Nota 1. Vaya puntería la nuestra: es una rara habilidad la de estar en el momento inadecuado, a la hora inútil, y sin la papelería requerida. Nunca el local al que nos dirigimos es el que nos toca. Por misteriosas razones, jamás nos asomamos a la ventanilla correcta del banco, ni nos pueden atender en las oficinas del Registro Civil donde hicimos la cola, ni la oficoda recibe el día que vamos, ni se puede renovar el documento que necesitamos. Da igual de cuál trámite hablamos. Cualquiera, absolutamente cualquiera, se entrega justo cuando no estamos. Y, en el milagroso caso de que estos obstáculos no existan (un acto celestial, único e irrepetible), resulta que falta un sello, un cuño, una firma. O las tres cosas a la vez. Para evitar una catarsis lacrimógena, me centraré en el tema de la feliz jubilación. En aras de obtener una pensión por jubilación (sea cual sea), hay que solicitarla. Para ello, es necesario acudir al Ministerio del Trabajo del municipio donde reside el futuro beneficiario, según su pasado laboral. Entre el futuro y el pasado, se mueve el presente. Y vaya si se mueve. Una vez ubicado el local donde se presta dicho servicio, más que “prestarlo” hay que arrebatarlo, pero no nos dejemos amilanar desde el inicio. Ese primer paso, crucial, no sirve de mucho. Porque, ya dije, nunca el local que descubrimos es el que nos toca. Decía que una vez ubicada la oficina del Mintrab que se ocupa de las pensiones, una persona muy amable, el jueves, nos orienta que no es allí, sino cinco cuadras más arriba. Y añade que debemos preguntar por Isamary (o Yania, o Yusimí).
Nota 2. En la oficina de cinco cuadras más arriba, nos comunican que Yania (o Yusimí o Isamary) no se encuentra. Que solo atiende los martes. Nos ofrecen dicha información en plena calle, para que ni nos molestemos en entrar, y nos queda la duda de cuál será el destino de las hileras de bancos que desde la acera se ven en el portal de esa oficina. Otras personas indagan dónde pueden resolver su problema, y reciben diversas respuestas: El jueves es para las llamadas excedencias de pago, los miércoles, para solicitar trabajo, y el viernes queda para reclamar, o algo así entiendo. Dispongo, pues, de varios días para preparar mi solicitud de pensión. Casi me retiro satisfecha. Al menos ya sé dónde se encuentra la oficina para pensionados, y conozco el nombre (y sus posibles variantes) de quien puede gestionar mi pensión futura, según mi pasado. Bastante avance para una sola jornada.
Nota 3. El amanecer del martes me causa emoción. Tendré el placer de conocer en persona a Yusimí (o Yania o Isamary), quien (seamos optimistas) seguramente se compadecerá del lastimoso estado físico–financiero de quienes somos “mayores”, y agilizará los trámites. Me asaltan varias preguntas, cada cual más inútil: ¿Cómo será ella, cuánto tiempo llevará en estos menesteres, será joven, o experimentada, tomará café, profesará alguna religión, tendrá hijos, o padres, o una maceta de cactus, o será filatélica, o acaso será amante de los perros? Con ese ánimo llegué a cinco cuadras más arriba de la oficina central, a eso de las siete de la mañana. No hay nadie. Ni siquiera un letrero de esos que confunden, y que suelen colgar de las rejas mohosas de ese tipo de local. Experta en colas, llevo conmigo un pomo de agua, un abanico, gel antibacterial, los correspondientes y reglamentarios nasobucos, y acomodo mi esqueleto en el primer muro que encuentro sin muchas grietas. Pasan treinta minutos. Cuarenta, cincuenta. Al cabo de la primera hora de penitencia, aparece un señor. “¿Hoy trabajan aquí?”, me pregunta. “¿Algún día no lo hacen?”, indago, con temblor en la voz. “Nunca se sabe, mija. Esta es la cuarta vez que vengo. Necesito ver a Yania (Yusimí o Isamary)”. “Ah…”, añadí. “Yo también. Porque hoy es martes”.
“Efectivamente, compañera, es martes, pero a veces ella trabaja los viernes. O los miércoles, eso nunca se sabe. Ya usted verá. Por si acaso, voy a esperar a las nueve, que es cuando abren esas puertas que se ven desde aquí”. Yo sentí el peso de la pata de un elefante posada en mi pecho. Me bebí el agua que llevé, procedí a abanicarme, y suspiré.
“Por misteriosas razones, jamás nos asomamos a la ventanilla correcta del banco, ni nos pueden atender en las oficinas del Registro Civil donde hicimos la cola, ni la oficoda recibe el día que vamos, ni se puede renovar el documento que necesitamos. Da igual de cuál trámite hablamos”.
Nota 4. Dos horas después de mi llegada adonde ya se sabe, había una verdadera multitud variopinta afuera de las rejas mohosas. Algunos necesitaban conocer ofertas de trabajo, otros cuantos requerían constancias de que no están ejerciendo sus licencias de cuentapropistas porque no hay turistas en el horizonte, varios jóvenes estaban esperando no sé cuál documento relacionado con el servicio militar, y una muchacha ojerosa me contó algo de una solicitud de Círculo infantil para su bebé, que no entendí. En realidad, yo no entendía nada a nadie. Allí los martes, al parecer, eran multioficios, y la pobre Isamary (Yania o Yusimí), tendría más trabajo que un estibador de un puerto sin bloqueo. Cinco minutos después de las nueve, una señora fornida y muy bien peinada salió de las oficinas a la calle. Nos hizo el favor de dirigirnos la palabra con un brazo apoyado en una de las rejas, y un pie colocado de forma que impedía el paso hacia los bancos de adorno del portal. “¿A qué han venido ustedes aquí?”, preguntó, como dueña y señora de un palacete. Todos hablamos al unísono. Trabajo, jubilación, papeles, documento, fueron las cuatro palabras que más se repitieron. La moñipeinada procedió a —con un dedo cuya uña medía entre cinco y seis pulgadas (de acrílico, y con corazones incrustados)— ir señalando a cada uno de nosotros, como quien dicta sentencia sin derecho a apelación. “Tú, el jueves. Tú, el miércoles. Aquella, la del pantalón azul, el viernes. No sé quién dijo que aquí hay ofertas de trabajo, así que vuelvan a la oficina de cinco cuadras más abajo, porque aquí no es”. En el momento en que se volteó para regresar al misterioso portal de los bancos al parecer de cartulina, el señor número uno en la cola y yo procedimos a implorar por Yusimí (o Isamary o Yania). “¿Ustedes quieren ver a Yasimey, la de jubilación?”, dijo la uñiplástica bien peinada. “¡Esa misma, esa misma!”, dijimos, dispuestos a aprendernos un cuarto nombre para la especialista en jubilaciones. “¿Hoy es martes?”, preguntó la dueña del palacete. Para enseguida agregar: “Yasimey está en el INASS, como todos los martes”. “¿Pero no atiende al público solo los martes, o sea, hoy?”, agregamos al borde del desmayo. “¿Y quién dijo que no? Lo que pasa es que primero va al INASS, y después, a eso del mediodía, atiende al público. Váyanse, váyanse, den una vuelta por ahí, y regresen a eso del mediodía”. Terminó por darnos la espalda, subió los escalones del portal, pasó por los bancos plastilínicos, e ingresó en el castillo sin mirar atrás.
La semana, repartida y transformada en seres humanos, se dispersó. El jueves y el miércoles ya iban por la esquina cuando un carro se llevó a la muchacha viernes, mientras los dos martes no atinábamos a movernos. Los jóvenes que buscaban trabajo, sin asignaciones de días, se dirigieron cabizbajos a cinco cuadras más lejos, donde mismo les habían dicho que pidieran trabajo cinco cuadras más arriba. El señor martes y yo nos miramos, como quien dice ¿Y ahora qué hacemos?
Nota 5. “Demos una vuelta, y volvamos a eso del mediodía”, acordamos los dos martes. Dicho y hecho, cada uno abandonó la calle, y tomó rumbo. Yo regresé a mi casa, a tomar el analgésico que me queda, el ansiolítico que guardo para situaciones extremas, y el huevo hervido que me toca. El mediodía tiene límites imprecisos, pensé, pero algo es algo. Entendí que entre las 11 a. m. y la 1 p. m. podría ser el momento idóneo para que alguien con Y griega en su nombre escuchara mi pedido, con humildad. Una persona que cuida de sus padres viejitos, que riega un cactus una vez por semana, que mima a un perro pekinés, y que escucha tangos en la voz de Adriana Varela, tiene que ser dulce, comprensiva. No sé de dónde obtuve tales datos, pero lo cierto es que me aferré a ellos como a un pedazo de tabla del Titanic. A las 11:45, o sea, “a eso del mediodía”, retorné al sitio de la mañana, descrito con prolijidad en las notas anteriores. El otro martes brillaba por su ausencia. En realidad, lo único que resplandecía era el moho de las rejas de las oficinas, cinco cuadras distantes de la casa matriz del Mintrab. “No viene, se complicó en el INASS”, me dijo la dueña a través de una ventana del castillo, que se encuentra entre la calle y tres bancos de papier maché. “Ah…”, balbuceé. “Óigame, señora, usted que es tan amable, ¿podría decirme qué es el INASS, por favor?”.
“Parece mentira”, murmuró, “es el Instituto Nacional de Asistencia y Seguridad Social, pero usted no puede ir allí. Solo Yasimey puede, y solo los martes”. “Entiendo”, dije, “¿y entonces?”. “¿Entonces qué?”. “Bueno, que cuándo debo venir yo para solicitar mi pensión, porque déjeme explicarme, yo trabajé durante…”.
“No, compañera, no me explique nada”, me interrumpió, siempre a través del ventanal del palacio de Buckingham, “eso tiene que contárselo a Yasimey, no me haga perder tiempo, por favor, que estoy muy ocupada”. “Ya veo”, dije, “ya veo, distribuir los días de la semana es arduo. Oriénteme, por favor, se lo imploro, que soy una mujer enferma sola que vive en un cuarto oscuro”. “Bueno…” (y consultó una libreta), “venga el lunes”. “¿El lunes estará la especialista en jubilación?”, pregunté, súbitamente animada. “Eso parece”, respondió. “Por ejemplo, ayer lunes estuvo aquí. Parece que ahora atiende los lunes, a eso de media mañana”. “Ah, muchas gracias, y permítame una pregunta más, por favor. ¿Usted sabe si Yusimí, o Isamary o Yania tiene perro, cactus, hijos, padres y escucha tangos?”.
Fue entonces cuando su majestad cerró de golpe la ventana, permitiendo solo que escapara su voz, profundamente irritada, para decir “¡Yasimey, coño, se llama Yasimey!”.
Nota 6 y final. Tardé cinco días en recuperarme. Me volví domingo cuando al fin pude analizar todo lo sucedido. Fui un martes deshecho, fui un miércoles ansioso, fui un jueves neurótico seguido del viernes, muy abatido, que dio paso a un resignado sábado. El domingo, sin embargo, amanecí alegre, ante la perspectiva de un lunes espléndido. Hoy soy ese lunes optimista, y faltan pocas horas para que llegue “eso de media mañana.” Voy de nuevo a la carga. Llevo de regalo geranios para Yasimey, que son más lindos que los cactus, una correa para su labrador, y un abanico de Buenos Aires. Que hay que tener detalles lindos en esta vida, digo yo.
Todavía no me corresponde jubilarme pero agradezco este texto como un vaso de agua fresca al mediodía. Una cosa: Yasimey puede tener múltiples nombres…lo que no cambia es su su esencia. ¡Es incapturable! ¡ Saludos y salud!