El Indio Naborí en la lírica popular cubana
El Indio Naborí en la lírica popular cubana… Yo no diría que se trata de un tema complejo, pero sí abarcador, pues en este gran poeta encontramos 66 años de constante batallar con la palabra; de búsqueda y angustia. Aclarado lo anterior, se impone una pregunta: ¿cómo empezó todo esto?
Estoy hablando de un hombre que nació en la más absoluta pobreza: padres analfabetos, techo de guano, piso de tierra, tinaja compartida y ninguna señal de cultura. He ahí, en su procedencia, el ingrediente primario que une al Indio Naborí con esa sagrada categoría que alguien llamó popular. Digo sagrada porque en lo popular adquiere una legítima resonancia aquello que, al menos para mí, es el verdadero concepto de pueblo.
Defender la existencia de una poesía popular es defender, en la práctica, un ingrediente principalísimo de la identidad cubana. Mucho se ha escrito en el mundo hispano sobre la poesía popular, lo que en mi opinión pasa siempre por un criterio de interpretación individual. Dicho de otra manera: ¿qué es para mí la poesía popular? Algunos la limitan a la llamada cultura oral; otros la contraponen a la llamada poesía letrada o culta, y algunos otros se refieren a ella con visos conscientes de menosprecio, reduciendo su impacto y perdurabilidad a un determinado momento: un hecho histórico, pasajes fugaces de la vida cotidiana, costumbres o fiestas donde solo participan ciudadanos humildes.
Soy del criterio de que la expresión “poesía popular” es inexacta, como inexacto es también su significado, porque está demostrado que en ocasiones lo popular puede ser culto, y lo culto puede ser popular. Yo pregunto: ¿qué le hace falta a un poeta culto para de igual forma alcanzar la categoría de poeta popular?, ¿qué le hace falta a un poeta popular para alcanzar la categoría de poeta culto? Para mí ambas categorías pueden andar juntas, y ambas tienen la misma importancia cuando de poesía se trata. Eso sí, para que sea auténticamente popular debe existir una fusión poeta-poema-poesía-popularidad que luego se traduzca en comunicación, en memoria colectiva, en necesidad de pueblo, en culto a las tradiciones, en preservación de la identidad y en manantial de buen arte, sea cual sea su soporte expresivo: versos improvisados en décimas, versos improvisados en coplas, versos de origen africano y versos cantados o escritos en cualquier otra forma estrófica. Lo popular no está en la forma, sino en el alcance masivo que pueden alcanzar los contenidos. Solo así puede explicarse en José Martí lo culto de sus Versos libres y lo popular de sus Versos sencillos.
Cuando se aborda este tema casi siempre aparece ante nosotros “Oda a los poetas populares”, de Pablo Neruda:
Poetas naturales de la tierra,
escondidos en surcos,
cantando en las esquinas,
ciegos de callejón, oh trovadores
de las praderas y los almacenes
¿Acaso el poeta chileno no fue también un gran poeta popular? Me acerco ahora un poco más a la isla de Cuba y cito a Rogelio Martínez Furé. En una ocasión le preguntaron si se reconocería como un poeta popular, a lo que el maestro respondió: “¡Qué más quisiera yo! Es algo demasiado grande para pensarlo siquiera”.
“Lo popular no está en la forma, sino en el alcance masivo que pueden alcanzar los contenidos”.
El párrafo anterior explica entre líneas que no siempre los poetas populares tienen que estar escondidos en surcos o cantando en las esquinas, pues lo importante, lo más importante, está en la trascendencia de su obra; algo que, refiriéndose a la dupla Nicolás Guillén-Indio Naborí, explicara con maestría Ángel Augier en su ensayo “Dos poetas de cubanidad raigal”:
Ambos, Guillén y Naborí, desde ese origen popular de sus ritmos y motivos, de sus tonadas y clamores, forjaron su poesía cubana, americana y universal, que abarca los más diversos recursos poéticos y los rasgos y temas disímiles, pero que jamás abandona sus raíces nutricias del espíritu nacional cubano. Ambos han logrado la difícil hazaña, ya señalada alguna vez por algún crítico, de complacer y hasta entusiasmar, por su genio poético, a todos los niveles del espectro cultural, desde los más populares hasta los más elitistas, desde el barrio hasta los salones, desde el guateque jubiloso hasta el ambiente severo y solemne de las academias.
Vuelvo sobre la importancia que reviste defender la existencia de una poesía o lírica popular. Explicarla, promoverla, exaltarla, preservarla y llevarla con seriedad a los medios de difusión masivos, será una forma de darle vigencia a una frase martiana que debemos hacer nuestra desde que amanece: “Lo que no se conoce, no se ama, y lo que no se ama, no se defiende”.
El Indio Naborí nace el 30 de septiembre de 1922. Pero el San Miguel del Padrón de los años 1922-1932 era un verdadero caos existencial. Allí solo se vivía para sobrevivir. Fue en ese entorno hostil de la periferia habanera donde nació y vivió sus primeros años Jesús Orta Ruiz. ¿Una maldición? Yo pienso que sí y que no. Sobre él, en esos primeros diez años de existencia, contraponiéndose al infortunio del día a día, aleteaban también otras tres realidades: ternura, imaginación y cantos de trabajo (para no decir nanas o canciones de cuna).
“Yo era un niño imaginativo. En la mayor soledad jamás estaba solo. Jugaba y conversaba con niños que no existían más que en mis sueños”. Pero esa imaginación, según mi parecer, no podía ser otra cosa que el don de la poesía. Sí, asimismo. El Indio Naborí nació con el don de la poesía, yo diría que nació con el alma octosilábica. Sin esa vocación innata habría sido imposible que luego desarrollara el talento poético que lo caracterizó durante toda su vida, cuyas únicas influencias pueden localizarse cuando se repite lo siguiente: don de la poesía, ternura familiar y cantos de trabajo. Precisamente en los cantos de trabajo localizamos algo vital: la décima, en este caso, la décima cantada, puesto que el viejo Payo (padre del poeta) pastoreaba el ganado cantando décimas; la vieja Maya (madre del poeta) preparaba la comida cantando décimas, y la Niña (hermana del poeta) lavaba la ropa cantando décimas. En los tres casos utilizaban como molde o soporte musical una gran variedad de tonadas campesinas, raíz popular de la más auténtica herencia española.
Para el Indio Naborí la décima cantada formaba parte del paisaje sonoro que lo rodeaba. Entonces no es nada extraño que ese niño de 10, 12 y 13 años, con una inusual gracia criolla, improvisara espinelas de perfecta estructura clásica. En él, como si se tratara de un irrompible lazo maternal, se estaba dando un nexo que podemos definir así: en la poesía, la lírica; en su procedencia, lo popular; y en la décima, la tradición. Es decir, la lírica popular como una forma natural de cultura, demostrándose con ello que en los sentimientos de aquel niño-adolescente estaban también los sentimientos de su pueblo.
Existen dos ejemplos que resumen el nexo al que hice referencia. Aquí va el primero: sucedió en el mes de enero de 1936. Varios vecinos de San Miguel, dejándose llevar por la curiosidad y el misterio que despertaba aquel adolescente de 13 años, lo convencieron para que, rompiendo su timidez, improvisara algunas décimas en la casa de un pequeño agricultor que también vivía en la zona. Los presentes, todos adultos, querían que el niño le cantara a las cosas que sucedían en el instante, pues de esa forma comprobarían su capacidad técnica de improvisación. Estaban teorizando sobre el tema cuando hasta ellos se acercó Cheo Candela, un respetado jinete de la comarca. Fue entonces que el Indio Naborí improvisó una décima que terminaba así:
Cheo Candela, el montero,
en su jaca ceboruna
viene partiendo la luna
caída sobre el sendero.
Releamos con detenimiento los últimos tres versos y preguntémonos: ¿no estamos ya ante el prodigio de la poesía? Por supuesto que sí. De una vez y para siempre aquel adolescente de 13 años había sustituido el simple ejercicio de la versificación por una expresión del pensamiento que tenía como resultado final un complejo proceso de asociación de ideas. ¿Acaso no está presente aquí la superposición temporal, la espacial, la situacional y la de los significados?, ¿no está presente el tropo poético? Por supuesto que sí. Sin embargo, ¿cómo era posible?, ¿a través de qué vía le llegaban a esa hormiga los conocimientos?, ¿a santo de qué su dominio del idioma? En esta última interrogante quiero detenerme, pues me llama mucho la atención el verso en su jaca ceboruna. Nadie, o casi nadie, ni ayer ni hoy, le llama jaca a un caballo o yegua que no alcanza el metro y medio; y mucho menos utiliza la palabra “ceboruna” (antigua expresión campesina) para especificar que se trata de un animal grueso, lento, bruto y de color medianamente oscuro, cuyos ojos eran parecidos a los de un ciervo o una cabra. Pregunto: ¿puede existir un mejor ejemplo de lírica popular?
De verdad que no deseo exagerar en lo más mínimo. Pero “al César lo que es del César”. Además, considero una necesidad hablar de estas cosas y encontrarle, al menos, una explicación medianamente lógica, en función de que este acontecimiento cultural pueda ser comprendido y enriquecido por nuevas investigaciones. Mis palabras no son más que un punto de partida, en cuyo examen sobresale ahora un segundo ejemplo: sucedió en el mes de agosto del mismo año 1936. Recuérdese que el Indio Naborí tenía solo 13 años y sus estudios escolares completos apenas sobrepasaban el sexto grado. Por eso defiendo el criterio de que la primera parte de su formación cultural ocurre cuando él se movía entre los 10 y los 13 años.
En aquella época tuvo la suerte de contar con la sabiduría de un maestro voluntario llamado Rodolfo Díaz Moya. Fue ese maestro la persona que puso en sus manos los conocimientos y los secretos del idioma. Gracias a Rodolfo, el Indio Naborí descubrió que poseía otros tres dones: la autodisciplina, el hábito de la lectura y una capacidad de superación cultural que nunca terminaría. Entonces pasó de un proceso empírico a un proceso de autodidactismo que rozaba con la genialidad, lo que explica su dominio del idioma a los 13 años. ¡Sin escuela, sin influencias directas y sin el menor asomo cultural a su alrededor!
El primer ejemplo tuvo lugar de noche y a cielo abierto. No así el segundo, que ocurrió de día y en un teatro de Guanabacoa, municipio de la otrora periferia rústica de La Habana. En ese lugar se daría un espectáculo de poesía oral protagonizado por dos reconocidos poetas de la época. Dicho en cubano: aquel teatro, repleto de público, sería testigo de una gran controversia en verso improvisado. ¿Qué pasó? Pues nada, uno de los poetas no llegó al encuentro y los organizadores decidieron suspender el concierto (así se les llamaba a esos eventos en la década del 30 del siglo XX).
Ante la inesperada fatalidad, algunos de los presentes comenzaron a pedir que subiera al escenario el mismo adolescente que meses antes le había cantado a Cheo Candela. Los aplausos y el entusiasmo exacerbado hicieron que por fin el tímido muchacho se abriera paso entre los asistentes y llegara al escenario, a su primer escenario, sin saber que allí lo esperaba una décima que lo humillaría profundamente. El reconocido poeta, en sus bien construidos diez versos, proclamó que él no podía cantar con un niño que tuviera esa facha de campesino pobretón. Pero he aquí la respuesta que recibió:
Viste tú ceda y encaje,
y dril cien, y casimir,
que a mí me gusta vestir
la etiqueta del lenguaje.
De mi calzado y mi traje
te burlas, porque no has visto
que más pobre murió Cristo
con un clavo en cada palma.
¿Acaso me viste el alma
para saber cómo visto?
Vuelvo a preguntar: ¿estamos o no ante el prodigio de la poesía?, ¿estamos o no ante un ejemplo acabadísimo de lírica popular? Por supuesto que sí. Decir otra cosa es perder el rumbo y no ser justos con la plenitud espiritual que distingue y singulariza a nuestros pueblos. Si releemos esa décima, encontraremos, además, dinamismo expresivo, reiteración, ritmo, síntesis, encabalgamiento e igual dominio del idioma. Todo ello presente en una espinela de conciencia social improvisada al ruedo, como si poesía y comunicación fueran la misma cosa.
En esos primeros años de formación cultural, es recurrente el nombre de Rodolfo Díaz Moya. Era él quien le prestaba y regalaba los libros; era él quien le insistía en la lectura; solo él veía al gran poeta que el Indio Naborí llevaba por dentro; poeta que en ocasiones, provocando el asombro de los presentes, dejaba ver de forma tímida, siempre con el más auténtico estilo campesino y con los signos de humanismo, modestia y humildad que lo distinguieron toda la vida.
Los libros comenzaron a multiplicarse: Gramática Española, Literatura Preceptiva, Retórica y Poética; textos de Regino E. Boti, Regino Pedroso, y así sucesivamente hasta adentrarse y estudiar a fondo la obra de tres poetas: José Martí, Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, “El Cucalambé”, y Federico García Lorca.
Pienso que aquel maestro voluntario (junto a otros libreros que el Indio Naborí iba conociendo en su casi desesperada necesidad de superación) fue una suerte de mecenas cultural y espiritual. Por la vía del buen Rodolfo llegaron además Quevedo, Lope, Góngora y Fray Luis de León. Todavía hoy me cuesta trabajo imaginar a un guajirito de padres analfabetos, techo de guano y piso de tierra leyendo debajo de una ceiba a esos cuatro gigantes.
A manera de resumen, fijemos de inmediato los dos períodos que encierran el proceso de formación cultural que paulatinamente se fue dando en este atípico poeta: de 1932 a 1936 (entre los 10 y los 13 años), y de 1936 a 1939 (entre los 14 y los 17 años).
No quiero terminar estas ideas introductorias sin dejar constancia del amor que el Indio Naborí le tenía a su maestro. Su poderoso eco lírico iluminó el cielo de San Miguel cuando improvisó esta décima:
Aquí estoy, en los felices
días que luego han venido,
como el árbol que ha crecido
aferrado a sus raíces.
Me arrullan las codornices
suaves de la evocación,
repitiendo la lección
de Rodolfo Díaz Moya,
que quiso hacer una joya
de un pedazo de carbón.
Expuestos ya algunos antecedentes, no es palabra hueca o reiterativa decir que la décima, vista primero en su variante oral, fue el punto de partida del Indio Naborí en la poesía. Con un detalle singular que merece un sitio de honor: en sus décimas improvisadas o relacionadas con la tradición oral se observa la misma calidad que en sus décimas escritas.
Pues bien, ya estamos en presencia de un poeta joven, y no de un joven poeta (valga la aclaración, porque no es igual), conocedor de la poesía lo mismo por dentro que por fuera. La intensidad y variedad de sus estudios sobre expresión poética, la constante lectura de poetas cubanos e hispanoamericanos, así como el domino de la técnica, lo hicieron saltar de la poesía oral, que había recibido por tradición, a la poesía escrita. Sepan los más jóvenes que el Indio Naborí, en el año 1939, con solo 17 años, ya escribía sonetos, romances, quintillas, quintillas dobles, octavas reales, liras, estancias… No conforme con el canto tradicional campesino, se empeñó en el remozamiento de la décima, sin darse cuenta de que ya la venía remozando desde hacía algunos años.
“En sus décimas improvisadas o relacionadas con la tradición oral se observa la misma calidad que en sus décimas escritas”.
En ese legítimo empeño, fundió las influencias y enseñanzas de Martí con el injerto Lorca-Cucalambé. Bajo ese prisma, enriquecedor desde cualquier punto de vista, escribe sus décimas Estampas campesinas (1939-1940). Cabalgo sobre sus propias palabras y concuerdo plenamente con esta verdad incuestionable: desde el punto de vita poético, él hizo con la imaginación guajira lo que García Lorca había hecho con la imaginación gitana y andaluza; y en vez del romance, utilizó la estrofa de Espinel, vaciando en ella el vino nuevo de la poesía de vanguardia.
¡Ay! ¿Quién le abrió tan de prisa
la tranquera de otro mundo?
¡En qué pozo tan profundo
se le cayó la sonrisa!
¿Qué mocha oculta en la brisa
cortó de su voz el vuelo?
Mire, compay, el pañuelo
me pesa de tan mojado…
¡Cómo me ha desalojado
la guardia rural del cielo!
(Fragmento de “Desalojo íntimo”, 1939)
Esas Estampas campesinas (fusión poética de lo popular y lo culto), por razones económicas, no pudieron ser publicadas hasta 1946. Ven la luz con un título sumamente cubano: Guardarraya sonora. Obsérvese el lenguaje, la construcción de los versos, el orden de las palabras, la marcada tropología campesina y la exquisita puntuación que utiliza. Ese fue el primer libro que publicó el Indio Naborí. Teniendo ahora entre las manos esa joya patrimonial cubana, necesito preguntarme: ¿acaso no es conmovedor saber que con su primer libro de versos este poeta joven ya estaba renovando la más antigua tradición lírica de Cuba?
Según mi parecer, además de las razones económicas, existió una realidad de otra índole que de igual manera contribuyó a que las Estampas campesinas fueran publicadas en 1946. Me refiero al proceso de maduración literaria del Indio Naborí, que, como ya hemos dicho, se inicia en 1939. En el transcurso de esos siete años, el poeta escribe, reescribe, pule, edita y va completando los perfiles de una expresión propia. Por eso, más que una ópera prima, Guardarraya sonora fue la revelación de un singular mundo poético.
El primer poema de ese libro es el conocido “Canto a la décima criolla”, escrito en 1940:
Viajera peninsular,
¡cómo te has aplatanado!
¿Qué sinsonte enamorado
te dio cita en el palmar?
Dejaste viña y pomar
soñando caña y café
y tu alma española fue
canción de arado y guataca,
cuando al vaivén de una hamaca
te diste al Cucalambé.
Otros poemas de Guardarraya sonora son: “Corridas de cintas en el mar”, “La palma”, y una maravillosa colección de retratos poéticos que él llamó “Canción de lo no cantado”. ¿Qué era lo no cantado? Gallos, camaleones, majás, lechuzas, cerdos, grillos, chivos, arañas, jutías, jicoteas, vacas… Es decir, la fauna de los campos cubanos. Abordó los temas con una perspectiva visionaria que tenía en la cualidad irreal su mejor aliado. Además de renovadoras para su época, aquellas décimas tuvieron de igual forma un carácter rupturista: guajirita lastimosa con hambre de mundo nuevo. Léase, por ejemplo, “Elegía del buey”, también de 1940:
Tus cuernos son como espadas
viejas, sin relampagueo,
en el viviente museo
de tus sienes abrumadas.
La idiotez de tus miradas
dice tristeza y hastío,
y todo tú, por sombrío,
por lento, callado y manso,
te pareces al remanso
—agua castrada del río—.
Aunque el texto se explica por sí solo, deseo resaltar un único detalle: la imagen, que primero pasa por el eufemismo y después propone, sin decirlo a las claras, una impresión de cansancio extremo: tus cuernos son como espadas/ viejas, sin relampagueo,/ en el viviente museo/ de tus sienes abrumadas.
Existe un detalle que no debo pasar por alto: lo cubano, digamos que lo más auténticamente cubano, en el caso del Indio Naborí no está en las palabras o temas que va desarrollando en cada uno de los poemas. ¡No! En su caso particular lo más auténticamente cubano está en la vivencia, en el sentido inmaterial que exhibe su leal pertenencia a Cuba. El Indio Naborí no canta por cantar, no escribe por escribir. Todo lo contrario. Sus versos, desde el primero hasta el último, siempre fueron emoción recordada, emoción compartida, algo que estallaba en su voz a partir de una experiencia vivida y vívida.
Si somos buenos observadores, nos daremos cuenta de que hasta su propio seudónimo tiene que ver con la lírica popular cubana. ¿Es o no es una metáfora de suprema esencia nacional? En fin, estamos hablando de un joven que entre los años 1939 y 1949, por la calidad y seriedad de su poesía oral, se había convertido en el poeta-repentista más popular de Cuba, al extremo de que su tonada era conocida como “tonada Naborí”. Sobre este particular no hay nada más acertado que citar palabras del propio poeta:
La tonada que comenzó a identificarme como trovador no me había venido de la tradición campesina, había sido creada por mí anteriormente. Me surgió como del alma, tal vez de la emoción de mi primer triunfo radial. A su popularización contribuyó el hecho de que famosos músicos y compositores la llevaran al son y al danzón; entre ellos Antonio María Romeu, con su danzón “Naborí”, y Arsenio Rodríguez con su “Oye mi son, Naborí”. Todo esto ocurría en la década de 1940.
Como era muy alta su capacidad de convocatoria, cada presentación pública suya era al mismo tiempo un acto masivo. Muchas son las anécdotas que al respecto se conservan en la memoria popular. Pero lo que más llama mi atención no son precisamente las anécdotas, sino cómo todavía, en pleno siglo XXI, la gente recuerda décimas improvisadas por el Indio Naborí en esa época; cuyos contenidos abordan, desde lo complejo, grandes temas humanos.
Dejándome llevar por el aura de esa memoria popular, traigo al ruedo otro ejemplo: sucedió en 1946. Un reconocido poeta repentista del momento arremete contra el Indio Naborí y termina su espinela con los siguientes versos: Tú no eres más que mi sombra/, y mi sombra va detrás.
Veamos la respuesta:
¿Y mi sombra va detrás?
¿A qué sombra te refieres?
Tú eres una sombra y eres
una sombra nada más.
Siempre una sombra serás
que nadie siente ni nombra;
y si acaso no te asombra
lo que digo, que te asombre:
tú eres la sombra de un hombre,
yo soy un hombre sin sombra.
Obsérvese la exquisita utilización de la palabra sombra y el lugar donde esa palabra es ubicada en la línea octosílaba, así como la fuerza e importancia de la letra m dentro de toda la estrofa. Eso se llama maestría y dominio del verso, una verdad que alcanza brillos mayores cuando sabemos que estamos en presencia de una décima improvisada.
Los interesados en la vida y obra del Indio Naborí, e incluso aquellos que no estén interesados del todo, pero que amen y respeten la verdadera historia de la literatura cubana, deben tener presente, más allá de gustos o preferencias, la relevancia que tuvo para nuestra cultura el proceso renovador que este poeta le otorgó a la décima al liberarla del criollismo, despojarla de populismo y vestirla de popular desde lo culto.
El Indio Naborí no solo renovó la décima cubana. Con sus estampas, y lo que vino después, el Indio Naborí estaba renovando también la décima hispanoamericana:
En una Y griega del monte
y una piedra del camino
anda la muerte de un trino
registrando el horizonte.
Canta feliz un sinsonte
ante el verde atril del llano;
quédase un flechero enano
distraído en sus endechas
dulces… ¡y hay un tiraflechas
cayéndose de una mano!
(Fragmento de “A través de un olor”, 1940)
Llamo la atención sobre un aspecto: en cada décima que aparece recogida en las estampas(1946 y 1948) se aprecia una singular manera de interpretar los sonidos del horizonte cubano. El poeta, para lograr ese efecto, no acude a vocales, frases o versos alusivos; tampoco utiliza la onomatopeya. Los sonidos en él son parte del silencio que envolvía la naturaleza de Cuba en esos años. Entonces, el buen lector de poesía, escucha una suerte de zumbido interior que palpita dentro del poema y que luego hace realidad el dominio simbólico de la ausencia: ¡y hay un tiraflechas/ cayéndose de una mano!
Esa impresión de soledad, que también es una impresión de tristeza, tiene un aderezo que le viene por la vía de la propia décima: su ritmo o música interior. Aquí el ritmo se presenta sereno y con deje melancólico; abierto a sonidos que, aunque en un primer plano formen parte del entorno, no son otra cosa que los sonidos del alma: Compay, ¡qué triste está el río, cómo solloza la palma! Este paisaje campestre, digamos que cubanísimo, es la expresión que el poeta utiliza para dejar sobre nosotros lo que más le interesa: el paisaje cósmico, algo que igualmente trae consigo un interés psicológico renovado.
A veces resulta tan predominante el efecto del sonido intrínseco que la palabra como tal pasa a un segundo plano, quedando en los lectores una sensación de ternura-identificación que por momentos se hace inexplicable: ¿Qué mocha oculta en la brisa/ cortó de su voz el vuelo? Esa relación palabra-sonido-silencio es lo que hace crecer la perdurabilidad de las estampas, al punto de convertirlas en referenciales dentro de toda la obra poética del Indio Naborí. Ahora bien, ¿por qué referenciales? Porque en ellas quedó registrada la fisionomía estilística que marcó al poeta para toda la vida.
Acabo de mencionar la frase “fisionomía estilística”, lo que me lleva a detenerme en un aspecto que se emparenta con los sonidos que el lector puede escuchar dentro de un poema del Indio Naborí. Me refiero al carácter acentuadamente subjetivo de una gran parte de su poesía, que en él se presenta como un ingrediente orgánico, libre de criterios morfológicos o de la propia sintaxis: donde en caballo de millo cabalgaba la ilusión.
La palabra como tal (expresión objetiva) queda a merced del contenido psíquico del poeta y se pone al servicio de provocar una determinada impresión en el receptor. Es ahí donde entra a jugar su rol el carácter acentuadamente subjetivo al que hice referencia, que en el caso concreto del Indio Naborí no es otra cosa que emoción compartida: Mire, compay, el pañuelo/ me pesa de tan mojado.
Sirva citar ahora al maestro Virgilio López Lemus:
Con Orta Ruiz apareció el poeta que propició la conjunción de lo “culto” y lo “popular”, el necesario “puente” que viniera a dejar muy claro que la tradición de la décima cubana es una sola manifestada por diversas vías, calidades e incluso soportes expresivos.
“Se levantaba en las letras cubanas como uno de sus más notables cultores”.
Llega el año 1952 y un triste episodio estremece la vida del Indio Naborí: la muerte de su padre. Ese hecho cerró un ciclo y le dio paso a uno bien diferente. El poeta se estremeció como nunca antes y asumió una sagrada obligación de palabra con el viejo analfabeto que lo había visto nacer 30 años antes. El Indio Naborí escribe entonces su célebre poema “A mi padre”. Como era de esperar, porque tratándose de Payo no podía ser de otra forma, el poema fue escrito en décimas:
Tu emoción analfabeta
era un poema frustrado.
Estaba crucificado
en la palabra el Poeta.
Y yo supe tu secreta
pena de ave sin volar,
siempre que para cantar
te era esquiva la palabra
como una jíbara cabra,
como un anillo en el mar.
Cuando uno termina de leer este poema se da cuenta de que ya estamos frente a un poeta de altos quilates; un poeta que seguía renovando la décima y que ahora, utilizando la elegía, se levantaba en las letras cubanas como uno de sus más notables cultores.
La evocación serena del amado padre adquiere aquí una emoción fuera de lo normal. Los recursos expresivos, dignos de la más elaborada expresión poética, tocan el corazón de cualquier hombre, tenga el nivel cultural que tenga. ¿Por qué? Trataré de explicarlo: aquí las trazas de lo subjetivo, por momentos con matices ontológicos, no llevan una vestidura sentimentalista o abruptamente conclusiva. Por eso el abismo no parece abismo. Tras la lectura íntegra del poema solo queda en nuestra mente una suerte de sospecha futura que lleva consigo un perenne hilo emotivo capaz de repetirse en otros corazones. ¿Cuál es el resultado final? Pues que estremece, modifica percepciones y termina siendo nuestra el alma del autor.
Hace ya bastantes años, siendo yo todavía muy joven, le escuché decir a Cintio Vitier: “Solo sabemos qué es la poesía cuando la tenemos delante”. Cuánta verdad había en sus palabras, cuánto rigor de pensamiento, palpable con singular nitidez en el poema “A mi padre”, obra con la que el Indio Naborí le entra a la década del 50, y que antecede a su libro Estampas y elegías, de 1955.
Otro durísimo golpe estremece al poeta: la muerte de su hijo, ocurrida en 1954 por un disparate de la naturaleza. Primero Estampas y elegías, y dos años después, Boda profunda, un cuaderno dedicado a su esposa. Tanto en uno como en otro el Indio Naborí llora la partida de su primogénito y ofrece una impresionante lección de vida, lo que, al mismo tiempo, termina siendo una clase magistral de poesía, salida de la emoción y el desgarramiento.
“El poema ‘La fuga del ángel’, escrito en décimas, constituye un aporte sustancial a la literatura cubana”.
Con las Elegías a Noel el Indio Naborí le dio un nuevo brío a la gran producción elegíaca de nuestro país. El poema “La fuga del ángel”, escrito en décimas, constituye un aporte sustancial a la literatura cubana, pudiendo figurar con orgullo en una antología que agrupe la mejor poesía de nuestro continente.
Eres, pues, un niño abstracto
y vienes cuando te invoco,
vida intocable que toco
en una ilusión del tacto.
Te veo vivo y exacto
andando a mi alrededor,
y escucho tu voz, rumor
como de ala que se aleja:
¡qué zumbido sin abeja!
¡qué trino sin ruiseñor!
(Fragmento de “La fuga del ángel”, 1955)
Aquí ocurre lo mismo que en “A mi padre”: el abismo no es abismo. Una cualidad de horizonte, armonizada desde el primer momento por la visión del autor, evita que la tristeza se adueñe totalmente de la obra. Otro elemento que influye en nosotros es la excelencia lingüística. Cada línea de verso octosílabo llega como del sueño para disminuir la amarga emoción que inspiró cada una de las estrofas.
Pero, ¿por qué “La fuga del ángel” fue escrito en décimas? La respuesta yo la encuentro en lo siguiente: de una parte tiene que ver con la historia más íntima del Indio Naborí (su esposa, su hijo y el ambiente de poesía oral-rimada que los envolvía a los tres en ese momento). Tiene que ver con que la décima estaba en manos de su renovador. Y de otra parte, el deje melancólico de la propia estrofa, algo que no a todos los poetas se les hace dable de la misma manera. Por eso algunos solo la emplean (como palabra escrita) en temas humorísticos, burlescos, campesinos, paisajistas, familiares, laudatorios, amorosos, circunstanciales o históricos (como cronistas).
Uno de los aportes del Indio Naborí a la lírica popular cubana está precisamente en haber utilizado la décima escrita y cantada para plantearse a sí mismo los misterios de la condición humana; y si continúo bajando hasta tocar el fondo, puedo afirmar entonces que él, por motivos que le vienen incluso desde la infancia, encontró en la décima una vasija de hondo calado donde depositar todas sus tristezas. Estúdiese su obra poética recogida en décimas para entender con mayor claridad lo que estoy diciendo.
“Encontró en la décima una vasija de hondo calado donde depositar todas sus tristezas”.
Detengámonos un poco más en la importancia del libro Estampas y elegías. Lo primero que salta a la vista es que está dividido en dos partes. En la primera, reedita sus estampas de 1946-1948 (él estaba consciente de la importancia que tenían) y reúne además una selección de textos inéditos o publicados de forma independiente en periódicos, revistas y plegables, como era el caso de “A mi padre”. Varios son los poemas inéditos: “Vida y muerte”, “Invernal” y “Guajirito”, escrito en 1953:
Sus ojos ebrios de llano
se achican de sol y viento
bajo el amparo mugriento
de un sombrerito de guano.
Le impone un sol de verano
toda su inclemencia clara
cuando en sus pies, en su cara,
en su ropa, dondequiera,
hay tierra, como si fuera
un surco que caminara.
De ahí que las elegías a Noel sean el cuerpo íntegro de la segunda parte. Pero, ¿y por qué digo lo anterior? Únicamente para fijar a Estampas y elegías como un libro sobresaliente, donde el Indio Naborí, ya de forma orgánica, demuestra una completa maduración literaria y concluye, para suerte y gloria de la cultura cubana, el proceso renovador que le venía otorgando a la décima desde 1939.
Con el libro Estampas y elegías el Indio Naborí se instala definitivamente en las letras cubanas. Sus dos publicaciones anteriores, de tiradas más que humildes, fueron llevando al poeta por un camino ascendente que alcanzaría su mayor esplendor en 1955. El mérito literario que se le otorga al Indio Naborí como renovador de la décima cubana e hispanoamericana, a partir de un prisma histórico que debe situarse siempre entre 1939 y 1955, tiene entonces cinco momentos a destacar:
– 1939: El Indio Naborí se da a conocer como poeta-repentista y marca un antes y un después en la historia de la poesía oral cubana. Pasa a ser un eje referencial, un modelo a seguir, un patrón de cambio y una brújula renovadora. Yo me atrevo a decir que después del Indio Naborí todos los poetas populares cubanos fueron mejores.
– 1946: Publicación de su libro Guardarraya sonora.
– 1948: Publicación de su libro Bandurria y violín.
– 1955: Publicación de su libro Estampas y elegías (regístrese aquí, de forma reunida, el momento cumbre de la décima cubana e hispanoamericana, y uno de los momentos más lúcidos de la tradición elegíaca de mi país).
La vida continuaba y el poeta debía seguir viviendo. Eran muchos los motivos que tenía para hacerlo. Pero no quiero detenerme en aspectos que desvíen la esencia de este análisis. Sería verdaderamente una proeza abarcar todos los detalles que pueblan la intensa vida de este hombre. Esa tarea la dejo a sus biógrafos y a las personas interesadas en desarrollar las partes del todo significativo que él encierra.
Si de 1955 se trata, y este sería el quinto momento a destacar, es necesario detenerse en otro hecho de suma relevancia para la lírica popular y, de manera general, para la cultura popular cubana. El hecho como tal tuvo dos partes. Una primera se dio en el teatro Casino Español, de San Antonio de los Baños (15 de junio de 1955), y la segunda sucedió en el estadio Campo Armada, de San Miguel del Padrón (28 de agosto del mismo año). Lo que allí aconteció es hoy conocido con la siguiente denominación: Décimas para la historia o la controversia del siglo en verso improvisado.
El Indio Naborí y Ángel Valiente (otro inmenso poeta-repentista) protagonizaron en esos dos sitios el mejor y mayor espectáculo de poesía oral que se recuerde en la historia de la lengua española. Quien lea las décimas que allí se cantaron estará asistiendo a un verdadero acontecimiento de la oralidad. Véanse los temas: el campesino, el amor, la muerte, la libertad y la esperanza.
Confieso que yo, cuando vuelvo a esas décimas, redoblo mi asombro y me siento sumamente orgulloso de que ese gran evento poético se haya dado en Cuba. No creo necesario detenerme en la calidad literaria de las décimas, pero sí debo hacer una pausa en la importancia que para la cultura nacional tuvo ese acontecimiento poético, así como también en la importancia que, en este momento, tiene para la literatura cubana el libro donde se recogen los versos allí cantados.
Desde hace mucho tiempo decir poesía es sinónimo de escritura, y decir literatura es pensar de inmediato en aquello que está escrito. Ahora bien, ¿siempre fue así? Se sabe que no, pues cuando viajamos al origen mismo de la poesía o de la literatura universal, encontramos que la expresión oral (dígase “lo oral”, para estar en sintonía con los teóricos más exigentes) es un signo predominante. Con el tiempo ese origen se fue olvidando, y solo un hecho como el que protagonizaron el Indio Naborí y Ángel Valiente nos hace reflexionar, cambiar las reglas del juego y finalmente decir: desde lo oral también se hace poesía, desde lo oral también se hace literatura.
Aquel encuentro poético no fue otra cosa que un elevado homenaje a los orígenes de la poesía; un momento cumbre en el desarrollo de la oralidad que América Latina había heredado de España, y que en Cuba, todavía hoy, para suerte y gala de nuestra cultura, es un símbolo de identidad nacional. Sirva como ejemplo una décima que el Indio Naborí improvisó en esa inolvidable lid poética:
Amor es el Todo: es
el cuerpo eterno de un dios
que quiso partirse en dos
para juntarse después.
Donde una pareja ves
fundiendo sus voluntades,
no veas dos unidades
juntas por afinidad,
sino una misma unidad
uniendo sus dos mitades.
¿Son o no son décimas para la historia?, ¿son o no son un orgullo para la cultura nacional?, ¿son o no son un punto máximo en la historia de la lírica popular latinoamericana? Hay cosas en la vida que caen por su propio peso y ocupan al final el lugar que verdaderamente se merecen, aunque, en un momento determinado, no sean del todo atractivas para algún grupito elitista que siempre tratará de obviarlas o minimizarlas, obviando y minimizando también todo aquello que esté fundido por esencia a la memoria popular.
“Desde lo oral también se hace poesía, desde lo oral también se hace literatura”.
Desde mi punto de vista, la poesía que él escribe y canta durante este período comienza a tener un sello de indudable importancia: los temas, casi todos de profunda evocación intimista. Hablo de los temas y del tratamiento poético que el autor brinda a esos mismos temas: Tu emoción analfabeta/ era un poema frustrado./ Estaba crucificado/ en la palabra el Poeta.
Más allá de una representación óptica-literal, el Indio Naborí de los años 1950-1958 suma a su poesía una impresionante perspectiva emocional que, a través de los símbolos, materializa lo abstracto: Y escucho tu voz, rumor/ como de ala que se aleja:/ ¡qué zumbido sin abeja!/ ¡qué trino sin ruiseñor! ¿Acaso no estamos en presencia de abstracciones personificadas?
La trascendencia posterior de estos poemas está dada precisamente por el eco múltiple de la perspectiva emocional, nunca abordada desde enfoques poéticos sensibleros o efectistas. Todo lo contario. Aquí los versos fluyen de manera natural y dinámica, dejando en el aire una resonancia espiritual que al mismo tiempo no deja de ser enfática, porque enfático es también el corazón de los seres humanos: Eres, pues, un niño abstracto/ y vienes cuando te invoco,/ vida intocable que toco/ en una ilusión del tacto.
Insisto de igual forma en la importancia del lenguaje. Es ahí donde puede estar la incomprensión de un determinado poema. ¿Ocurre lo anterior con el Indio Naborí de los años 1950-1958? No, no ocurre en ningún momento. Léase entonces, como parte de su importancia en la lírica popular cubana, este otro hallazgo: su poesía primero se siente y después se comprende, quedando más que clara una maravillosa combinación verbal que puede resumirse así: sentir, emocionar y comprender. Todo ello a partir de conjugar temas, lenguaje, ritmo interior, materialización de lo abstracto, tonos, formas estróficas, perspectiva emocional y abstracciones personificadas. Una verdad que se sublima todavía más cuando es analizada a partir de la décima, porque estas virtudes pueden palparse tanto en lo oral como en lo escrito.
“Su poesía primero se siente y después se comprende”.
¿Estamos o no en presencia de un poeta atípico? Pues bien, doy ahora un salto cualitativo y me detengo en 1982. Un año importante por dos motivos esenciales: el poeta llega a los 60 y ocurre otro acontecimiento de suma importancia para la historia de la poesía oral hispanoamericana. Era conocido que, por varias razones (incluidas razones de enfermedad), el Indio Naborí ya no improvisaba en público. Poco a poco había dejado de practicar ese arte maravilloso y estaba dedicado a funciones más directamente relacionadas con la palabra escrita. Aunque también era cierto que, de vez en cuando, invitado por algún amigo cercano, improvisaba décimas en casas o recintos aislados.
Sus 60 años fueron celebrados en todo el país. La gran mayoría de las instituciones culturales cubanas deseaban homenajearlo. Pero que San Miguel del Padrón le rindiera honores a través de su Asamblea Municipal tenía para él una importancia conmovedora. El acto como tal se llevó a cabo en el cine Continental de esa localidad habanera. Los organizadores, repletos de entusiasmo, le habían solicitado al poeta que volviera al escenario y cantara en público. ¡Vaya noticia! El poeta aceptó. Esa noche de septiembre el mismo juglar de los años 40 y 50 sostendría una controversia con un grande del verso improvisado: Pablo León.
Lo que allí sucedió es casi incontable. Calles cerradas, policías controlando el acceso, barreras de contención, cientos de personas en el interior del cine y cientos afuera, audio previsto para los dos espacios, gritos, salutaciones del más variado espectro. En fin, un acontecimiento, un verdadero acontecimiento poético de carácter nacional, pues habían llegado admiradores de todo el país. Nadie quería perderse al Indio Naborí. “¡El hombre va a cantar! ¡Va a cantar!” La noticia pasó de boca en boca, de provincia en provincia, de pueblo en pueblo. Nadie me lo contó. Yo estuve allí.
Cuando el Indio Naborí subió al escenario el cine entero estalló en aplausos. La sostenida ovación dejó mudo al poeta durante varios minutos. Sentía una emoción que no esperó sentir. Parecía que el tiempo no había pasado y que él estaba nuevamente en el estadio Campo Armada. Suspiró profundo, aguantó las lágrimas y se acercó al micrófono:
Hermanos, yo quisiera que ustedes tuvieran en cuenta que yo hace más de 20 años que de un modo sistemático no canto, y que también tengo ciertas limitaciones de salud. Sin embargo, el deseo de ustedes es que yo cante, y si canto por última vez, que sea esta noche. Así que voy a cantar con mucho gusto.
Todavía hoy no se ha estudiado a fondo la importancia que tuvo aquel encuentro poético. Una vez más el Indio Naborí protagonizaba un hito en la historia de la oralidad hispanoamericana. Pero afirmar lo anterior me parece un poco rimbombante. Yo prefiero quedarme con la jerarquía que tuvo ese acontecimiento para la historia de la lírica popular cubana. ¿Por qué entonces no rescatarlo?, ¿por qué no publicar un libro que recoja las décimas que allí se cantaron?
Aunque no deseo realizar un análisis teórico de las décimas, puedo asegurar que en el cine Continental se labraron maravillas de imágenes y metáforas. Allí se dio la tercera parte de la controversia del siglo en verso improvisado. El Indio Naborí, en su último escenario como poeta repentista, demostraba, una vez más, que entre su alter ego de juglar y su alter ego de letras no existía ninguna contradicción, porque ambos eran complementarios.
Cito una décima improvisada por el Indio Naborí en el cine Continental:
El progreso me ha borrado
la cañada y la arboleda
pero en mi recuerdo queda
todo como dibujado.
Se ha convertido en poblado
lo que en mi niñez fue monte;
se transforma el horizonte
hay columna en vez de palma,
pero aquí, dentro del alma,
traigo el último sinsonte.
La huella renovadora de este admiradísimo hombre, distinguido en 1995 con el Premio Nacional de Literatura, fue un faro orientador para generaciones de poetas que vinieron después, y ese después llega hasta nuestros días. Hoy, que estamos celebrando en toda Cuba el primer centenario de su natalicio, existe una verdad que de inmediato me lleva a preguntarme: ¿sigue o no sigue revoloteando entre nosotros el alma octosilábica del Indio Naborí?