En Tokio hay un restaurante donde los camareros y camareras son personas que padecen de demencia senil y en consecuencia tienen la memoria de corto plazo afectada. El lugar se llama el Restaurante de las Órdenes Equivocadas y los equívocos entre lo que se pide y lo que te traen pueden llegar al 37 por ciento de las órdenes, pero los comensales y los que en él trabajan celebran las equivocaciones no como un estigma, porque no se satisfacen las expectativas de la orden original, sino con la alegría de que equivocarse puede ser fuente inesperada de creatividad y alegría.
Seis personas atienden a los clientes y el lugar comenzó a funcionar en el 2017, como un proyecto que organiza eventos y no un lugar permanente. En una ocasión, una de las camareras se sentó junto a los clientes tomándose por comensal y compartiendo sabiduría con ellos como con su propia familia. Había olvidado por qué estaba allí, pero no había olvidado para qué estaba. Un matrimonio anciano anima el lugar tocando el piano y el chelo. Cuando a ella se le olvida dónde está o qué tocaba, él —que está sano— le recuerda con una ternura desarmadora. O será viceversa. Solo el amor engendra la maravilla.
Traigo este singular lugar a colación, porque a veces la realidad puede ser más borgiana que cualquier cuento del argentino, por estrambótico que parezca.
La clase victoriosa que emergía de aquella etapa todavía no había logrado orgánicamente entender al intelectual como su mejor aliado ideológico, una vez amaestrado, como lo habían hecho por siglos los poderes feudales a través de la tiranía de la Iglesia.
William Gaunt, historiador del arte británico, nos narra en su libro La Aventura Estética el ambiente del movimiento artístico de la decadencia de finales del siglo XIX y cómo a consecuencia de la derrota de la Revolución francesa y luego, la de la época napoleónica, “la espléndida época que supuestamente vendría después de terminada la guerra nunca se materializó. El idealista se encontró a sí mismo en un mundo desprovisto de ideales”. Ya habían transcurrido 15 años desde Waterloo, la última gran batalla épica. La resaca tenía como síntoma una sociedad donde la aristocracia había perdido la cabeza en los inicios de la revuelta, pero luego una parte importante de la juventud terminó sucumbiendo en los campos de batalla continentales. Los grandes líderes ya no estaban. La mediocridad tomaba su lugar en forma de una burguesía “sobria, prudente, de mente estrecha y avara” que se había “convertido en la espina dorsal de la sociedad”.
La consecuencia de ese estado de cosas se manifestaba de muchas formas, el pesimismo rondaba “entre quienes poseían suficiente inteligencia para experimentar alguna emoción”, como lo describió el autor británico. La memoria se tornaba selectiva para quienes necesitaban desahogar la frustración de su propia situación personal, reflejo de otra social que les desfavorecía. La enajenación de una parte de la intelectualidad basculaba entre la negación de todo lo heroico del pasado, incluyendo todo lo bueno en el orden económico, social y político que había traído la República, y la desmemoria del propio presente, como si el futuro no necesitara de este para construirse.
Es en este ambiente donde toma cuerpo la idea de la bohemia. Habían perdido su lugar de escriba sentado al lado de los aristócratas, ya ausentes, que les servían de mecenas, y sin encontrar aún semejante lugar entre la burguesía que los objetaba “ya que a su entender, estos no desempeñaban función de utilidad alguna”. La clase victoriosa que emergía de aquella etapa todavía no había logrado orgánicamente entender al intelectual como su mejor aliado ideológico, una vez amaestrado, como lo habían hecho por siglos los poderes feudales a través de la tiranía de la Iglesia. Los bohemios reflejaban la pretensión de estar más allá de la sociedad misma, de su gris cotidianeidad de sobrevivencia y la necesidad de buscar cómo reproducirse materialmente para llegar al día siguiente.
Detrás de la desesperanza también había una traición intelectual a la militancia anterior. Un achacar a la sociedad las propias y hasta orgánicas fronteras del sacrificio dispuesto a darse por los demás.
Demostrado en sus conciencias que las epopeyas no tenían finales felices, el desarraigo llevaba el signo del escándalo, y la vanidad que le acompañaba tenía, por más que renegaran de ella, la mediocridad de quien cree “que el mundo entero es su aldea” y mortificar al que lo irrita cierra la ecuación del “orden universal”.
Tarde o temprano, la hegemonía de clases termina imponiendo la hegemonía cultural. La bohemia auténtica de la época terminó, al cabo de los años, volviéndose pose. El culto, de aquel entonces, a la sobrevivencia diaria al margen del trabajo se volvió una fachada de desprecio público a los mismos poderes que en privado se cortejan. Ponerle máscara social a lo que no pasa de ser perreta de niñato o niñata vanidosa, en muchos casos, distracción de la mediocridad propia o manera de ocultar el arribo a la esterilidad creativa. Nada hay más conveniente que el rebaño del oportunismo colectivo, para esconder en él, la entrega de las banderas que los arrobaron y los hicieron públicos.
El nihilismo se volvió una especie de signo definitorio. Henri Murger, el escritor de Scénes de la Vie de Boheme, retrataba a los perfectos desclasados con su desprecio absoluto por cualquier trabajo material, su repugnancia frente al burgués, y la irresponsabilidad como toma de partido. La lucha se resumía en estar contra el mundo como una toma de posición absoluta.
Pero aun en aquella decadencia, reflejo de reflujos sociales, determinado talento no dejaba de pugnar por realizarse y en los auténticos, lo lograba. Baudelaire antaño comunero que había escrito “los cañones truenan… miembros vuelan en todas direcciones y el aullido de aquellos que realizan el sacrificio… es la humanidad en búsqueda de la felicidad” y fundado un periódico revolucionario Le Salut Public, en el que reflejaba la convicción de que la tarea del escritor era ir “cantando hacia el porvenir, poeta providencial, tus cantos son el reflejo luminoso de las esperanzas y de las convicciones populares”, ahora, después del retroceso revolucionario, declaraba que “la poesía no tiene otro objeto distinto que el de sí misma, no puede tener otro objeto, y ningún poema es tan magnífico ni tan noble ni tan merecedor de su nombre como aquel que ha sido escrito por el simple placer de escribir un poema”. A pesar de ello, su obra no dejaba de ser la de un gigante. Lo acompañaban otros de igual estatura como Degás, a pesar de su visión de elitismo extremo. Rodeando al poeta de Les Fleurs du Mal, una corte de mediocridad se alimentaba de aquellos que sí creaban, para hacer de rémoras escandalosas sin apoyo en lo propio, que no existía.
El nihilismo se volvió una especie de signo definitorio. Henri Murger, el escritor de Scénes de la Vie de Boheme, retrataba a los perfectos desclasados con su desprecio absoluto por cualquier trabajo material, su repugnancia frente al burgués, y la irresponsabilidad como toma de partido. La lucha se resumía en estar contra el mundo como una toma de posición absoluta. Los personajes de su obra eran todos fracasados, como Schaunard, que componía poniendo una nota falsa en el piano para simbolizar el fracaso. El compositor se la pasaba fantaseando sobre la sinfonía La influencia del azul en las artes que nunca terminó, por supuesto, por culpa de las malditas circunstancias. Otro tanto el personaje Marcel, un pintor que soñaba con una obra maestra que nunca hizo. O Rodolphe, un poeta apasionado que tenía como oficio fantasear. En palabras de Gaunt, ellos tenían “una sola devoción, una sola moral, una sola ley, que era el Arte, (…) a ellos les correspondía preservarlo como si fuera un misterio sagrado” por encima de la sociedad.
En esa tropa confusa no por su origen o su arte, sino por su propia voluntad de no saber qué querer, visto como mérito, algunos gozaban con complacencia un estatus de dioses venerados por su obra pasada y el ambiente de halago permanente y de la condición de infalibles.
Como corolario, solo el artista tenía algo legítimo que decir. El resto de la sociedad debía contemplar pasivo, y necesariamente ignorante, lo que el artista creaba, si acaso. Degás se preguntaba en tono irónico que el colmo sería que el arte se hiciese para ser exhibido. En consecuencia, el arte no tenía moral, no tenía que justificar sus predilecciones, ni sentir remordimientos si ensalzaba el crimen, el estupro, la pederastia: “No importa qué se dice con tal que se diga de manera bella”, lo resumió Walter Horatio Palter profesor de Oxford de la época, argumentador de L’Art pour l’Art.
En esa tropa confusa no por su origen o su arte, sino por su propia voluntad de no saber qué querer, visto como mérito, algunos gozaban con complacencia un estatus de dioses venerados por su obra pasada y el ambiente de halago permanente y de la condición de infalibles. Otros, ambiciosos por querer ser, o al menos, querer imitar, conspiraban cuál sería el próximo escandalillo que provocara la censura social o institucional como forma de legitimarse y de legitimar la ausencia de creatividad.
Si había alguna duda, Marx los nombra sin miramientos como la bohemia, y los califica como aquellos que sentían “la necesidad de beneficiarse a expensas de la nación trabajadora” (…) la condena no se llevaba por delante a los intelectuales auténticos de cualquier signo ideológico, sino que solo cabe en su lista los “escritorzuelos” medradores del pensamiento prestado y parasitarios de la inteligencia ajena.
Al describir a quienes apoyaron la coronación del mediocre Carlos Luis Napoleón de Bonaparte como emperadorcillo de una tardía restauración de lo viejo trágico, disfrazado de novedad de farsa, Carlos Marx los listaba como “vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, esclavos fugitivos de las galeras, estafadores, saltimbanquis, holgazanes, carteristas, tramposos, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de carga, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores de tijeras, remendones de calderas, mendigos, en resumen, toda la masa indeterminada, disuelta y arrojada de un lado a otro”. Una lista para comer y para llevar, donde ese intelectual de la derrota aparecía entre estibadores y organilleros, pero acompañado de tahúres y proxenetas, sin que faltara el siniestro afilador de arma blanca. Si había alguna duda, Marx los nombra sin miramientos como la bohemia, y los califica como aquellos que sentían “la necesidad de beneficiarse a expensas de la nación trabajadora” y que son “hez, desecho y escoria de todas las clases”.
Pero hay que saber leer dos veces lo que se escribe, sobre todo cuando lo escribe el viejo. En el lapidario Marx, la condena no se llevaba por delante a los intelectuales auténticos de cualquier signo ideológico, sino que solo caben en su lista los “escritorzuelos” medradores del pensamiento prestado y parasitarios de la inteligencia ajena, que aparecen rodeados del lumpenproletario. La ambigüedad del término “literaten” permite la ambivalencia.
Ya sabemos adónde conduce la no militancia y la proclamación de la neutralidad como signo supremo del arte y la creación. Si no lo recordamos, quizás la mediocridad de estos años nos refresque la memoria. Estamos condenados a vivirla como una obra maldita que se repite una y otra vez, desde el 2 de diciembre de 1851, cuando ocurrió el 18 Brumario. Reencarnaciones cada vez más breves e infames, y de las que ya hemos visto, en los últimos años, varias entregas de la franquicia, desde la capital del imperio en la puesta en escena del MAGA, el remedo dictatorial de Bolsonaro y ahora mismo, la coronación patética de un personaje payasesco en Argentina.
En tiempos de canallas, el arte que no milita, termina siendo útil al que milita del lado reaccionario. Podrá disfrazarse de la misma pureza que los proclamadores de L’Art pour l’Art, pero de esos pozos salieron los que terminaron condonando por inacción o complacencia el derrocamiento de la República española, a la que negaron por su parto imperfecto. De la idea elevada al absoluto de que todo lo que no es puro es condenable, le sigue la derrota como estado existencial, y la inacción como actitud social, o en todo caso, el contra todos por el bien de ellos mismos. La ecuación del “orden universal” se cierra exclusivamente sobre la cofradía. Después del escándalo, cuando todo se vino abajo en la dictadura fascista de Franco, entonces se escondieron, cobardes, en la noche de los cuchillos largos, lamentando su suerte o sumándose como argumento del ascenso de los fascistas y los nazis.
Si el sueño de la razón produce monstruos como consecuencia del abandono de lo lógico, como nos aleccionó Goya, también nos advertía, en la misma obra, que la fantasía unida a ella era la “madre de las artes y el origen de las maravillas”. Militar por la gran epopeya humana, y ser parte de la gran rebelión, no encanallece al arte, le da sentido. Quizás venga a colación recordar que cuando a Wifredo Lam le sugirieron que para ganar veinte mil dólares solo tenía que pintar los retratos de algunas señoras de “alto copete” él se negó aduciendo que “los burgueses son demasiado débiles de espíritu para comprender el arte verdadero”. En ningún artista cubano ha volado tan alto la comunión entre la razón y la fantasía que veía su arte como una “revancha que se impone un pequeño país del Caribe, Cuba, contra los colonizadores”.
¿Qué es la gran epopeya humana, sino la lucha perenne entre la convicción del destino trágico y la rebeldía inagotable convencida de que cambiará ese destino?
Es en la jungla de Bois Caiman bajo La Tempestad, donde el aquelarre convoca la próxima rebeldía trascendente, lejos de la malcriadez de los autocomplacidos. Ahí en la selva imperfecta, sucia, agreste, agresora, inmisericorde. La jungla que no da tregua. Llena de veredas, meandros, retrocesos, caudales, rápidos, riachuelos, y ríos como océanos donde la exuberancia nace y crece plantándole cara a los monstruos de siete leguas que van engullendo mundos.
Pero regresemos a los que sirven memorias como olvidos. Hay una hermosura que renueva en aquellos dementes que aparentemente perdieron la memoria pero no perdieron el oficio. Quizás, pícaros, simulan ya no saber por qué están ahí, pero nos demuestran qué vinieron a hacer. Es esa convicción la que en ocasiones salva. Hay una locura hermosa en aparentar olvido para renunciar a las derrotas y anunciar un nuevo asalto, un nuevo comienzo.
Cuando el presente parece senil y carente de memoria, y el recuerdo se muestra terriblemente trastrocado, sobre su base se erige el potencial de una creatividad inexplorada, fuente de alegría. Puede parecer trágico que deban hallarse fuerzas en la senil locura que lucha contra la desmemoria, pero no olvidemos que de la decadencia, también salió la renovación que regresó a la militancia intelectual de las causas asaltantes del cielo, y, fundando la vanguardia, se fueron de los congresos a las trincheras republicanas, y no le temieron a embarrarse de la imperfección de lo que se construye, como aquel Fausto que tardó una vida inmortal en tomar forma definitiva.
¿Qué es la gran epopeya humana, sino la lucha perenne entre la convicción del destino trágico y la rebeldía inagotable convencida de que cambiará ese destino?