La danza, en sus diversas expresiones, constituye uno de los elementos más sólidos y trascendentales de la cultura cubana. Sus raíces se remontan a los areítos que nuestros aborígenes realizaban como parte de un complejo ritual, con el que pretendían la comunicación con las fuerzas que regían sus vidas y también para celebrar acontecimientos importantes de la vida social, política y económica de la comunidad.
En 1800 la danza espectacular encuentra su registro histórico en la Isla, con una breve nota aparecida en el Papel Periódico de La Habana, en su edición del domingo 28 de septiembre.
Más de tres siglos de transculturación después, la fusión de los elementos hispánicos y africanos permitió un nuevo enriquecimiento, especialmente en las vertientes del folklore y la danza popular.
Sin embargo, no será hasta 1800 que la danza espectacular encuentre su registro histórico en la Isla, con una breve nota aparecida en el Papel Periódico de La Habana, en su edición del domingo 28 de septiembre de ese año. En ella se anunciaba la presentación de un ballet pantomímico titulado Los leñadores, cuyo coreógrafo no era mencionado. La obra fue presentada en el Teatro El Circo, una modesta edificación levantada ese mismo año en los terrenos del Campo de Marte.
En 1803, sobre las ruinas del Teatro Coliseo fundado en 1776, se levantó el nuevo Teatro Principal en la Alameda de Paula, a orillas del puerto de La Habana, que para su temporada inaugural contrató al bailarín-coreógrafo y cantante Jean Baptiste Francisqui, posiblemente de origen francés, quien reforzó su compañía con bailarines locales.
Durante su primera temporada, que duró hasta 1804, ofreció 48 funciones, con un amplio repertorio que incluía bailes pastorales, solos, pas de deux, pas de trois y obras representativas del ballet de acción, género surgido en la segunda mitad del siglo XVIII, entre ellas: Los caprichos de Galatea, de Jean George Noverre y El desertor, de Jean Dauberval. Durante las tres primeras décadas del siglo XIX será el Teatro Principal el enclave más importante de la Isla, aunque otros escenarios que se crean en el mismo período, El Circo (1800-1809), el Teatro de Jesús María o de Extramuros (1827) y el Diorama (1829), ofrecían esporádicamente espectáculos danzarios.
En la temporada de 1811 se organiza en el Principal una compañía estable, dirigida por el bailarín y coreógrafo Joaquín González, la cual se mantendría activa por varias temporadas. En 1816 la Isla tuvo un hito danzario con el estreno en Cuba —y posiblemente también en Latinoamérica— de La fille mal gardée, obra de gran trascendencia en la historia del ballet, que contó en los roles principales con Luisa Ayra (Lisette), Manuela García Gamborino (Colin), Joaquín González (Alain) y al barítono y mimo Juan López Extremera como Mamá Simone.
No será hasta 1838, con la inauguración del Tacón, que la Isla cuente con un gran teatro capaz de rivalizar con los mejores de Europa. En él, una compañía de discutido origen —unas fuentes la definen como francesa y otras como catalana—, Los Ravel, iniciará un extenso ciclo de actividades que abarcará desde la temporada inaugural de ese año, hasta la final, en 1865.
A Los Ravel se deben, entre otros, los estrenos en Cuba de obras representativas de lo mejor del estilo romántico, entre ellas La sonámbula, de Aumer; La Bayadera y Yoko o El mono de Brasil, de Filippo Taglioni (1839); La Tarántula (1839) y El diablo enamorado (1857), de Coralli;Ondina o El sueño de un pintor, de Perrot-Cerrito (1851); Paquita, de Mazilier (1857).
El 14 de febrero de 1849 correspondió a Los Ravel el mérito de estrenar en esa sala la versión completa de una obra de gran trascendencia para el ballet cubano: Giselle, de Coralli y Perrot, la que presentarían también en el Teatro Principal de Matanzas (construido en 1830) en una de sus giras por el interior del país, que incluían actuaciones en teatros de Santiago de Cuba, Trinidad y Cienfuegos.
“No será hasta 1838, con la inauguración del Tacón, que la Isla cuente con un gran teatro capaz de rivalizar con los mejores de Europa”.
Por el escenario del Tacón desfilarían numerosas compañías de danza de gran prestigio, entre ellas la de la célebre bailarina austríaca Fanny Elssler, figura cimera del ballet romántico, quien visitó Cuba en 1841 y 1842, ocasiones en que, entre otras obras, estrenó La sílfide, de Taglioni, a menos de una década de su estreno mundial en la Ópera de París. En su segunda visita la Elssler actuó en el Tacón y también en los teatros Principal, de La Habana y de Matanzas.
Ese año (1842) se registra una gran actividad en la danza teatral cubana que incluyó las exitosas temporadas de Los Ravel en el Diorama y de la Elssler en el Principal y el Tacón, de La Habana; así como con las de una compañía de baile encabezada por la primera bailarina Josephine Stephane Petit y M. Sylvain —partenaire de la Elssler en su primera visita a Cuba—, quienes cosecharon éxitos también en un teatro de Santiago de Cuba, según reporta la prensa de la época.
Por el Tacón también desfilarían la Compañía Francesa de Ópera y Ballet con Pauline Desjardins como figura principal (1843), la cual realizó los estrenos de El Dios y La Bayaderay Roberto el diablo, de Filippo Taglioni; la Compañía de Bailes de Bartholomin-Montplaisir (1848), encabezada por Hipólito Montplaisir —ex partenaire de María Taglioni y primer bailarín de la Ópera de París—, quien con su esposa Adela Montplaisir estrenarían el 18 de febrero de ese año Las ilusiones de un pintor, de Perrot y el pas de deux del segundo acto de Giselle. Los Montplaisir actuaron en Cuba también en 1850 y 1851.
En 1849 se presentó en el Tacón y el Principal de Matanzas el Conjunto Coreográfico Las cuarenta y ocho niñas de Viena y la Compañía de Bailes Francesa de la Familia Rousset (1852), la cual contribuyó a enriquecer la cultura danzaria de los cubanos con los estrenos de Catalina o La reina de los bandidos, de Perrot; La Vivandiere, de Saint-León; El diablo a cuatro, de Mazilier; y como detalle curioso un Zapateo Cubano, que siguiendo el ejemplo de la Elssler en su función de despedida, una década antes, diera jerarquía escénica a ese baile nacional.
La Compañía Mímica y Coreográfica de Marinetti y Marzetti —una derivación empobrecida de Los Ravel— ofreció en 1864 una temporada entre cuyas novedades se incluían escenificaciones de los bailes populares cubanos el Zapateo o Buscapié y La Caringa.
A partir de la última temporada de Los Ravel en 1865, las actividades danzarias desaparecen de nuestros escenarios a causa de la grave crisis que sufrió el ballet tras el apogeo del romanticismo —que no cesará hasta el resurgimiento de este arte en Rusia a partir de 1870— y por el inicio de la Guerra de Independencia contra el poder colonial de España, que habría de durar 30 años.
En esa crítica etapa, conjuntos de mediocre nivel como la Compañía de Ópera del francés Frederick Mauger (1887), la Compañía Italiana de Marionetas Milagrosas, dirigida por Reinaldo Zane (1891), la Gran Compañía Real Italiana de Fantoches y Marionetas de los Hermanos Prandi de Brescia (que en 1892 estrenó en Cuba una versión del célebre ballet Excelsior, de Manzotti) y las presentaciones de la bailarina norteamericana Loie Füller, internacionalmente aclamada como “El hada de la luz”, en el Teatro Albizu, en 1897, son los únicos signos vitales del ballet en Cuba, a pesar de que ya el país contaba con una amplia red de teatros. A lo largo y ancho del país existían escenarios tan activos como el Brunet, de Trinidad (1840); el Villanueva, de La Habana (1847); el Principal, de Puerto Príncipe y el Reina, de Santiago de Cuba (1850); el Avellaneda, de Cienfuegos (1860); el Esteban, de Matanzas (1863); el Albizu, de La Habana (1870) y La Caridad, de Santa Clara (1885).
Tras la instauración de la República el 20 de mayo de 1902 poco cambió en lo que a la danza escénica se refiere. En el primer cuarto del siglo XX solo se registran dos hechos de trascendencia: el primero lo constituyen las actuaciones en 1904 de la Compañía de Aldo Barili, conjunto italiano integrado totalmente por mujeres, que ofreció una temporada de 36 funciones en el Albizu, que incluyó entre otras obras una exitosa versión de Coppéliacon Leonilda Staccione y Carlota Cerri, esta última en el papel masculino de Franz. El segundo, las actuaciones de la legendaria bailarina rusa Anna Pavlova, quien en 1915 debutó en el Teatro Payret de La Habana y en las temporadas de 1917-1918-1919 en el Teatro Nacional, nuevo nombre del antiguo Tacón, donde ofreció un amplio repertorio que incluyó obras representativas del romanticismo y el clasicismo como Giselle y La bella durmiente; y de la revolución coreográfica iniciada por Mijail Fokine a principios de siglo, cuyos ejemplos más significativos fueron Chopinianay La muerte del cisne. Pavlova hizo extensivo su grandioso arte a otros escenarios cubanos como el Sauto, de Matanzas (nombre que adoptó el antiguo Esteban, a partir de 1899), el Luisa Martínez Casado, de Cienfuegos y el Oriente, de Santiago de Cuba.
El Auditórium, inaugurado el 2 de diciembre de 1928, como sede teatral de la Sociedad Pro-Arte Musical de La Habana, fue testigo de acontecimientos trascendentales de la danza teatral en Cuba, especialmente durante la primera mitad del siglo XX. En él Ana e Irma Duncan, en la temporada de 1930-1931 dieron a conocer en nuestro país la corriente renovadora iniciada por Isadora Duncan y conocida como el “isadorismo”; la danza expresionista alemana llegaría en 1938 con las actuaciones de Harold Kreutzberg, discípulo de Mary Wigman, y con Los Ballets de Kurt Jooss, en 1940; y la danza moderna norteamericana con Ted Shawn y su conjunto de bailarines (1937) y de manera especial, con las actuaciones de Martha Graham y su compañía, a finales de 1941.
En lo que al ballet respecta, hay que destacar que en el escenario del Auditórium se fundó la Escuela de Ballet de Pro-Arte, donde se iniciarían Alicia, Fernando y Alberto Alonso, trilogía a la cual correspondió la tarea fundacional más sostenida en el campo del ballet cubano.
“El Auditórium, inaugurado el 2 de diciembre de 1928, como sede teatral de la Sociedad Pro-Arte Musical de La Habana, fue testigo de acontecimientos trascendentales de la danza teatral en Cuba, especialmente durante la primera mitad del siglo XX”.
También en esa Sala se efectuaron los históricos Festivales Anuales de Ballet de Pro-Arte, entre 1931 y 1947; las presentaciones de afamados conjuntos extranjeros como el Ballet Ruso de Montecarlo y el Ballet Ruso del Coronel de Basil (1936, 1941 y 1946), el Ballet Theatre de Nueva York en 1947, y el 28 de octubre de 1948 fue testigo del nacimiento de lo que hoy es el Ballet Nacional de Cuba, que lo tuvo como sede de sus presentaciones entre 1948 y 1956 y en el período de 1959 a 1965. En su empeño de difundir el arte del ballet a todo el pueblo, el hoy Ballet Nacional de Cuba, en este medio siglo de existencia, ha paseado su arte por la casi totalidad de los teatros cubanos —hecho válido también para otros conjuntos danzarios creados por la Revolución, como Danza Nacional de Cuba (1959), Conjunto Folklórico Nacional (1962) y el Ballet de Camagüey (1967)—. En esa lista habría que añadir nuevos nombres de teatros, entre ellos: el Blanquita (luego Chaplin y Karl Marx), el América, el Warner (luego Radiocentro y Yara), el Fausto, las Salas Avellaneda y Covarrubias del Teatro Nacional, la Sala Universal de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), el Mella y el Lázaro Peña, en La Habana; el Riesgo, el Zaydén y el Milanés, en Pinar del Río; el Principal, de Ciego de Ávila; el Eddy Suñol, de Holguín; el Martí y el Heredia, de Santiago de Cuba y el Victoria, de la Isla de la Juventud.
En 1950 el Ballet Nacional de Cuba, entonces Ballet Alicia Alonso, inició su primera temporada en el Teatro Nacional, que desde 1965 y bajo el nombre de Sala García Lorca, del Gran Teatro de La Habana, ha sido su sede permanente y testigo de muchos hitos en su gloriosa historia, entre ellos la celebración del Festival Internacional de Ballet de La Habana, que cada dos años ha reunido en su escenario a las más célebres figuras de la danza mundial.
Hoy día la danza escénica cubana —ballet, folklore y danza contemporánea— florece al grado mayor en la misma medida del reclamo que hacen de ella a lo largo y ancho del país. Escenarios y tarimas improvisadas en espacios fabriles, planteles educacionales, unidades militares y zonas agrícolas, así como anfiteatros y plazas públicas han sustituido de manera frecuente al teatro tradicional. Ambos espacios han posibilitado la conquista de la meta mayor: hacer del arte de la danza un derecho de todo el pueblo cubano.