Eduardo Robreño, 20 años después
Tuve el placer y el honor de conocer al doctor Eduardo Robreño. Lo primero, porque se trató de un comunicador por excelencia, de conversación inagotable; lo segundo, porque escucharlo era asistir a una clase de historia viva, en especial si se refería a la del teatro en Cuba.
Perteneciente a una familia ilustre de teatristas, actores, libretistas y empresarios, a Eduardo Robreño le correspondió ser el historiador de todo aquello que sus antecesores y otros muchos sembraron para el teatro nacional.
Tuvo él una estrecha vinculación con Guanabacoa, donde este redactor ha residido por seis décadas. Sostuvo una gran amistad con el compositor guanabacoense Juan Arrondo, acerca del cual este servidor ha publicado in extenso. Por ahí, digamos, le entra el agua al coco, es decir: por ahí conocí al anfitrión maravilloso que fue el doctor Eduardo Robreño, a quien no se le podía visitar con prisa.
Poseedor del don de la comunicación oral, devino un animador sui generis de la cultura cubana. Era abogado de profesión, periodista y conferencista por ejercicio de años, historiador por afición, dramaturgo por herencia, y profesor, porque mucho enseñó. Publicó varios libros que constituyeron éxitos de librería pese a no ser novelas ni cuentos, sino amenas memorias, reflexiones y el resultado de muy serias investigaciones.
Echemos un vistazo a su bibliografía más conocida.
En Cualquier tiempo pasado fue… emprende su andar por las esquinas más famosas de La Habana y lugares con historia; hasta se permite el lujo de “dialogar” con personajes conocidos y menos conocidos, pero singulares.
En Como me lo contaron, te lo cuento el anecdotario abarca desde la política hasta el deporte, pasando por la música, el teatro, el periodismo, la cinematografía, etc. En Como lo pienso, lo digo el autor se adentra en su mundo preferido, el teatral, para revelar anécdotas y apreciaciones de figuras clave del pentagrama cubano: Jorge Anckermann, Ernesto Lecuona, Gonzalo Roig, Rodrigo Prats, Federico Villoch y Rita Montaner. El teatro Alhambra y su importancia ocupan otro de los capítulos.
…Y escrito en este papel implica entrar al teatro por la puerta de los actores, conocer interioridades y detalles del llamado génerochico, así como los coliseos que sirvieron de escenario a los principales compositores, libretistas y directores.
El volumen de información que ofrecen los libros y artículos del doctor Robreño es suficiente para merecer su conservación, pero a ello se añadió la facultad del autor para expresarlo en lenguaje conversacional, como si se tratara de un encuentro familiar.
Aun así, Robreño no entró en la popularidad solo por los libros. Lo que más lo aproximó a las gentes fue su presencia sostenida —palabra de por medio— en la radio cubana, donde sus recuerdos y comentarios ocuparon un sitial envidiable en la escala de preferencias de los oyentes.
“Recordarlo es un justo tributo a su sapiencia, su constancia y su cubanía”.
Al Robreño de la radio y de los libros, de las conversaciones de café y de las charlas entre amigos, se sumó el conferencista público que tomaba por tribuna un espacio abierto y en derredor agrupaba a cientos de personas que detenían el paso para escuchar a este simpático miembro del club de la tercera edad, con mente joven y despierta, conocimiento presto, memoria firme y disposición de recrear la historia a la manera de un relato literario.
Un recordado ciclo de conferencias del doctor Robreño tuvo por sede la histórica acera del Louvre, en los bajos del hotel Inglaterra, frente al Parque Central. El General Antonio Maceo y su estancia en dicho hotel, el gigoló Alberto Yarini, el teatro Tacón, el Capitolio Nacional, el Paseo del Prado y el entorno capitalino que por uno de sus vértices se extiende hasta la terminal de ferrocarriles y por el otro hasta el mar, fueron modelados en la palabra de un narrador que fue parte de él mismo y de la historia de la ciudad.
Vivió casi nueve décadas. Se marchó para siempre el 24 de junio de 2001, hace pues, 20 años. Por estas cosas de la vida (y de la muerte), no alcanzó el tiempo para colocarle en el pecho la Orden Félix Varela de Primer Grado que le fue conferida, por lo que se le entregó póstumamente a su viuda.
Recordarlo es un justo tributo a su sapiencia, su constancia y su cubanía.