Las generaciones —me refiero a las literarias— según Ortega y Gasset, Dilthey y Petersten existen. Julius Petersen establecía ciertos elementos comunes que las caracterizaban, a saber: herencia cultural; coincidencia en fechas de nacimiento —Ortega y Gasset enunció una parcela de 15 años—; factores educativos compartidos; comunidad de intereses; experiencias de grupo; uso de lenguaje común. En todo ello parece latir el zeitgeist hegeliano, o lo que es igual, una manera de sentir y de asumir el mundo. Una suerte de lebenswelt.
“Las generaciones —me refiero a las literarias— según Ortega y Gasset, Dilthey y Petersten existen”.
Por ello recibir de Mariam Zaldívar, joven amiga de 21 años, estudiante de último año de Filología Hispánica de la Universidad Central Martha Abreu de Santa Clara, que meses antes hubo de asistir al curso de Técnicas Narrativas de la Escuela Nacional de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, la sección de un cuento urdido e iniciado por ella —deliberadamente por ella abandonado trunco—, recibirlo con la invitación a que lo asumiera, prosiguiera y concluyera yo —que de Mariam Zaldívar me separa la friolera de 40 años— pues parecía un reto. Un reto y una suerte de ordalía lúdica. Al decir de Ortega y Gasset entre Mariam y quien esta introducción urde aúllan cuatro generaciones. ¿Serías capaz?, preguntó ella.
No conozco de cuentos escritos así, iniciados por uno, asumidos y terminados por otro. Indudablemente los habrá. En 1990, Ricardo Arrieta y Ronaldo Menéndez publicaron un libro de cuentos —libro que en el contexto cubano de la época hizo historia— escrito por ambos, a cuatro manos: Alguien se va lamiendo todo. El inolvidable Guillermo Vidal y su entrañable amiga, María Liliana Celorrio, coescribieron una novela, Las hijas de Sade. Mariam proponía un cuento. Solo eso. Un cuento corto, por demás. Quedaba asumir el reto. Aceptar el modus operandi seguido por la jovencísima Mariam, aprehenderlo —en estilo, ambiente y temática— y sobre ese entramado —en aras de hacer imperceptible el punto de ruptura en el texto, ese punto en que el texto fluye desde un autor a otro— desarrollar lo esbozado en la historia, pergeñar un clímax y definir un final.
Mariam Zaldívar tendría la prerrogativa, desde luego, de aceptar, modificar o rechazar el curso definitivo del cuento, el final, enmendar mi “estilo”. Era mi obligación respetar absolutamente el modus operandi de mi joven colega. No contaminar el cuento con mis zonas de confort. No influirla. Ser yo, en resumen, el influido.
Conocí a Mariam Zaldívar en marzo del 2019, en Ciego de Ávila. Hablamos brevemente. Poco después el poeta avileño —hoy tristemente fallecido— Arlén Regueiro me habló de la chica. “Quiere ser escritora”, me confesó. “Acá la creemos genial. Tiene madera. Nadie se decide a ser su preceptor. Tiene sus peligros”. Todo eso me dijo. Y me miró. Se detuvo un instante, muy serio, antes de agregar: “creo que podrías ser su preceptor, creo lo harías limpiamente”. Eso me dijo Arlén Regueiro en Ciego de Ávila en marzo del 2019. Ese fue el prólogo de esta historia. De todas las historias: esa suerte de trinidad conformada por el cuento en cuestión, la aventura literaria y la amistad. Un prólogo in media res.
Mariam propuso ajustes. Con algunos no estuve de acuerdo, lo confieso. Los acepté todos, no obstante. Al final ella se negaba a publicar el texto. Insistí. Costó accediera. Fue ella quien propuso, emocionada, dedicáramos el cuento a Arlén Regueiro.
Vaya a saberse si es un buen cuento. Dos generaciones pasan por encima de las férreas y veleidosas vallas del tiempo para aunarse en una breve historia. Para homenajear a un poeta. A un amigo desaparecido. Eso ya es bastante. Es suficiente. Es, además, sacro. Acá está el cuento.
Alegoría de la Muerte
Antúñez no quiere morir esta noche
Mariam Zaldívar / Rafael de Águila
Arlén Regueiro in memoriam
Antúñez ha recogido su plato con un par de cubiertos dentro, lo ha puesto en el fregadero, ha hecho todo eso sin cuidado, dejando caer los pies como troncos de árboles recién cortados sobre las losas. Antúñez definitivamente morirá esta noche.
Después de comer la esposa lo ha visto en el portal, con un puro entre los dedos, pero no ha fumado, ni siquiera un poco, no ha acercado el puro a los labios, tampoco tiene cómo prenderle fuego. Eso piensa, lo piensa muy bajo, lo piensa como en susurro aunque los pensamientos no pueden oírse. Antúñez se empeña en que nadie lo descubra, nadie, y se guarda ahora el puro en un bolsillo del pantalón. Los hombres, los de verdad, lo guardan en el bolsillo de la camisa, pero los hombres de verdad, es preciso decirlo, no tienen nada que hacer cuando la muerte les toca la puerta, se entregan mansos, mandan a llamar a sus seres queridos, a la esposa, a los hijos, a los buenos amigos, y se despiden de ellos. A cada uno se le dice algo, tal vez un consejo, los hombres de verdad cuando sienten la muerte cerca la aceptan y mueren con dignidad. Pero Antúñez, el marido de Isabel, el de la barba inmensa, el bodeguero, el borracho, el hijoeputa de Antúñez no quiere morir, no esta noche.
Antúñez sabe que la muerte analiza a sus víctimas, que las vigila mucho tiempo antes de aparecer, les deja señales, en los caminos, en las nubes, en los pájaros, la muerte no sabe caminar sin dejar rastro. Eso es imposible. La muerte había pasado por el gallinero esa mañana, se había llevado como anuncio dos gallinas ponedoras, transitó por los corrales y se llevó el corderito blanco que aún no tenía tarros, la muerte también se llevó a la madre del cordero. Antúñez sabía lo próximo, que sería inútil tratar de escapársele a la muerte, pero quería intentarlo.
A la hora de morir a nadie le importa si eres hombre de verdad o de mentira, después del funeral tu nombre solo llegará en alguna conversación, cuando algo recuerde a la persona que fuiste, algo lleve a pensar en tus manías, quizá entonces te piensen con nostalgia, luego te vas difuminando de tal modo en el olvido que un día los nietos que no viste nacer se preguntan quién rayos era ese viejo que en la foto aparece a un lado de tu padre. El olvido es inherente a la muerte. Y viceversa. Eso pensaba Antúñez, pero sobre todo Antúñez no quería ser olvidado. En el portal, en ese mismo balance, se había sentado muchas veces con la intención de recordar a sus padres, a sus abuelos, de reconstruir a sus antepasados desde las historias y las fotografías con las que había crecido. Se sentaba a menudo allí en esos menesteres y descubría que era en extremo difícil, una quimera, algo imposible, y notaba la presencia de ella, de la muerte, la muerte detrás del gallinero, la muerte sonriendo con aquella risa loca. Antúñez podía aceptar morir, pero no quería ser olvidado, nunca, quería que su nombre se recordara y había pensado muchas veces cómo hacerlo. Ya era viejo para ser un héroe de la República, no había participado en guerra alguna, no había sido general, ni teniente, no tenía medallas. Antúñez tampoco tenía talento para algo en especial. Era un tipo común, con una esposa común, un hijo que se había marchado a buscar fortuna en la ciudad. Un hijo común. En busca de fortuna común, esa que todos buscan. Hacía veinte años que no sabía de él. No sabía si se había casado, si tenía hijos, si a sus nietos les habría contado alguna vez del abuelo, de él, de Antúñez. Tal vez la muerte ya habría pasado a buscar al hijo. Porque la muerte pasa a buscar a cualquiera, sin importar edad, sin importar que se haya marchado a una ciudad, o desee buscar fortuna o sea el hijo de alguien. Es la muerte y hace lo que quiere.
“Antúñez podía aceptar morir, pero no quería ser olvidado”.
Antúñez se ha puesto en pie, ha dejado el portal y ha sacado el machete. A la luz del candil recorre el patio, quiere mirar a la cara a la muerte, hacerle saber calmo que él es un hombre, que no le tiene miedo, que venga, si le apetece, que trate de acercarse. Pero la muerte es artera, la muerte sabe esconder el cuerpo, hurtar el ímpetu, aparecer cuando no se le espera. Malo para la muerte porque esta noche Antúñez sabe que ella está ahí, que acecha, que se esconde, que para él, para Antúñez, la muerte ha elegido ya fecha. A otros sorprende en cama, débiles, dormidos, enfermos. A Antúñez si ahora mismo lo ve, si en estos instantes desde cualquier recodo acecha, lo sabe listo a dar pelea. Lo ve sacar el tabaco del pantalón, lo ve llevarlo a la boca, morderlo, lo ve escupir, calarse viril el sombrero. Todo eso puede verlo ella, la muerte. Ven, carajo, muéstrate, así le dice Antúñez, pero la muerte es artera y no se asoma. Ven con tu guadaña, puta, la conmina. Tú y yo, solos, ni ventaja para mí, ni ventaja para ti, la anima. Pero desde la penumbra solo responden los grillos.
Esa mañana la muerte había dejado caer sobre el portal tres palomas, el pecho quebrado, las alas vencidas. Esa fue otra de las maneras de anunciarse. Anunciarse es la forma que tiene la muerte de hacerse temer. A la tarde hizo batir el viento y doblarse las cañas, un viento raro culebreó por el batey y la gente aterrada había cerrado las puertas. Es la muerte, dijo Eduviges a los hijos, la muerte que viene a hacer cuentas con Antúñez. Y los hijos corrieron a cerrar también las ventanas. Para enfrentar a la muerte Antúñez estaba solo. Pero un hombre bien bragado no le teme a la soledad. Si soledad y muerte aparecen las enfrenta, las avienta, las burla. Todo el batey cerró puertas, puertas y ventanas. Alguien, el viejo Paco Urmida, salió un instante y algo gritó a Antúñez, una despedida, después se quitó el sombrero, masculló por lo bajo y regresó a la casa. Entra de una vez, carajo, se le conminó desde la puerta. Y Paco entró. Y la puerta se cerró. Fue la última puerta que esa tarde Antúñez pudo ver abierta. Pero no le importó. Por eso ahora sostenía en el patio el machete en la mano derecha, mientras con la izquierda se afanaba en dar vueltas al tabaco, llevarlo a la boca, alejarlo para lanzar un escupitajo ocre sobre el tronco del naranjo. El perro llegó a olfatearle las botas. Antúnez le palmeó dos veces la cabeza, vete, le dijo, por acá ronda ella, ronda la muerte, perro, se esconde, y no ha venido por ti, está aquí por mí, y yo estoy aquí por ella, déjame solo. El perro miró hosco hacía la hierba alta que se alzaba más allá del gallinero, tres veces ladró, oteó la humedad de la noche antes de volver el lomo y regresar al portal.
“Anunciarse es la forma que tiene la muerte de hacerse temer”.
Antúñez se afanó con la hamaca, un extremo al limonero, el otro al naranjo. No te tengo miedo, carroña, acá te voy a esperar, me avisas, yo listo, para cuando te decidas. Y se echó allí, sombrero a un lado, machete sobre el pecho, estrellas brillando por encima, la luna en la clara luz de su menguante. La muerte pareció decidirse poco antes de que el primer gallo se animara. Alzó el cuerpo desde las altas hierbas y avanzó. Antúñez la vio desde la hamaca y se puso en pie, sin premura. Acabemos de una vez, comadre. Así la llamó. Así le dijo. Comadre. Y la muerte se plantó frente a él y le espetó un aquí estoy, compadre. Así le dijo. Compadre. Y se miraron. Fue un mirar mutuo, de gente que se ha estado esperando toda la vida. La muerte era ancha y alta; Antúñez era mucho más pequeño, desgarbado por tanto trabajo, tantos años y tantas madrugadas de hembra y alcohol. Veo que no me tienes miedo, dijo la muerte. Veo que al fin te muestras, te hiciste esperar demasiado, le lanzó él. Cada uno hace lo suyo, lo que está en su naturaleza, yo soy la muerte, aparezco cuando se me avienen las ganas, como se yerguen órganos de varón y se humedece entrepierna de mujer. En ese instante la puerta del patio se abrió, ahí estaba Isabel, el torso envuelto en una manta. Viejo, llamó, ¿qué haces ahí?, ven a la cama. Antúñez no volvió la cabeza. Después de cenar había dado un beso en la frente a la mujer, y le había pedido que cerrara los ojos. Bendita seas, silabeó entonces, antes de volver a besarla en la frente. Esa había sido la despedida. Treinta años juntos. Al besarla en la frente un escalofrío le viajó a Antúñez desde la nuca a los pies. Después se había sentado allá, en el portal. Por eso ahora no se volvió. Mujer, le dijo, ya tú y yo nos despedimos, ahora vete, déjame arreglar cuentas. Isabel lo llamó todavía un rato. Gimoteó, rogó. Pero Antúñez no se movió. No ataques hasta que se vaya mi mujer, pidió a la muerte, sé honorable. La muerte carraspeó de mala gana pero asintió.
Cuando el primer gallo hizo saber su canto la mujer entró a la casa. Antúñez dijo estar listo y apretó duro, muy duro el machete. Cuando quieras, dijo, y mordió decidido el tabaco. La muerte avanzó. Antúñez dejó libre una sonrisa. Eres débil, carroña. Así le dijo. El candil no soportó y apagó su luz. En el instante en que el primer rayo de sol se filtró desde el oriente encontró un tabaco y un sombrero, ese dúo, entreverado allí, entre el naranjo y el limonero, junto a los perennes y húmedos tallos de las orquídeas.
Donde quiera que estés, hermano, te pido disculpas. Lo hice mal. Lo hicimos mal.