El jugador de ruleta rusa
6/4/2016
Cuando Moscú en las tardes parecía concentrar en sí el sabor del futuro y a cambio aceptamos el espeso, sucio y frío aire de Arbat, desandamos la calle —esa calle de los dorados milagros, pero también de movimientos incesantes, hormigueos, cuestionamientos, mercadeos y soledades.
Arbat es la calle rusa de la fiereza en la memoria. Desorden, carcajada, algo más que razón y eslava inteligencia: ritmo. Arturo y yo, con ironía y sin nunca cansarnos, la recorríamos de punta a cabo, una vez por semana luego de concluidas las lecciones en la Facultad. Fue una de aquellas veces que, mientras admirábamos un óleo –un paisaje típico de las afueras, un paisaje invernal con aldea de cabañas de troncos y trineos tirados por tres caballos únicos, campesinos semifelices y una pequeña iglesia de madera sobresaliendo o escapándose del lienzo—, nuestros ojos tropezaron con un cartel de letras pequeñitas ubicado a la izquierda. Los transeúntes se aglomeraban curioseando alrededor del cartel como moscas, nosotros no constituíamos la excepción. De súbito fue premonitorio descubrir aquellos ojos azules allí, desafiantes, junto al gesto laberíntico del joven, lo más parecido a un gitano que me sea visto, o más bien un gasyó –no zíngaro. Su mano derecha sostenía un revólver con el cilindro giratorio vacío –cualquiera podía notarlo, aquellas recámaras no contenían proyectiles. Las balas yacían alejadas sobre una mesa que también sostenía el cartel de cartón, o cartulina, anunciando e incitando a lo insólito: Si usted prefiere el presente o el futuro juegue conmigo. Yo prefiero el pasado. Veinte rublos, apuesta mínima, por menos no pierda su tiempo; ni me haga perder el mío. No molestar, gracias.
Arturo me miró –nos observamos como electrizados— y decidimos tomar el primer taxi, marchándonos de allá lo antes posible y prometiéndonos mutuamente jamás regresar a Arbat. Pero la curiosidad pesó más que nosotros y nuestra promesa. Retornamos la siguiente semana con la oculta esperanza de no hallar aquellos ojos azules en el bulevar: Esos ojos los había visto antes en un retrato de Rimbaud. Era un joven soldado veterano de la guerra de Afganistán, según comentaron los observadores de la vez anterior. Lo primero que nos recibió fue la mesa pequeña que mostraba fajos de billetes, rublos de todas las cifras imaginadas y por imaginar. Una anciana espectadora de pañuelo florido a nuestro lado aseguró que ya habían apostado y perdido por lo menos tres futuristas y sus respectivos presentistas. Pasaron veloces las semanas y seguimos regresando al lugar de las apuestas con la idea de no hallar al joven en su puesto, ni el revólver, ni el cartel, ni los proyectiles. La muchedumbre sí; Arbat posee el raro don de acumular estruendos, absurdos. Nos continuó recibiendo el joven de mirada azul inapagable, rodeado de billetes, millones de series de números que me hicieron pensar en otro simulacro humano, otro timador. Pero cada vez los espectadores y el dinero nos expresaban: Aquí apostaron y perdieron –muriendo—algunos para los que el juego constituía el extremo, su límite o él de la ruleta rusa.
Arturo con esa temeridad infantil que le es tan inherente dijo: Soy el próximo candidato, voy a jugar, apostaré mi estipendio estudiantil. No lo creí, incluso reí con él aquella nueva broma —es que los días rusos necesitaban ser olvidados, tal vez al ignorarlos pasaban más rápido y nos acercaban a los días interminables de La Habáname. Un lunes de San Justo, según el calendario, encontré entre los papeles del escritorio de Arturo una carta de despedida –o creí encontrarla. Tomé del guardarropa el capote de turno sin pensarlo dos veces y me vi, apenas abrigado, en medio de la calle invernal. Con gran ansiedad detuve el primer automóvil que pasaba y le pedí al conductor me condujera al centro. El hombre me observó y expresó: Diez rublos, ni un kópeks menos. Lo miré y asentí. ¡Adiós al estipendio del mes!
Al llegar ni rastro de Arturo, habían menos personas que de costumbre observando el show, pero sobre la mesita, más billetes. De repente pensé en la posibilidad de haber arribado tarde; busqué el cadáver de mi amigo a lo largo y ancho del bulevar y no lo hallé muerto, tampoco vivo. Pude echar una ojeada profunda a los disímiles rostros aglomerados, la atmósfera con lentitud se enrarecía. Coincidí con Hegel: La vida del espíritu no es la vida que se espanta de la muerte y que se mantiene pura ante la desolación, sino la que soporta la muerte y se conserva en ella. Los ojos azules intensos –salidos de un cuento tradicional ruso— parpadearon y me sentí de súbito atrapado, con deseos de beberme hasta el final una taza de té, suele decirse que el té da fuerza.
La mano colocó una bala en el tambor del revólver –la última—, lo sitúo con frialdad contra su sien, pues el joven comenzaba a jugar consigo mismo; apretó el gatillo una, dos, tres veces y se reía con insensatez, o cinismo, desde los ojos, recordándome los de Rimbaud. A la sexta vez, cuando su dedo se aferró al percutor, sucedió: resonó el disparo. Miré en el óleo aquel sendero nevado de hielo traicionero; pintado para siempre con seso humano, y cayó definitivamente el cuerpo. Se marchó al más allá que siempre es del otro lado del más acá. Full de ases. Final del juego, creí, pero la existencia resulta una hecatombe excelsa y dolorosa.
Así fue como nos enteramos que, primero el Padrecito de Acero y luego la burocracia, habían colocado una pistola en la sien del pueblo ruso para construir el “futuro”. Ahora un muchacho, veterano de una guerra inútil, se puso un revólver en la cabeza para reclamarle a la nación rusa un retorno al pasado. ¡Opasnodlyayizni! –¡Peligroso para la vida!
Más tarde lo comenté con Arturo: El absurdo es parte consagrada de la vida en Rusia –como tomar té o entregarse a largas discusiones filosóficas o el sagrado sentimiento de hospitalidad que jamás se entibia en el corazón del pueblo. La realidad nos sorprendió en la TV. ¡Bienvenidos al siglo veinte! Había algo un tanto extraño en la faz del último soldado muerto en Afganistán. Se percibía una línea de fuego en la pantalla –un disparo de un francotirador integrista, Dushmanis o Talibán–, y el cuerpo sin vida de un joven que cae. Supimos después que muere arriba del tanque abrazado a la bandera de la Unión. Unión a la cual le restaban unos escasos meses de supervivencia. En la pantalla del televisor con nitidez se nota que muere mirando al cielo, con apenas diecisiete años, justo cuando estaba a punto de rebasar la frontera. Los seres humanos estamos preparados para la vida, no para la muerte y ahora aquella filosofía se venía a tierra. Nosotros comprendimos que el último soldado muerto de aquella guerra no era aquel muchacho sobre el tanque y la bandera, sino aquel otro del bulevar de Arbat, jugando con simples movimientos –el retorno al pasado– en la ruleta rusa, la dislocación entre el espacio y el tiempo. Lo evidente no es lo real, es sólo la mitad.
–¡Qué pasado, cuál? –nos preguntamos sin responder Arturo y yo. Convirtiendo la evidencia en enigma, profecía, premonición.
–Debes leer mejor…, con mayor cuidado. Aquí no dice: Voy a suicidarme –explica Arturo con el papel en la mano–, aquí dice…
Miré por la ventana y tal vez veía la misma noche de 1935 a la cual se refiere en sus versos Osip Mandelshtam: Me desperté…, alumbrado por un sol negro. Miro tan sólo el rostro del hielo; no va a ninguna parte y yo de ningún sitio vengo… Entonces percibí en los ojos azules penetrantes, reflejadas como en un cartón, o una lámina, las letras bien agrupadas: Si usted prefiere el presente o el futuro juegue conmigo… Y era en el bulevar de Arbat, Moscú, principio al fin de los años noventa.