El lenguaje: Construcción social II
29/1/2018
La lengua es el producto y forma en voces del
pueblo que lentamente la agrega y acuña.
José Martí
El lenguaje avanza junto con la sociedad, por lo que ambos cambian y se renuevan en conjunto. Esto implica que, ante nuevos cambios sociales, el lenguaje tenga, necesariamente, que adaptarse, pero sin violar normas lingüísticas. Dos ejemplos ilustran muy bien este planteamiento. En los tiempos actuales ha habido una apertura hacia la aceptación de la diversidad sexual, lo cual ha traído aparejado que, en muchos países, ya el matrimonio homosexual sea aceptado. Tal situación conlleva que el vocablo “matrimonio”, que en el DRAE se define, en su primera acepción como “Unión de hombre y mujer, concertada mediante ciertos ritos o formalidades legales, para establecer y mantener una comunidad de vida e intereses”, tienda a cambiar y la primera acepción incluya la nueva práctica, que sí se refleja en la segunda: “En determinadas legislaciones, unión de dos personas del mismo sexo, concertada […]”. Queda claro que para que este cambio ocurra también tiene que oficializarse legalmente en todos los países el segundo significado del término que, vale aclarar, en algunos diccionarios, no se recoge.
Algo similar ocurre con la lucha por la igualdad de género, que se ha extrapolado al lenguaje. Así, encontramos textos y discursos que hablan de “todos” y “todas”, “los niños” y “las niñas”, “compañeros” y “compañeras”, en un afán por reivindicar el papel de la mujer. Estas variantes no son necesarias, ya que el empleo del masculino para referirse a hombres y mujeres no supone discriminación porque este es el género no marcado, e inclusive en nuestra lengua, tiene sentido genérico y abarca los dos sexos por lo que no es necesaria la especificación. Son muy pocos los casos en los que esto no ocurre, como en “brujos” y “monjes”, que no incluyen sus correspondientes femeninos. Además, en busca de no caer en el “sexismo lingüístico” se han empleado fórmulas como “estimado(a)(s) compañero(a)(s)”, que solo entorpecen la lectura, y el uso tan popular del signo arroba (estimad@s compañer@s) “que ni siquiera es una letra, sino un símbolo” [1]. Estas y las anteriores solo son muestras de redundancia léxica, que violentan el principio de economía que caracteriza a nuestro idioma. “Hay acuerdo general entre los lingüistas en que el uso no marcado (o uso genérico) del masculino para designar los dos sexos está firmemente asentado en el sistema gramatical del español, […] y también en que no hay razón para censurarlo” [2]. El propósito de este fenómeno es bien meritorio: alcanzar la igualdad entre el hombre y la mujer en todas las esferas pero “[…] la historia de cada lengua no es la historia de las disposiciones normativas que sobre ella se hayan dictado, sino la historia de un organismo vivo, sujeto a una compleja combinación de factores, entre los que destacan los avatares de los cambios sociales y las restricciones formales fijadas por el sistema gramatical” [3]. La discriminación no es un suceso lingüístico, todo depende de los matices y la intención que demos a las palabras. La lengua de por sí no segrega, quien lo hace es la sociedad; lo importante no radica en cómo designamos a las personas sino en cómo las vemos. Esta lucha hay que mantenerla en el plano social y no extenderla al lenguaje, forzando estructuras gramaticales.
Por otro lado, algo parecido sucede con el sintagma “de color”, utilizado para referirse a las personas negras o con la piel oscura. Se trata de un eufemismo que, según el DRAE, es una “manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”; entonces, me pregunto: ¿Llamar las cosas por su verdadero nombre es malo?, ¿acaso suena mal? La cuestión reside en que detrás del término “negro/a” [4] existe un trasfondo de esclavitud —aunque ya lejano en el tiempo— y racismo. Algunas personas, de hecho, no utilizan este calificativo porque piensan que puede resultar ofensivo o pueden ser tildadas de racistas e, incluso, llegar a sentirse así; por eso recurren a la expresión “de color” que consideran más respetuosa.
El término “negro/a” no solo esconde el estigma del racismo. Desde hace mucho también se ha asociado a estas personas con lo malo, con la delincuencia, con determinadas actitudes nocivas para la sociedad. Por eso no resulta extraño escuchar expresiones como la típica y casi clásica frase “tenía que ser”, dicha tanto por negros como por blancos, o “si no lo hace a la entrada lo hace a la salida” para referirse a este estereotipo. Pero pienso que hay otras que, aunque sin querer, resultan dañinas y ofensivas, y portadoras de un mensaje subliminal; estas son las que yo, joven negra, he presenciado, siempre dichas en boca de blancos (excepto la última): “mmm una negra fina, eso no es muy común”, esto me lo dijeron por no aceptar amablemente algo de comer que me estaban brindando; “parezco una negra chancletera”, expresión que usó una compañera para referirse a que tenía que arreglarse y, al percatarse de mi presencia, rectificó diciendo solo que parecía una chancletera y luego me pidió disculpas; “tú no eres negra, tú eres mulata”, fue lo que me dijeron dos personas para diferenciarme de un grupo de mujeres negras del cual estaban hablando, atribuyendo sus defectos a su color de piel; “a mí me gusta la leche con café pero no con chocolate”, enunciado metafórico usado por alguien para aludir a que podían llegar a gustarle los mulatos pero no los negros y, por último, “ellos son unos blancos negros”, calificativo que usó una vecina, con las mejores intenciones, aprovechando que ella era jabada y su entrevistador mulato, para referirse a mi familia, cuando verificaban mi conducta en el barrio para un puesto de trabajo.
Una vez más es válido repetir que las palabras, bien utilizadas, no tienen por qué discriminar, son los actos los que lo hacen. No vale intentar darle dignidad o suavizar algo que no lo merece ni necesita. Hay que dejar de esconder ese rechazo velado tras el lenguaje. Hay que perderle el miedo a llamar (y escuchar llamar) las cosas como tal. Las verdaderas buenas o malas intenciones con que nos expresamos no se esconden en las palabras, sino detrás de ellas. Aprendamos a distinguir las diferencias entre significado y significante.
Al respecto, Luis Enrique Alonso nos dice que “[…] las palabras son portadoras de significados en virtud de las interpretaciones dominantes atribuidas a ellas por la conducta social; las interpretaciones surgen de los modos habituales de conducta que giran en torno a los símbolos y son esos moldes sociales los que construyen los significados de los símbolos” [5].
Ilustración: Internet
Resulta problemático cuando el uso generaliza una voz mal empleada, como ocurre con el adjetivo “mismo/a”, comúnmente utilizado como pronombre. Este vocablo lo he visto y escuchado innumerables veces en la prensa escrita y por la televisión. Han sido tantas que hasta yo misma he empezado a dudar sobre su correcto uso. Incluso, lo he oído en boca de experimentados profesionales del lenguaje. El Diccionario panhipánico de dudas (2005) de la RAE aclara que este adjetivo “[…] puede sustantivarse, manteniendo los sentidos de identidad y de igualdad o semejanza que le son propios: ´Sus ideas reformistas solo cambian de posición, pero son las mismas´”. A pesar de su extensión en el lenguaje administrativo y periodístico, es desaconsejable el empleo de “mismo”, como mero elemento anafórico (cuya única función es recuperar otro elemento del discurso ya mencionado). En estos casos, siempre puede sustituirse “mismo” por otros elementos más propiamente anafóricos, como los demostrativos, los posesivos o los pronombres personales; así, en “Criticó al término de la asamblea las irregularidades que se habían producido durante el desarrollo de la misma”, pudo haberse dicho “durante el desarrollo de esta o durante su desarrollo”.
Entonces bien utilizado estaría en casos como: “Era la misma persona que había visto en el convento de Valladolid”, “Me dejó con la espina clavada en el mismito centro de mi corazón”, “Se atrevió a dar el paso de telefonearlo a la mismísima casa de su amante”, “Nosotros mismos nos condenamos al nacer” y “Muchas veces usted no se cuida a sí mismo” [6].
Todo esto implica una alta responsabilidad de quienes tienen a su cargo la enseñanza de la lengua materna y actúan como difusores en los medios de comunicación masiva o por su cargo laboral o político, en tanto se erigen como paradigmas en materia lingüística. Por ello, el buen conocimiento y cuidado de tal materia debe preocupar y ocupar no solo a los especialistas sino a todos, como hablantes que somos de una lengua que puede dignificarse o deteriorarse según el uso que le demos. Incentivar una conciencia lingüística en las personas, principalmente en los jóvenes, contribuirá a prestigiar nuestro idioma.