madrina. Una mezcla de júbilo, desconcierto y temor se apoderó de mí. No sabía qué responder, pero estaba segura de que lo aceptaría.

En mi carrera ya había transitado por múltiples y enriquecedoras experiencias creativas, y por los gloriosos años del Cabildo Teatral Santiago, con el teatro de relaciones y la asimilación del ritual mágico-religioso y otras tradiciones populares como base de su estética. Supongo que la invitación partía del conocimiento de Eugenio sobre mi práctica, y la probable empatía con Teatro Caribeño de Cuba.

No solo logré insertarme en el grupo, donde tuve una buena acogida, sino que me pude beneficiar como aprendiz de los maestros Manolo Micler, Santiago Alfonso y Jorge Garciaporrúa en intensas jornadas de entrenamiento, conversatorios, clases y ensayos para el montaje, donde la palabra iluminada del Maestro Eugenio preveía un espectáculo que, sin perder sus esencias y con códigos eficaces para la comunicación, pudiera aproximarse en sus conflictos, ansiedades, prácticas y peligros al espectador cubano del nuevo milenio.


 

Para mí era muy elevado el referente de un personaje como la Madrina, interpretado magistralmente en su estreno por Isaura Mendoza y luego por Alicia Mondevil; actrices grandiosas, mujeres diestras en el ritual mágico-religioso de las tradiciones afrocubanas, con una imagen —por demás— impresionante. En cambio yo, a mis 60 años entonces, a pesar de la experiencia, me sentía como una mesticita intrusa, cuya destreza en el terreno se reducía al acercamiento a esas prácticas por poco más de una década en el Cabildo Teatral Santiago.

En la etapa de trabajo, el respaldo de Eugenio Hernández Espinosa, director  al que nunca pude tutear y que tampoco me tuteaba, era imprescindible para sentirme capaz.

En la etapa de trabajo, el respaldo de Eugenio Hernández Espinosa, director  al que nunca pude tutear y que tampoco me tuteaba, era imprescindible para sentirme capaz. Comenzó a crecer una admiración diferente, superior, porque fui descubriendo al Maestro, al colega respetuoso; al hombre de ébano y marfil que habita en tantos poemas de Guillén; al que transita por el teatro con el recuerdo y el respeto por otros Maestros y sus contemporáneos, quienes junto a él han marcado una historia en la escena cubana que todavía nos alienta y dignifica.

En estos días, cuando arriba a sus 80 años con tanto brío, lo vemos caminar por la ciudad aún como guía de su Teatro Caribeño, o como lúcido espectador en los recintos teatrales, sin la desidia que ronda en estos tiempos. Verlo optimista, con su diabetes a cuesta, combatiéndola activamente y a la vez retándola con estimulantes tragos de ron en sus  tertulias habituales, solo nos muestra a un ser libre, que trabaja y sueña por su país, por su teatro, que equivale a decir su vida.

Orgullosa de haber sido por un tiempo su discípula, y de haber tenido el privilegio de conocerlo, quererlo y compartir su creación en una de las piezas emblemáticas del teatro cubano, solo puedo decirle con honestidad visceral “GRACIAS, MAESTRO”. O ponerme a fabular un poco y convocarlo como Madrina al río, junto a Ochún, para bendecirlo y tutearlo con un “Aché pa ti”, Eugenio.