El basurero, la filosofía y la banalidad del mal
Hay destinos mucho peores que la muerte.
Hannah Arendt (Eichmann en Jerusalén, un estudio sobre la banalidad del mal)
La banalidad del mal es más que una categoría filosófica, ya que se trata de una actitud ante la vida y un fenómeno de masas. En medio de los peores momentos, aflora la cualidad humana de la indiferencia y la falta de empatía ante el dolor. El mediocre pasa de largo ante la tragedia o se hace copartícipe a partir de una ausencia de conciencia crítica, de sentido del yo interior, de voz consciente. Era Sócrates quien decía que un daimon lo acompañaba en los soliloquios, dándole sentido a la existencia cotidiana a partir de la capacidad reflexiva de dicho ser. Precisamente cuando se habla de banalidad del mal, pensadores como Hannah Arendt argumentan que el pensar y el conocer se distancian, y en ese abismo intermedio surgen las tragedias históricas. No es lo mismo el saber acumulativo, memorístico, erudito, que el pensamiento crítico y ético, ese que lleva a la humanidad a ocupar un estadio superior como especie. De tal manera, las disquisiciones en torno a la banalidad del mal están en el candelero de quienes hoy se plantean si se está ante un traspaso cosmovisivo en la historia.
En las aulas de España, antesala de Hispanoamérica en la mayoría de las transformaciones, ya se habla de eliminar la filosofía y su carga semántica transformadora. Se arguye que dicho saber solo acumula y tortura, que se hace tedioso, y se aprueban otras materias como “emprendimiento” o “cuidados comunitarios”. En realidad, este fenómeno que cancela el pensar crítico solo conduce a una banalidad del conocimiento y a un adormecimiento de la conciencia. Según Hannah Arendt, tal sería el capítulo previo a cualquier matanza o destrucción masiva para la especie. La autora de Eichmann en Jerusalén, un estudio sobre la banalidad del mal creyó firmemente en el poder de la filosofía como medicina preventiva y ungüento contra lo malo dentro de la política; de manera que el nazismo fue, entre otras cosas, una especie de enfermedad de la mente colectiva fruto del olvido del ser. Cuando la humanidad no es capaz de reflexionar, aparecen las ideologías totalitarias, las cuales en el siglo XX se destacaron por su forma de exterminar y de establecer pautas que justificaban los genocidios. Entonces, el saber particular de la filosofía no puede ser sustituido, ni cancelado, pues cumple funciones específicas para la comunidad. Cabe retomar la diferencia entre el pensar y el saber, la cual Hannah Arendt utiliza a partir de Heidegger, quien sostuvo que la técnica “no piensa”, o sea, que la ciencia exacta sin reflexión ética es capaz de asesinar.
¿Se está entonces en el umbral de un nuevo tipo de fascismo? La banalidad del mal es un fenómeno de masas, ya que afecta a los llamados buenos ciudadanos, esos que no serían capaces de matar ni de hacer daño en circunstancias normales, pero que en una tragedia pueden cumplir órdenes y enviar a millones a los campos de concentración. Ese fue el descubrimiento de Hannah Arendt durante el juicio a Adolf Eichmann. Mientras que Ben Gurión y el resto de los políticos esperaban una sentencia contra la historia de genocidio en el pasado reciente, la justa legal apenas fue un episodio aburrido en el cual el hombre acusado se iba volviendo una sombra intrascendente. El criminal negaba la culpa y se refugiaba en que él era una pieza dentro de un engranaje, por lo que su mediocridad ni siquiera le daba para entender el daño causado.
En España, el país en el cual el fascismo construyó un sistema del cual aún quedan resonancias, es la propia izquierda socialdemócrata quien prohíbe la enseñanza de la filosofía. Ello nos recuerda que el propio Hitler se presentaba en 1933 con un rostro populista, en defensa del alemán de abajo, el pisoteado por la inflación y la miseria del sistema del Tratado de Versalles. Toda esa pobreza espiritual de entreguerras fue el caldo de cultivo de la ideología del odio, del revanchismo que abolió todo pensar ético y que estableció como parte de los mecanismos legales del Estado, el “derecho” a exterminar a una parte de la población únicamente bajo un criterio racial. España, que lleva tiempo debatiéndose entre el reino y la república, posee la cualidad de determinar debates y puntos de vista que luego cruzan el océano y vienen hasta América; por lo cual, elidir las ideas y colocar la filosofía en el basurero solo resulta preocupante. La asignatura no cubre todas las inquietudes de la gente ni elimina el peligro del fascismo; pero al menos dota de esas herramientas mínimas para el reflexionar crítico, consciente y hace que las personas sean capaces de movilizarse en torno a verdades históricamente compartidas como el bien común y el patrimonio de la especie.
No se trata de que mañana vayan a aparecer líderes de ultraderecha en todas partes pidiendo un genocidio, sino de que el fin del pensar solo puede conducir a acentuar la banalidad del mal en las masas y con ello el caldo de cultivo para que acontezcan atrocidades. Hannah Arendt habla de que, junto al buen ciudadano, están además el dogmático y el nihilista, dos especímenes con los cuales no se puede contar para combatir las malas prácticas de la política, ya que uno y otro lo que hacen es reforzar el poder a partir del oportunismo o de la ignorancia. Por lo cual el campo educativo se queda con la gran mayoría, siempre necesitada de una luz que la transforme más allá de la incapacidad y del mediocre proceder. Arendt, en su estudio sobre Eichmann, señala que es común que hombres como el acusado caminen entre nosotros y que únicamente no llamen la atención debido a que la historia no los ha colocado en posiciones de poder o de decidir sobre la vida de otros seres humanos. Y no es que estos buenos ciudadanos no puedan determinar entre el bien y el mal, sino que esa capacidad queda elidida a partir de que no hay un diálogo porque el daimon de Sócrates no es escuchado, no tiene vida en el interior de esas personas y, por ende, no incide éticamente en las conciencias. En eso consiste la banalidad del mal, o sea, en un vacío existencial del cual las personas ni siquiera son conscientes. Para Eichmann la culpa llegaba hasta donde se divisaban los trenes que iban al matadero; más allá todo queda diluido en una especie de mecanismo sistémico del cual, a su juicio, nadie pudiera hacerse cargo. Más aún, según dijo, si le volvieran a ordenar la muerte de tantos inocentes, él cumpliría, pues la palabra del líder nazi Hitler y las leyes del Estado encarnaban su única moral. De tal manera, la banalidad del mal es la ausencia de bien y de mal, y el solo cumplimiento de órdenes según las cuales se define la funcionabilidad de determinada pieza dentro de la relojería política del fascismo.
“El saber particular de la filosofía no puede ser sustituido, ni cancelado, pues cumple funciones específicas para la comunidad”.
¿Qué esperar de un sistema educacional del cual se elida la filosofía, al punto de que se enseñen apenas rudimentos de cómo encajar hipócritamente? La gran masa de humanos mediocres crecerá y la capacidad crítica en la toma de decisiones será una mera utopía. De hecho, en todas las novelas distópicas del siglo XX, la gente se quedaba en un estadio de estupidez decretado, de forma que no hay reflexión posible. En Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, no solo está prohibido leer, porque ello provoca infelicidad, sino que existen programas de televisión perennes en las paredes de las casas en los cuales se ríe sin parar, sin que nadie sepa el sentido de nada. De tal manera, los cuerpos de bomberos dejaron de proteger a la gente para tornarse tropas represivas cuya función es quemar libros. Además, el protagonista inicia su periplo rebelde a partir de la lectura y de la sublevación que eso implica. En 1984 el personaje principal también comienza a ver el mundo de otra manera a partir de que escribe en solitario un registro del día a día. En dicha novela, el autor, Orwell, describe otro libro, perteneciente a una hermandad secreta, que también es el texto desencadenante de la desobediencia. El pensamiento en todas esas obras se distancia del poder y su adquisición hace que los sujetos se diferencien y actúen activamente en un universo en el cual todo estaba hasta entonces adormecido.
En las distopías literarias se está entre los pragmáticos y los nihilistas, hasta que el ciudadano común comienza a despertar y se comporta de manera díscola. Pero siempre deberán mediar la filosofía, el pensar, esa voz interior. De hecho, son novelas donde prevalecen el narrador personaje y el monólogo interior como técnicas narrativas, de manera que nos adentremos en el proceso de una conciencia que vuelve a la vida en medio de un mundo en el cual prima la falta de libertades. En estas piezas se vive en la banalidad del mal y el cambio siempre se da hacia un haz de luz en una nada incandescente que hasta entonces silenciaba a las personas, las apartaba y las uniformaba. Los personajes dejan de ser piezas y actúan con sus conflictos humanos, los cuales los llevarán por los caminos de la rebelión y de un caos que es mil veces más preferible al orden terrible del totalitarismo. Y eso es lo que descubre Hannah Arendt, una relación política entre la banalidad del mal y las leyes del Estado en el siglo XX, pues solo en la Alemania nazi se podían dar las condiciones para que el monstruo silencioso de la mediocridad devorase seis millones de vidas del pueblo judío, sin que temblase la conciencia.
La banalidad del mal es un ente colectivo, que no posee responsables directos; florece en todas partes y puede arrojar resultados nefastos cuando las condiciones son propicias (en medio de dictaduras, genocidios, ambientes de especial tensión). Por ello, es importante la memoria histórica que nos permita estar alertas sobre los sucesos. La eliminación de la filosofía en los planes de estudio ibéricos incluye que no se hable sobre procesos como la Revolución Francesa y en cambio se privilegie cierta enseñanza “por bloques” donde lo cronológico y la reflexión ética queden fuera de toda atención. Ya varias instancias han advertido sobre la necesidad de que la asignatura esté en el currículo, ya que solo se trata de impartirla bien y no memorísticamente, sino enseñando a pensar. La filosofía y el poder tienen esa relación tensa que ha hecho que el sistema curricular intente elidir toda manera reflexiva y en su sitio colocar elementos de la vida posmoderna como los tips acerca de cómo volverse millonario o ser emprendedor. En la nueva forma de entender la historia de España, será imposible que el alumno se forme una idea propia acerca de la realidad, porque sencillamente la realidad quedará eliminada y en su lugar habrá una idea vaga y cambiante. Todo ello muy conveniente si se espera dominar a las masas y estupidizarlas en una era en la cual se privilegian los mecanismos más simples, superficiales y antisociales en las comunidades en red.
El fin de la filosofía creará más necesidad de filosofía, lo malo de este asunto es que se corre el riesgo de que suceda como cuando el incendio de la Biblioteca de Alejandría: la humanidad tendrá que redescubrirse y hacer del pensamiento esa instancia imprescindible, esa reflexión que hace que la técnica no sea un frío instrumento que mate como pasó con los campos de concentración. En la era de la inteligencia artificial, cuando las máquinas están llegando a un punto cercano a comprender nuestras emociones y reproducirlas e incluso a tener autoconciencia, se nos hace más patente el impulso de humanismo y de pensamiento que nos distingue. Esa chispa de la razón no solo significa que somos una especie privilegiada, sino que debemos mantener ese estatus de manera que su esencia no se vuelva contra nosotros y prevalezca la banalidad del mal.
“La filosofía nos constituye y nosotros constituimos la filosofía”.
Un mundo sin filosofía es uno sin reflexión, de máquinas y de personas mediocres, en el cual la vida dejará de valer en la medida en que no la comprendamos. Somos seres llenos de conciencia, de un diálogo interior con una voz que nos da sentido, en eso se basa la existencia del pensamiento crítico. Ese ser no solo envuelve los procesos históricos, sino que es la sustancia de la cual se hace el devenir colectivo. Por ello, la eliminación de ese instante mágico y humanista pudiera ser el caldo de nuevas catástrofes. En un mundo de banalidad del mal, tendrá que surgir de nuevo ese personaje rebelde que es capaz de leer un libro y de conmoverse o de escribir una página en solitario y creer que se mueve el universo con las imágenes y las metáforas. Ahí va el sentido de todo, porque de hecho, somos materia cosmovisiva, somos humanidad.
La filosofía nos constituye y nosotros constituimos la filosofía.
Excelente artículo. Siempre leo está columna