El día en que la metáfora del hombre se volvió una nube de cenizas
“Me he indagado a mí mismo”
Heráclito
Cuando los soldados soviéticos entraron a Auschwitz, los prisioneros les rehuían. Aquellos rostros cautivos, desencajados, cadavéricos, iban dando tumbos entre la bruma de los cuerpos humeantes en los crematorios al aire libre. Las montañas de zapaticos de niños en medio del campo de exterminio eran un testimonio macabro. “Nunca más pasará algo así”, le escribía un oficial del Ejército Rojo a su esposa en una carta. Tres millones de seres humanos se esfumaron en esas sesiones de muerte, todas dispuestas con el mayor cuidado científico para que funcionaran como fábricas. La racionalidad del siglo se había rebelado contra la humanidad, dando cuenta de todo el horror y el odio, de toda la barbarie que puede estar oculta en la supuesta civilización.
Meses atrás, el jefe del campo de Auschwitz, Rudolf Hoss, había recibido una orden directa de Hitler para que procediera con la solución final del llamado problema judío. En la misiva, el líder nazi supremo justificaba su disposición bajo la sentencia de que “o los exterminamos ahora o ellos lo harán más tarde con nosotros”. ¿Qué había llevado a Alemania a cometer estos actos? El país de los poetas y los filósofos, la lumbrera continental donde nacieron la Ilustración y el Romanticismo, la patria de Goethe; todos esos epítetos gloriosos se iban hacia una tumba de oprobio en esas pocas letras de Hitler, en esa carta que fue el puntillazo para desaparecer a seis millones de judíos europeos en unos pocos meses, antes de que los aliados destruyeran el Tercer Reich.
Hoss había nacido en un hogar católico, de hecho, su padre lo crio piadosamente con la finalidad de que hiciese sacerdote. Nada hacía pensar que ese niño en unos años llevaría el mote de “Animal de Auschwitz”, quien, durante el juicio de Núremberg tuvo la osadía de rectificar a un magistrado y decirle que no había asesinado a tres millones de personas, sino solo a dos millones y medio, porque los otros quinientos mil fallecieron como resultado del frío, el hambre, las enfermedades y los accidentes laborales. Con frialdad, el otrora joven católico agregó que jamás tomó un arma para agredir a un prisionero y que, de hecho, el uso de los gases venenosos para el exterminio había “evitado un baño de sangre”, lo cual constituía para él un “alivio”.
Hoss tenía su vivienda con sus dos hijos y esposa al lado del campo, en la cual mostraba un rostro bonachón. De hecho, el trabajo industrial que se realizaba a pocos pasos era una especie de deshumanización total, que hacía que los oficiales nazis no sintiesen empatía, sino que mirasen a los judíos como cosas. Primo Levi, escritor y prisionero sobreviviente, escribiría años después que la vida en el campo le hizo dudar sobre su propia condición de hombre, incluso hay una frase conmovedora muy famosa en su obra: “Existe Auschwitz, no existe Dios”. La falta de remordimiento de los verdugos iba de la mano con la alienación de las víctimas. Incluso, en los juicios posteriores, con otros responsables del holocausto, los jueces llegaron a decir que sintieron que estaban en la presencia, no de criminales, sino de integrantes de otra raza no humana, por el nivel de cinismo e indiferencia ante el dolor y la muerte.
“…en los juicios posteriores, con otros responsables del holocausto, los jueces llegaron a decir que sintieron que estaban en la presencia, no de criminales, sino de integrantes de otra raza no humana, por el nivel de cinismo e indiferencia ante el dolor y la muerte”.
El régimen de Hitler se había llenado de un ocultismo que se movía entre la mística nórdica, los rituales mágicos, Nietzsche y la música de Wagner. Ello no quiere decir que esos elementos de la cultura hayan justificado el crimen, ni que sean los culpables del marco de infamia generado entre 1933 y 1945 en Europa. Simplemente, la irracionalidad moderna buscaba en los entresijos del pasado una manera de llevar adelante el proyecto de la destrucción del humano, de su deconstrucción, de esfumarlo como se va el humo por las chimeneas de un campo de exterminio. Y, de hecho, una frase que coqueteaba con el concepto de alienación estaba en la entrada de Auschwitz: “El trabajo os hará libres”. La metáfora fue asumida con crudeza por los guardias del lugar, quienes decían que la única libertad posible para los presos era cuando sus restos se pulverizaban en el crematorio y volaban por doquier. El ocultismo refinado de los miembros de la Sociedad de Tule se desparramaba contra el realismo cortante y doloroso de este chiste macabro realizado por los miembros de la militancia alemana que trabajó en la solución final judía. Existe Auschwitz, no existe la mística germana.
La humanidad recuerda estos episodios como la era en que la metáfora del hombre se volvió una nube de cenizas. Por eso los prisioneros les temían a los soviéticos, ya estaban convencidos de su papel en la historia como víctimas. Unos niños cercanos gritaban desde unos barracones: “¡No somos judíos!”. Y es que renegaban de la ontología de sus cuerpos y almas, la rechazaban, hundidos en el oprobio de la muerte y la tortura. Hoss se había ido hacía unas horas, disfrazado de jardinero, pero sufrió la delación de su esposa. La vergüenza se abría paso en la propia familia del Animal de Auschwitz. La hija de Hoss, años después, diría que vivió dos mundos paralelos, que no se tocaban jamás, el desconocido del campo a pocos metros y el de su casa, donde el padre era “el hombre más bueno del mundo”. Frase esta última que marcaría para siempre la dualidad, la metáfora del odio y la realidad del dolor de millones.
Hoss fue ahorcado, pero eso no restituyó el honor de la humanidad. Nada puede hacernos volver a la ilusión de raza civilizada, que era capaz de respetarse a sí misma incluso en condiciones de guerra. El proceso industrial se tragó literalmente la poesía alemana y su brillo filosófico. Las cenizas de las víctimas eran reutilizadas como abono para las tierras. O sea que el hombre se alimentaba del hombre. Las frases sobre la alienación dejaron de ser imágenes poéticas en un ensayo de Carlos Marx, para tornarse en urgentes premisas, en heridas irreparables. Alemania no llegó a ese estadío solo por el revanchismo, sino que había algo más que era deshumanizante, un componente que quizás esté en la base de la especie y que no se ha podido dilucidar bien. A fin de cuentas, el propio Winston Churchill había elogiado públicamente a Hitler y deseó un líder similar para el Imperio Británico. El poder corporativo y bancario norteamericano/sionista había dado préstamos a las fábricas de cañones, tanques y aviones nazis, lo cual inició el rearme alemán. Grandes fortunas como los Rockefeller participaron en la creación de una nueva potencia germana que retara al bolchevismo. La naturaleza egoísta y pusilánime del hombre era la partera de Hitler, ese pintor frustrado, que años antes había sido un vagabundo en las calles de Viena, sin tener ni dónde dormir ni qué comer.
Curiosamente, mientras Hoss ejecutaba la solución final, el líder supremo de Berlín practicaba con unos cuadros sobre personajes de Walt Disney. Dichos dibujos permanecieron guardados en secreto por décadas, pero cuando se revelaron dieron cuenta de la contradicción que entrañan los grandes crímenes: por un lado la ternura, por otro la fiereza; por un lado la infancia tardía y por otro la muerte. Allí, Mickey Mouse expresa, desde su sonrisa, el gusto macabro de Hitler por las historias para niños. El asesino de millones de menores de edad era capaz de consumir cuentos de hadas. ¿Auschwitz era la versión cruda y realista de un castillo salido de aquellas sagas mitológicas?, ¿a qué se refería Hitler con eso de que o los matamos ahora o nos exterminan ellos luego? Quizás la mente del criminal sea más simple de lo que imagina la humanidad, quizás tenga mucho que ver con todos nosotros, mal que nos pese. Hoss no era la única contradicción, ni mucho menos Hitler. Mientras en Bayreuth se organizaban los festivales en honor a Wagner y se tocaba El Anillo del Nibelungo, se conspiraba tras bambalinas, se calculaba el número de judíos a asesinar en cada país europeo, incluyendo aquellos que aún no se habían invadido ni ocupado.
No se puede culpar a Nietzsche por el nazismo. El vitalismo y la voluntad de poder eran elementos liberadores, para que el hombre hallara su naturaleza auténtica y sin los lastres hipócritas del siglo. La noción del eterno retorno es la metáfora que bien pudiera explicar la esencia de las bondades y de las maldades humanas. Somos los mismos en una historia que vuelve a plantearnos las paradojas de siempre. El superhombre no es Hoss ante Núremberg reivindicando la matanza industrial de tres millones de humanos en Auschwitz, sino la capacidad del sobreviviente del holocausto que sale del campo de exterminio y da cuenta al mundo de su vuelta de los infiernos. Somos como Orfeo, ese personaje que vive entre dos mundos. Nuestra vivencia dual nos lleva a una esencia contradictoria. Pero la forma en que se resuelven los conflictos determina si somos humanos o dejamos de serlo. Primo Levi se planteó el sentido del ser, su ontología más íntima, en ese campo de exterminio donde a pocos metros Hoss seguía siendo un buen padre que cenaba junto a su familia. En tales gestos reside la interrogante de la esfinge que sobrevuela la historia, el significado que persigue la especie y que se le hace esquivo y apenas visible en entresijos.
No hay otra especie, no la habrá jamás. Los humanos que estaban frente al tribunal siendo juzgados por los crímenes en Auschwitz eran seres comunes. Hubieran sido simples trabajadores manuales, operarios, burócratas de algún puesto oficial. La maquinaria del siglo les dio un sentido macabro y es allí donde debería buscarse. El humo del campo de exterminio ya no se ve en el horizonte, los visitantes que viajan hasta allí perciben un pesado silencio, uno que proviene de los vestuarios de los presos colgados en una parte del museo que recrea la vida en los barracones. Hay una presencia indecible, a pesar de las décadas y de que muchos crean que el peligro ha desaparecido. Quizás Hoss era más que sí mismo, quizás Hitler expresó algo más macabro y destructivo a través de sus dibujos de Mickey Mouse.
“El pintor frustrado y el Animal de Auschwitz caminan entre nosotros también hoy, sin que los percibamos, pues ellos conforman ese vacío que nos acompaña”.
A veces los sobrevivientes de los campos de exterminio relataban que en sueños volvían a vivirlo todo y que esa sensación de la nada los embargaba. No sentirse seres humanos, asumirse ellos mismos como víctimas pasivas y sin destino eran estados de la conciencia que siguieron en lo más recóndito, palpitantes y siempre a punto de mostrarse. La historia quiere darnos una lección que no hemos aprendido y mucho menos deseamos asumir. El pintor frustrado y el Animal de Auschwitz caminan entre nosotros también hoy, sin que los percibamos, pues ellos conforman ese vacío que nos acompaña. Dilucidamos los hechos, pero no bajamos a ellos, nos da miedo ser Orfeos del dolor.
Por más que se conserve intacto el campo y se haga allí un museo, aún no entendemos la crueldad del chiste que encabeza la entrada a dicho recinto: “El trabajo os hará libres”. Ojalá algún día seamos capaces.