El Barroco habanero (Parte III)

David López Ximeno
20/1/2021

A la memoria del Dr. Eusebio Leal Spengler

La renovación constructiva ponderó nuevas formas de edificar los inmuebles y, por supuesto, el empleo de nuevos materiales, no tradicionales hasta el momento, como lo fue la piedra, de la que Weiss puntualizó “que era una caliza conchífera de grano grueso extraída de los arrecifes del litoral…”[1] En el tipo de construcción más primitiva, refiero específicamente las del siglo XVII, la piedra era empleada a modo de refuerzo dentro del material compactado para levantar los muros o paredes, que por lo general eran de barro o tierra apisonada. “Las noticias más antiguas sobre la existencia de casas de piedra o tapia han sido localizadas en documentos del siglo XVI, en los que describen construcciones como las siguientes: cuarto de casa en esquina, de seis tapias de alto y cubierta de teja, reforzada con rafas en las esquinas donde apean los umbrales. Techo de planta baja de madera con vigas escuadradas. Escalera de comunicación entre ambos pisos; el inferior, con tienda esquinada abierta por puertas a cada calle.”[2] Se presume que para su fábrica estas edificaciones carecieron de planos. Pero el barroco proveyó a la ciudad de inmuebles más sólidos donde los muros de sillería o piedra escuadrada, antaño reservados solamente para la fabricación de fortalezas, emigraron hacia las construcciones domésticas, religiosas y edificios públicos. Durante el siglo XVIII los constructores habaneros hicieron gala de las potencialidades que les ofreció dicho material, al adentrarse en el perfeccionamiento de sus cortes y de su talla. Los muros de sillería influyeron además en la monumentalidad de las edificaciones, que ahora incorporaban una apariencia más señorial al acentuarse su esbelta fisonomía y robustez constructiva. Aspecto muy semejante guardan entre sí los primitivos muros de barro y los de sillería, al preservar su amplio grosor, ya que su altura resultó renovada con las notables modificaciones introducidas.

Las elegantes escaleras comunicaban ambas plantas de las edificaciones. Fotos: Cortesía del autor
 

Como norma compositiva de la fachada, y en estrecha relación con la ubicación de elementos funcionales como balcones y ventanas, justamente al centro del muro frontal de la primera crujía de la edificación, encontramos la entrada principal de la vivienda. A diferencia de la casa mudéjar en que no se permitía observar desde la calle su patio interior debido a la forma acodada del zaguán, en la vivienda barroca se adopta el concepto de la casa hispano-romana, cuya entrada daba acceso directo al patio interior. Con la introducción de esta variante, se proporciona un vuelco al diseño externo; entonces es la gran portada con toda su carga decorativa quién, junto a su portón de gruesos maderos, se convierte en el eje o elemento central que personaliza la vivienda. Así la fachada adquiere una prestancia diferente, donde los elementos funcionales y decorativos continúan conformando un todo indivisible, en virtud de las tendencias estéticas y de la maestría creadora asumida por sus anónimos constructores.

En el icónico ensayo “La Ciudad de las Columnas”, Alejo Carpentier establece una interesante dicotomía entre las características de las calles cubanas y las de la casa tradicional. Diferencias que profundiza y acentúa en otras piezas literarias dedicadas a la ciudad como El Siglo de las Luces, “Sobre La Habana (1912-1930)” y “La Habana vista por un turista cubano”. De forma concreta califica a la calle habanera de ruidosa, parlera, fisgona e indiscreta, peculiaridades que aún hoy, muy a pesar del tiempo, sobreviven. Por tal razón hace énfasis en que “la casa cubana multiplicó los medios de aislarse, de defender, en lo posible, la intimidad de sus moradores. La casa criolla tradicional (…) es una casa cerrada sobre sus propias penumbras, como la casa andaluza, árabe, de donde mucho procede. Al portón claveteado sólo asoma el semblante llamado por la mano del aldabón. Rara vez aparecen abiertas ―entornadas siquiera― las ventanas que dan a la calle. Y, para guardar mayores distancias, la reja afirma su presencia, con increíble prodigalidad, en la arquitectura cubana”.[3] Estas peculiaridades, en principio antagónicas, pues se debaten en el delicado vértice en que intentan converger el derecho de lo público y el respeto a lo privado, pero muy puntuales dentro del ritmo cotidiano de la sociedad urbana habanera, fueron las que impusieron un concreto límite a la interacción establecida entre la vivienda criolla, vista como el espacio de mansedumbre familiar, y la calle. El peculiar texto carpenteriano enfatiza que el primer valladar para el resguardo de la privacidad familiar contra la injerencia de lo público, era el portón, que en contadas ocasiones permanecía abierto. No importando entonces que la casa barroca en La Habana adoptara como patrón específico de su esencia exterior, la ubicación de la entrada frente al patio interior, ya que la privacidad no resultaba vulnerada, pues la hermética custodia del portón impedía las visuales. La constante preocupación por resguardar la intimidad mantuvo en vilo a la familia, ya no solo el portón claveteado funcionaba como un impenetrable valladar. Al igual que la casa mudéjar, toda la vivienda barroca se comporta como un recinto cerrado, poco accesible al fisgoneo exterior, cuando a las ventanas del piso bajo se le adicionaba una mampara de persianas, que permitía mantener abiertas de par en par las hojas de la ventana, sin que los paseantes lograran escudriñar en el interior. Desde las altas puertas de los balcones se contribuía también al recato y la privacidad, cuando ellas permanecían entreabiertas o cerradas, y el único elemento que mantenía la comunicación con el exterior era el visillo, postigo o ventanuco introducido en su estructura. Además, las rejas de madera torneada con volutas ochavadas también convertían dicho elemento en un obstáculo para las visuales, al combinar su estructura con las alargadas hojas de las ventanas.

Al rebasar el umbral de la puerta de entrada, el visitante tropieza con el zaguán, una de las áreas imprescindibles de la planta baja pues facilita el acceso a las zonas contiguas de la vivienda como las galerías, el patio interior y la escalera. La estructura de este espacio doméstico no sufrió modificaciones sustanciales en el tránsito de la casa mudéjar a la barroca. Por lo general sus proporciones continuaron siendo alargadas, solo que ahora el zaguán resulta depositario de los pequeños balcones y ventanas del entresuelo. Además, en las casas del siglo XVIII, su gran vano posterior que comunica con el interior de la vivienda se hace decorar con un arco lobulado, conopial o simplemente un arco de medio punto. Todas estas características le son afines al palacio del marqués de Arcos, ubicado en la Plaza de la Catedral. Otro elemento decorativo, como los zócalos de azulejos, subsisten en zaguanes habaneros de la época como los de las casas de Mateo Pedroso, ya referida, y la casa ubicada en la calle Bernaza esquina a Teniente Rey. Respecto al progreso alcanzado en los patios interiores del siglo XVIII con relación a los del siglo XVII, nos encontramos en presencia de un recinto con forma de claustro, donde el protagonismo constructivo recae sobre las columnas de piedra y las arcadas de medio punto que se abren a la frondosa vegetación y demás elementos ornamentales como bancos, el pozo y su brocal, jardineras, aljibe y esculturas.

Sabemos que de forma espontánea el influjo renovador del barroco sometió a La Habana a un proceso paulatino de transformación arquitectónica, aún visible en muchos de los inmuebles. Ya he planteado que las acciones constructivas que cambiaron el perfil de la ciudad comenzaron siendo simples remodelaciones, donde la adición a estructuras ya edificadas de nuevos elementos exteriores como los portales, introdujo un cambio sustancial no solo en las viviendas, sino también en el espacio urbano donde se encontraban estas emplazadas. Este proceso de metamorfosis, ocurrió en lo formal y en lo estructural, y afectó a los inmuebles ubicados en las plazas públicas, a los que, mediando una licencia para fabricar portales, emitida por el Cabildo, se autorizaba a su propietario a adueñarse de un fragmento del área pública para extender los límites de su propiedad con la fábrica del portal. “Es evidente que, al principio, durante el siglo XVI y una parte del XVII, las casas no incorporaban este elemento, como no lo tenían tampoco las casas andaluzas”.[4] Pero el interesante proceso de acrecer a costa de las áreas públicas aportó incalculables beneficios al urbanismo de la ciudad, pues no solo comenzaban a proliferar espacios donde guarecerse del sol y de las inclemencias del tiempo, sino que la aparición de los portales introdujo armonía y solidez estética a las fachadas de las viviendas, creando verdaderos conjuntos artísticos, donde las proporciones y peculiaridades del estilo arquitectónico surgido, indujeron a que germinara una variante muy peculiar del barroco, denominada barroco habanero. Entonces es el portal un hijo legítimo de este movimiento reformador.

“En nuestras plazas fue donde por vez primera se hizo visible el posicionamiento exterior de la columna como atributo cultural característico de la arquitectura barroca habanera”.
 

En nuestras plazas fue donde por vez primera se hizo visible el posicionamiento exterior de la columna como atributo cultural característico de la arquitectura barroca habanera. Esta es una columna esbelta, y estrecha en su masa corporal, de base y capitel cansillos. Los inmuebles ubicados en las plazas son portadores de un inusitado eclecticismo, pues en un mismo edificio comparten espacio características muy marcadas del mudéjar habanero con las nuevas tendencias artísticas del XVIII. Además, porque muchas de estas casas solariegas habían sido construidas en el siglo anterior, y remozadas parcialmente con posterioridad. Los cambios radicales que renuevan las formas de las edificaciones en las plazas, podrían subordinarse también a la creciente demanda de espacio que le era inherente a la casa patricia habanera. Sobre las galerías que conforman los portales, la vivienda se expandió, ubicando en aquellas áreas amplios y elegantes salones que gozaban de una vista panorámica. La presencia del patriciado en aquellos espacios urbanos ya era cosa de antaño, cuando en el siglo XVII, y quizás con anterioridad, algunos vecinos notables comenzaron a adquirir solares que con el paso de los años edificaron, reedificaron y revalorizaron. A la importancia pública y social de las plazas se agregó entonces la exclusividad de su perímetro urbano, avalada por la jerarquía económica, política y social de las familias que habitaban sus inmuebles. 

No sería pues La Habana una ciudad majestuosa si prescindiera de sus plazas y plazuelas, que además de ser espacios abiertos que facilitan el flujo y reflujo constante de las brisas, establecen una coherente visualidad dentro de su diseño urbano. “Se ha afirmado, con bastante acierto, que una ciudad hispanoamericana es una plaza mayor rodeada de calles y casas, en lugar de ser un conjunto de casas y calles alrededor de una plaza mayor. Dejando a un lado la probable exageración que pueda existir en esta imagen, el contenido es válido para transmitir la significación que este espacio central llegó a alcanzar en nuestras ciudades”.[5] Desde los propios orígenes, las plazas fueron el pulmón o centro vital de las ciudades cubanas. Todas nuestras villas históricas surgieron alrededor de un cuadrilátero, donde se asentaba la autoridad política y la eclesial, además de residir en sus áreas los vecinos más notables. Así comenzó siendo en La Habana, aunque es importante destacar que, con posterioridad, y por razones atribuidas a disímiles factores, esta regularidad histórico-urbanística sufrió transformaciones. La historia de la renovación urbana y artística de nuestra ciudad antigua siempre tomará como punto de partida a sus plazas, pues la relativa homogeneidad constructiva observada entre sus calles interiores resulta vulnerada o interrumpida al abrirse ante los pasos del caminante estas explanadas, dotadas cada una de peculiaridades artístico-constructivas muy propias, personalidad propia y diferente función social. “La plaza principal es una constante en la historia urbana de Hispanoamérica. Su presencia sólo puede ser comparable con la del trazado en damero. Ambos indisolublemente unidos conforman el modelo básico de la ciudad colonial. El tríptico <iglesia-ayuntamiento-mercado> proporciona a la plaza mayor de las antiguas colonias españolas un modo propio de centralidad. La confluencia de estas instituciones frente a un espacio abierto, en medio de la trama, no es una coincidencia exclusiva de América. Pero en ninguna otra región tuvo una existencia tan prolongada, una expresión tan regular y una dimensión geográfica tan dilatada”.[6] Como expresaba, La Habana marca la diferencia cuando se trata de cumplimentar esta regularidad histórico-urbanística, pues no exhibe su entramado urbano ninguna plaza pública donde esta trilogía se materialice a la manera ortodoxa. Nuestra villa y su famoso puerto, sometidos a una actividad dominante e intensiva, pertenece al conjunto de ciudades que pudieron alejarse de forma notable del patrón urbanizador estándar, porque presentan una descentralización relativa. A pesar de poseer un núcleo fundacional muy reconocido, nuestra ciudad antigua es portadora de múltiples centros, no se aviene al concepto de existencia de una sola plaza o núcleo, pues las funciones concentradas dentro del área o plaza fundacional se encuentran dispersadas en otros espacios de importante representatividad social.

“Uno de los elementos destacables dentro del perfil urbano de la ciudad barroca es la profusión de columnas”.
 

Muchas de las plazas habaneras perfilaron sus funciones y adquirieron su denominación partiendo del papel predominante que ejerció dentro de su conjunto alguna edificación de relativa importancia. Pero esta característica no impidió que también se destacaran dentro del sitio edificaciones de carácter doméstico que acentuaron a través de sus sucesivas remodelaciones el carácter artístico del área en su totalidad. Aunque debemos observar las excepciones de la Plaza del Cristo, que no se encuentra flanqueada en todo su perímetro por edificaciones con portales, y la Plaza de San Francisco, que posee dimensiones irregulares, por regla general las plazas de La Habana antigua conservan su fisonomía original, consistente en un paralelogramo en cuyos lados más alargados se ubican en batería las edificaciones, con sus galerías exteriores convertidas en portales. En los lados de menor longitud de esta figura geométrica se concentraban las viviendas de las familias de mayor rango social. Tómese como clásico ejemplo la Plaza Vieja, que ocupa el cuadrilátero formado entre las calles de San Ignacio a Mercaderes y de Teniente Rey a Muralla, rematada en ambas caras de menor longitud por las viviendas de los condes de Jaruco y la de González Larrinaga que, con la plaza de por medio, se miran una a la otra.

A pesar de ofrecer armonía al entorno urbano, la construcción de portales no anuló la personalidad individual de las viviendas que conforman la Plaza Vieja. Afloran en sus inmuebles infinidad de particularidades introducidas por los cambios evolutivos aportados durante cada período artístico-constructivo. De la casa de los condes de Jaruco se tienen noticias desde el año 1670, cuando “don Pedro Beltrán de Santa Cruz y Beitía, primero de esa rama en Cuba, solicita autorización para fabricar portales en todo el frente de sus casas, ‘así para el reparo de ella como para las festividades que se acostumbraban hacer en dicha plaza nueva, y que esta fábrica no solo no es en perjuicio de la ciudad, sino antes en pro y utilidad de ella, así por su adorno como para servir de reparo de las aguas a las gentes que tranxitan la dicha plaza’. Se le concede esta merced con la condición de que ‘si echare balcón, de cada lado de dicho portal se retire una vara del balcón que se supone hiciere el vecino’”.[7] Lo narrado confirma que el inmueble ya existía en el siglo XVII y que el primero de los fundadores de este tronco familiar acometió las mejoras obedeciendo a las regulaciones constructivas vigentes. Entonces, del siglo XVII son algunos elementos funcionales y compositivos de la vivienda, como sus excelentes alfarjes discretamente decorados, las rejas de madera y las puertas de tablero. Todos ellos de una fuerte raíz mudéjar. La majestuosa portada de la casa del Conde de Casa Lombillo, “esta con sus columnas laterales coronadas por fragmentos de un frontón es un ejemplar característico de nuestro barroco de la primera mitad del siglo XVIII.[8] Del XIX son los vitrales de mediopunto de la casa de San Ignacio no. 360 y el prominente vitral floreado de los condes de Jaruco, además de la herrería de balcones y ventanas. Cada uno de estos elementos insertados demuestra cómo evolucionaron las viviendas de la Plaza Vieja, tras las sucesivas transformaciones, y como, sin desconocer el mudéjar, predomina en todo el conjunto de la plaza la filiación barroca de un estilo al que Weiss denominó “estilo de la Plaza Nueva”.

Concordamos con la idea de que para la ciudad primigenia la función social de sus plazas jugaba un papel fundamental dentro de su dinámica interna. Las actividades específicas que en ellas se realizaban definían desplazamientos humanos, asentamientos de comercios, reuniones vecinales, festividades religiosas y hasta la venta de esclavos. En el grabado de Garnerey se nos devela la Plaza Vieja como un sitio de gran concurrencia, lleno de tarimas y vendutas, y como telón de fondo, el desarrollo constructivo, que muestra con claridad cada vivienda y su emplazamiento. No fue siempre la explanada sede del mercado de la villa. Mucho tiempo atrás dicha actividad era competencia de la Plaza de San Francisco, que en los comienzos de la vida habanera fue mercado público, hasta que, por petición de los frailes, el comercio se trasladó a la plaza que entonces llamaron Nueva. Resulta curioso como el ajetreo de la zona comercial no interfirió las fábricas de los inmuebles. El lenguaje sin señas de cada uno de los minúsculos personajes del grabado del artista francés, nos muestra pobladores ocupados hasta la saciedad en diversas actividades, entre ellas la constructiva. Desde la tinta también resulta posible advertir la hermosa fisonomía de un lugar concebido para residir, de ahí el carácter doméstico de sus edificaciones.

A modo de complemento, comentaré que la actividad comercial permaneció en la plaza durante casi dos siglos. En 1835, Tacón, capitán general de la Isla de Cuba, mandó edificar un edificio cuadrangular de mampostería que alojaría en su interior el llamado Mercado de Cristina, en homenaje a la entonces soberana de España. Pero, más allá de los compromisos políticos oficiales, si alguien inmortalizó el sitio fue el gran novelista y costumbrista cubano Cirilo Villaverde, quién con su pluma dejaría descrito el mercado de la forma siguiente: “Era un hervidero de animales y cosas diversas, de gentes de todas condiciones y colores, en que prevalecía el negro; recinto harto estrecho, desaseado, húmedo y sombrío… En el centro se hallaba una fuente de piedra, compuesta de un tazón y cuatro delfines que vertían con intermitencia chorros de agua turbia y gruesa, que sin embargo recogían afanosos los aguadores negros en barriles, para venderla por la ciudad a razón de medio real plata cada uno. De este centro partían radios o senderos, nada rectos por cierto, en varias direcciones marcadas por los puestos de los placeros, al ras del piso, en apariencia sin orden ni clasificación, pues al lado de uno donde se vendían verduras y hortalizas, había otro de aves vivas, o de frutas, o de caza, o de raíces comestibles, o de pájaros de jaula, o de legumbres, o de pescado de río y mar todavía en el cesto o en la nasa del pescador… y todo respirando humedad, sembrado de hojas y cáscaras de frutas, y de maíz verde, plumas y barro, sin un cobertizo, ni un toldo, ni una cara decente: campesinos y negros, mal vestidos unos, casi desnudos otros; vahoradas de varios olores por todas partes; un guirigay chillón y desapacible, y encima el cielo azul”.[9]

 

Notas:
 
[1] Joaquín E. Weiss. La arquitectura colonial cubana, p. 24.
[2] Alicia García Santana: Contrapunteo cubano del arco y el horcón, p. 30.
[3] Alejo Carpentier: La ciudad de las columnas, p. 97.
[4] Joaquín E. Weiss: La arquitectura colonial cubana, p. 19.
[5] Carlos Venegas Fornias: Plazas de intramuros. Consejo Nacional de Patrimonio Cultural, La Habana, 2003, p. 5.
[6] Carlos Venegas Fornias: Plazas de intramuros, p. 5.
[7]Joaquín E. Weiss: La arquitectura colonial cubana, p. 23.
[8] Íbid., p. 35.
[9] Emilio Roig de Leuchsenring: La Habana. Apuntes Históricos. Editorial del Consejo Nacional de Cultura, Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana, tomo II, 1963, p.72.