El final de Las Fritas (I)
31/10/2018
“Música de las fritas” llamó Adolfo Salazar, musicólogo español de paso por La Habana, a la que se tocaba y cantaba en kioscos, tarimas y bohíos-cabarés de la playa de Marianao, y por extensión, al son y la rumba: término de escaso gusto, con un trasfondo despectivo, me parece, que aplaudió el joven Alejo Carpentier y repiten desde entonces entusiastas plagiarios suyos en mayor o menor grado. En Carteles, el 9 de octubre de 1932, Carpentier publicaba estas enfáticas líneas redactadas en París, donde músicos cubanos actuaban con éxito en centros nocturnos parisinos:
Se me tachó de anticubano, porque cometía el error de llevar a extranjeros, de paso por nuestra Isla, a escuchar los sones de la playa […] Un son es una forma musical, con tanta justificación, con tanta razón de existir como una sonata o una sinfonía… Hoy, ante el espectáculo del triunfo de la música afrocubana en el extranjero, todo el mundo se jacta de haber comprendido a tiempo.
Aquel “triunfo de la música afrocubana en el extranjero” no irradió sobre los músicos del país. Grupos soneros que habían conocido épocas mejores, continuaron tocando en La Playa durante los años 30, 40, e incluso los 50: los sextetos Boloña, Colín, Enriso, Mozo Borgellá, Matancero de Isaac Oviedo y el Típico Cubano de Antonio Bacallao; los conjuntos Bolero, con su cantante Mazacote y el Afrocubano de El Niño Santos Ramírez, del cual existe una fotografía mientras tocaba en Mi Bohío, de las muy escasas imágenes que se han conservado de Las Fritas.
Conjunto Afrocubano. Fotos: Cortesía del autor
Adolfo Salazar coincidió en La Habana con Federico García Lorca en la visita que el poeta hizo a la Isla en 1930 y recordaba, ocho años más tarde en Carteles:
Se había hecho amigo de los morenos de los sextetos y no había noche que la excursión no terminase en las “fritas” de Marianao. Primero, escuchaba muy seriamente. Luego, con mucha timidez, rogaba a los soneros que tocaran este o aquel son. Enseguida probaba con las claves, y como había cogido el ritmo y no lo hacía mal, los morenos reían complacidos haciéndole grandes cumplimientos. Esto le encantaba: un momento después, Federico acompañaba a plena voz y quería ser él quien cantase las coplas[1].
Federico García Lorca en La Habana
Si bien la prensa reflejó sucesos de sangre, truhanerías, escándalos y reyertas —muy contadas veces hechos de su ambiente musical—, cantantes, compositores, bailarines e instrumentistas se formaron allí, donde la rumba tuvo un escenario vivo, bullente y germinativo, y donde existió un kiosco conocido como La Academia del Son, cercano al club La Concha, donde bajo escasos y desnudos bombillos de colores, rivalizaban hasta el amanecer soneros y rumberos en una especie de competencia. El público decidía por aplausos el grupo ganador. El musicógrafo cubano Ezequiel Rodríguez —a quien debo el dato anterior— escribió: “Los músicos de la playa eran los peor pagados y los que más trabajaban, desde las nueve de la noche hasta las cinco de la madrugada. Por la intensidad del trabajo que realizaban aprendían a tocar mucho y bien. Tocar en La Playa era una verdadera prueba de fuego para el cubano en aquel tiempo”[2].
Show en un cabaré de la playa de Marianao, 1937
Grupos efímeros, de los cuales no ha perdurado siquiera el nombre, se formaban con integrantes de otros, disueltos o no, para tocar en los bajareques que funcionaban también como vitrina de exhibición: cuando un director necesitaba un músico para su grupo, iba a buscarlo a La Playa. Fue el caso de Sabino Peñalver, destacado compositor y contrabajista, que entraría en 1954 al conjunto Chappottín y sus Estrellas tras años de “lucha” en Las Fritas. “Cuando [Félix Chappottín] no tenía trabajo fijo se iba hasta allí con su trompeta y en cualquier lugar la hacía sonar; de inmediato el público comenzaba a aplaudirlo. Luego ‘pasaba el sombrero’, y se ganaba así un modesto sustento. Muchos fueron los soneros y agrupaciones de son que por allí transitaron”[3].
Algunos de los viejos cantadores bohemios habían encontrado en la franja de Las Fritas su último refugio. En enero de 1950, en la trastienda de uno de los bares más infames —el Jaruquito— expiró, en estado de indigencia, Manuel Corona. Sus compañeros en la música se vieron precisados a hacer una colecta para darle sepultura.
Funeral del compositor Manuel Corona
Hubo en la playa de Marianao al menos tres cabarés-restaurantes con mejores condiciones constructivas, que presentaban dos o tres shows cada noche, anunciados algunas veces como “revistas”: Rumba Palace, Panchín, y Pennsylvania, donde fue atracción Tula Montenegro, bailarina exótica argentina, que hacía su asombrosa danza al compás de tambores cubanos[4].
Estos locales contaban con orquestas de pocos, pero versátiles y eficientes integrantes, para acompañar entre muchos otros a solistas como Hilda Lee, cancionera de ascendencia china, Berta Pernas “La dama del tango”, el chansonnier Jorge Bauer, imitadores de voces, contorsionistas, acróbatas y transformistas que entonaban con cierta fortuna, como Kismet, Rambal, Asu del Valle, La Tintona, Madame Pompadour o Musmé —el más famoso de todos—, y excéntricos musicales, como Mr. Bemba, Alderete y Moralitos Jr. También en los cabarés se cantaba y bailaba música española, coplas y pasodobles, como los que interpretaron allí, durante años, El chaval, Rodolfo Quirós y Obdulia Breijo, “La sevillanita”.
Entre tamboreros, guitarreros de música guajira, parejas de rumba y modestos crooners que imitarán o parodiarán a crooners famosos, aparecerá un espécimen de “buena hembra”, idealizada, por no decir eternizada, en el cine mexicano, mezcla de rumbera, bailarina exótica, a veces limitada cantante, a la que llaman vedette. Una de ellas, hacia 1957, se hacía llamar Laika, “El sputnik cubano”.